Hermann Bellinghausen
Ciudad tan grande, llena de confines. Lugares de ya no más, puntos ciegos, bardas, orillas de los campos del golf aristocrático o el futbol de los miserables, monumentos, excrementos y toda clase de abismos. Los hay por todas partes, tenemos los confines adentro, fronteras a la mano en la unidad, el barrio, el cerro ocupado, la contigüidad de la vecindad, la zona residencial, el basurero de la delegación, el enésimo elefante blanco, la fábrica abandonada que la vegetación se tragó. Futuros centros comerciales, torres estúpidamente altas, suntuosos palacios de potentados y políticos, paradas y estaciones en la soledad absoluta de los infiernos o invadidas por el comercio informal y la muchedumbre de usuarios y no por ello menos solitarias, o dos o tres panteones.
Difícil y difuso resulta cualquier confín verdadero, se funde en otras y otras urbanizaciones, rebasa los límites geográficos. Bordes nunca tiene, es interminable. No la detienen casetas, canales, bordos, lomas, cuarteles, rascacielos ni aeropuertos. Tampoco las barrancas colonizadas para la gente más rica que te imagines. En las partes oscuras del Centro y su cinturón de barrios bravos, en los centros tradicionales de las distintas periferias del valle, en sus hoyos negros, sus campos verdes y bosques escondidos o atrapados entre ejes viales y bajopuentes, sus nudos corporativos, sus variables residenciales de diferencias abismales.
Confines los puentes peatonales que ya nadie usa, baldíos en alto a cuyo pie corren desesperadas las avenidas, infranqueables en sí mismas por la procesión incesante de vehículos automotores de todos los tamaños en los que se desarrolla parte de nuestra existencia individual sobre dos, cuatro, seis, ocho o más ruedas de hule que no toleran detenerse, quieren rodar, quemarse, planchar asfalto, avanzar hasta el fin de su destino, cajón de muerto o de estacionamiento, sin jamás saciarse.
La ciudad no sé qué tiene más, si calles públicas o privadas, accesibles o ilocalizables, escenográficas o dolorosamente reales, en ruinas o en conversión a paso a desnivel, avenida o segundos, terceros pisos. De avenidas de cien metros y todos los espesores hasta callejones estrechos como una cadera, apenas accesibles para las bicicletas que por lo demás son la sección más osada y ágil de la ciudad en ruedas.
La ciudad que camina no siempre es bienvenida, el que se atreve a penetrar las barreras sabe que arriesga su pellejo. Cuántas veces para llegar a la casa o al trabajo sientes que te la juegas. Más si mujer y vas sola, pero bien que le pasa a cualquiera. La ciudad que camina, la que se apea del colectivo o brota de las cuevas del subterráneo, humanamente abigarrada, tan rica en rostros y actitudes corporales como en ojos que no se repiten de calibres y brillos incontables, si fueran piedras preciosas (si es que no lo son ya) estas calles serían una joyería sin rival en toda la Vía Láctea, aparte de Tokio, ese otro confín laberíntico del planetita.
Hoy que gracias al telescopio y las matemáticas los indicios conocidos del universo se expanden a territorios donde ni los años luz miden la distancia, la ciencia tropieza con la misma evidencia: somos un planeta solitario aunque desde acá no se note. Cada rostro un submundo y un nombre que es suyo. Una ciudad con millones y millones de nombres estrictamente personales, cada uno de alguien en concreto y de su única propiedad. Con tal multitud de nombres cuyos rostros van y vienen en cuerpos concretos, vibrantes, amables o temibles, más que ciudad somos un corpus literario en expansión.
La insigne Guía Roji, actualmente en pausa, por décadas partió la ciudad en cientos de trozos, como en carnicería, para que pudiéramos leerla como si fuera pornografía, con una sola mano. Los localizadores flamígeros que llevamos en los telefonitos hacen más detallada la carnicería en millones de pedazos-pantalla para representar vía satélite la ciudad que no acaba ni te la acabas. Recomienza siempre, como la mar de Valéry.
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