La Jornada
El martes el mundo volvió a estremecerse con las historias de abusos sexuales cometidos por curas católicos contra niños, niñas y adolescentes. De acuerdo con el informe dado a conocer por un gran jurado en Pensilvania, durante los pasados 70 años al menos 300 sacerdotes cometieron todo tipo de ataques contra más de mil menores, aunque los investigadores estiman que la cifra real es varias veces mayor, debido a todas las víctimas que no se atrevieron a denunciar o cuyos archivos se perdieron. La gran mayoría de estos casos no tendrá consecuencias legales por la antigüedad de los crímenes o la muerte de los perpetradores.
Estas revelaciones se suman al interminable escándalo que desde hace décadas tiene en jaque a la Iglesia católica por la evidencia de que virtualmente no existe una diócesis, a escala mundial, en la cual sus ministros de culto no hayan cometido actos atroces contra los integrantes más vulnerables de la sociedad, puestos bajo su cuidado por la confianza que los padres de familia y las comunidades depositan en sus líderes espirituales. Sólo en Estados Unidos, la organización no gubernamental Bishop Accountability tiene registros de que hasta10 mil sacerdotes católicos han sido denunciados por acoso sexual; mientras que en México se conocen casos tan abominables como el del difunto Marcial Maciel, fallecido en completa impunidad gracias a la protección no sólo del Episcopado Mexicano y del Vaticano, sino de poderosos personajes de las cúpulas política y empresarial.
Una escalofriante característica común a todos los asaltos sexuales documentados en Pensilvania es justamente el encubrimiento sistemático: siempre que tales episodios fueron conocidos por jerarcas eclesiásticos, éstos optaron por encubrir a los atacantes, proteger a la institución católica e ignorar el sufrimiento de las víctimas.
Si bien el pontificado del papa Francisco significó un viraje en la política de cerrada negación sostenida por sus antecesores –de manera especialmente execrable por Juan Pablo II–, la Iglesia se encuentra muy lejos de entender la magnitud del daño causado, y más aún de dar a sus fieles cualquier indicio de verdadera contrición y voluntad de enmienda. Para no ir más lejos, un día después de que estallara el más reciente escándalo, el cardenal Sergio Obeso Rivera, arzobispo emérito de Xalapa, desacreditó a quienes denuncian los abusos sexuales cometidos por sacerdotes.
Sin importar las acciones que tome o deje de tomar la Iglesia para poner fin a esta realidad ominosa, los estados están obligados a investigar y llevar ante la justicia a cualquier persona que violente la integridad física y emocional de los menores. En este sentido, es necesario retomar las propuestas del gran jurado estadunidense que sacó a la luz lo ocurrido en Pensilvania para impedir que estos crímenes queden impunes: alargar el plazo de prescripción de los delitos de abuso sexual contra menores, dar más tiempo a las víctimas para presentar demandas civiles y endurecer la legislación que obliga a reportar los abusos.
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