Gustavo Gordillo
Hay dos ideas cuyo tiempo ya pasó. El mito del presidente todopoderoso y el de la sociedad desorganizada.
El presidencialismo en el régimen autoritario fue pieza central del
arreglo de gobernabilidad que además incluía el partido hegemónico y la
interacción entre reglas formales e informales. Sabemos cómo funcionaba
ese presidencialismo con sus facultades metaconstitucionales gracias al
trabajo de Jorge Carpizo. Pero en el momento de mayor consolidación del
régimen priísta, el presidencialismo no era un poder omnímodo, menos aún
una monarquía sexenal o un poder imperial.
La capacidad del presidente autoritario estaba basada en su capacidad
de arbitraje entre los muy diversos y amplios conflictos de intereses
dentro y fuera de su coalición gobernante. Totalmente caricaturesco
concebir que los aparatos corporativos, como la CTM, la CNC o el SNTE,
como regimientos homogéneos donde obedecían sin chistar las órdenes del
presidente. Eran conglomerados de intereses locales, sectoriales y
nacionales, legales e ilegales, morales e inmorales, con quienes tenía
que negociar el jefe del Ejecutivo.
Las corporaciones ofrecían la posibilidad de asegurar estabilidad
política y social a cambio, desde luego, de ventajas económicas y
políticas. Pero, más importante, eran redes sociales que procesaban los
estados de ánimo, los humores de la sociedad. Eran el verdadero sistema
de inteligencia del Estado.
El mito presidencial, como señala Juan Espíndola – El hombre que lo podía todo, todo, todo; Colegio de México, 2004–, está anclado en un
excesivo voluntarismo, es decir, ponía demasiado énfasis en los rasgos personales del presidente. En su libro, el autor pone énfasis, en cambio, en las prácticas políticas informales, por considerar que la realidad política mexicana no se puede analizar sólo bajo los lentes de las instituciones formales.
Ese mito se ve alimentado por un segundo: el de una sociedad
desorganizada, sumisa a un presidente todopoderoso. Ese mito encubre una
sociedad realmente dinámica, organizada y no sólo en Ciudad de México y
en los grandes centros urbanos, sino en los últimos rincones del país
desde siempre y más aún ahora.
La sociedad se organiza y se ha organizado –desde la asociación de vendedores ambulantes de la Bondojito hasta el think tank
o la ONG más sofisticada– con propósitos no excluyentes: para sacarle
recursos –económicos, políticos o simbólicos– al Estado y para
defenderse del Estado.
Para el mito de la sociedad que no puede nada, estaba el mito del presidencialismo todopoderoso.
¿Cómo se expresan ahora en un contexto muy diferente esos mitos? En
el del presidencialismo está el texto de Pedro Salazar (FCE,2017) con un
subtítulo muy sugestivo: del metaconstitucionalismo a la constelación
de autonomías.
Basta revisar la reciente y espléndida noticia del acuerdo unánime en
el Senado de una Guardia Nacional de carácter civil. Recapitulemos.
AMLO, basado en la situación precaria del Estado, propuso una guardia
militar al mando del Ejército y así definida en la Constitución. Los
partidos de oposición objetaron, aunque con matices diferentes, pero
sabiendo que la coalición gobernante necesitaba al menos los votos de
algunos para construir una mayoría calificada. Algunas ONG y, sobre
todo, el colectivo #SeguridadSinGuerra vieron cristalizar un esfuerzo
que empezó al menos desde que se opusieron a la Ley de Seguridad
Interior en el sexenio anterior. En Morena proliferaron varias
posiciones antagónicas al respecto: algunas fueron públicas, y otras no.
Al final, AMLO actuó como debe hacerlo un presidente con la legitimidad
que tiene. Negoció, arbitró, incluyó y decidió. Varios personeros
oficiales y oficiosos contribuyeron a construir un consenso que se sabe
es precario.
Pero lejos estamos del mito de un presidencialismo todopoderoso o de una sociedad inerme, pasiva y rabona.
Twitter: gusto47
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