Quien esto escribe no es politólogo ni se ocupa de eventos políticos. Es un cientista social especializado en temas psico-sociales. Por tanto se puede deshechar lo aquí expuesto con total tranquilidad, como la simple opinión de un neófito impertinente. Aclaro además: lo que aquí escribo no es políticamente correcto, sino que busca apuntar a señalar algunos puntos de reflexión.
Antes de proseguir debo aclarar que López Obrador siempre contó con mi simpatía. Ni siquiera creía que era la mejor opción, sino que era la única opción que tenía México para emprender un camino de esperanza, frente a la impericia y la corrupción de sus contricantes de turno y de la situación moral, económica y cultural desastrosa del pais.
Contricantes que, hay que señalarlo, no hicieron más que ayudar a su triunfo, teniendo en cuenta campañas políticas desastrosas, torpes y desatinadas. López Obrador o su equipo optaron por un estilo directo, de contacto y acercamiento con la gente que dio excelentes dividendos.
Sin embargo y con todo dolor debo decir que el triunfo de López Obrador no es el triunfo de la democracia sino el triunfo de un pacto político de no agresión, por el cual es obvio que el PRI no hizo fraude electoral, lo que podría hacer debido al peso descomunal de su aparato institucional y estatal.
Lo ha hecho siempre. ¿Por qué no lo hizo en este momento? La administración de Peña Nieto ha sido desastrosa pero increiblemente el triunfo de López Obrador no se presenta como voto castigo a esa administración, sino a la culpa de un candidato sin carisma. Peña Nieto sale de la presidencia con el honor de no haber hecho fraude electoral. Lo hizo en 2006 pero ayer no. Se va digno y respetado por ese gesto. No es mala manera de dejar de ser presidente.
López Obrador le agradece como le agradece a los medios de comunicación. En democracia no se agradece a los medios de comunicación si es que los medios de comunicación hacen lo que tienen que hacer: comunicar y no ser cooptadores y formadores de opinión pública al servicio del poder de turno.
Se dijo que su primer discurso como ganador era el de un “estadista”. No es así. Fue un discurso para tranquilizar el establishment, el poder gobernante, los que controlan todo en este pais. De todos los posibles actores el futuro presidente los elige a ellos como interlocutores para tranquilizarlos, para calmarles, para aclarar que México no será Venezuela, que él no será un dictador bananero, que se apegará a la ley. Ya ninguna referencia a la “mafia del poder”…
Luego tranquilizó a la clase media y a los indígenas, es decir, al movimiento zapatista, el gran invisible de esta campaña política. Los movimientos sociales indígenas no participaron de la misma o porque asi se les pidió o porque se autoexiliaron de la misma. Sin embargo López Obrador tendrá que negociar con el movimiento zapatista porque existe allí un punto de inestabilidad que puede alcanzar una situación dramática. Al no haberse comprometido con el proceso electoral, el zapatismo no tiene compromisos ni pactos a cumplir.
En una democracia tampoco mueren más de 100 candidatos. López Obrador no los mencionó. Nadie ya los menciona. Ya han entrado en la amnesia devoradora de este país.
Por último mencionó a los pobres pero sin indicar aumento de salarios ni políticas efectivas de combate a la pobreza. Por supuesto no tenía porque hacerlo, pero no deja de ser significativo que comenzó con el establishment y en tercer lugar llegó la pobreza
Tampoco mencionó a Latinoamérica, la gran desplazada del horizonte político mexicano. Latinoamérica recibiría con los brazos abiertos a México, pero México tiene una relación ambivalente con Estados Unidos que en realidad nunca terminará de resolver.
El triunfo de López Obrador es pasmoso. Supera cualquier expectativa. Pero cuidado. La pasión que lo idealiza fácilmente se transformará en decepción furiosa cuando no cumpla la expectativa de la gente.
Y aquí entramos al punto central de la ideología obradorista: el combate a la corrupción. Pero la gente no quiere la amnistia a los corruptos, quiere un castigo rotundo, un “castigo ejemplar”, muy propio de la cultura mexicana. Pero, ¿cómo podrá castigar López Obrador ahora que es un “estadista” que alza su mano conciliadora a derecha e izquierda?. La única solución es que se busquen algunos chivos expiatorios. Pero chivos expiatorios son chivos expiatorios, pero no son el fin de la corrupción.
Quizás sea hora de decir que la corrupción no es propia de los ricos, sino parte de una cultura de supervivencia en un pais donde la mitad de sus habitantes son pobres. Entre la corrupción y la desesperación de la vida miserable, la gente no tiene opciones. López Obrador habló de atacar “causas”, esperemos que se aplique en este caso.
Por último: el problema más grave que tiene México no es la corrupción. Es la violencia.
Y no solo la violencia de los que cortan cabezas, asesinan, violan, golpean, atacan a sus niños y ancianos, sino la violencia cotidiana donde no se le puede decir nada al vecino porque seguro te poncha las llantas o algo peor. La violencia de que la alegría es alcoholizarse a más no poder. La violencia de que lo que único que a la gente le importa es de su puerta para adentro y el afuera puede reventar. La violencia de la reacción violenta frente a cualquier problema o situación.
Eso no lo soluciona López Obrador apegándose a la ley, ley que por otra parte apenas existe en un pais donde la transgresión de la ley se ha vuelto la Ley.
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