por Ricardo Rocha
Algunos lo dijimos hasta la saciedad: el problema de origen de la fracasada y sangrienta guerra calderonista contra el narco fue que jamás hubo una estrategia. Tampoco estuvo en el radar ni la intención de quien se ofreció como candidato del empleo, sin que figurara nunca en su campaña mención alguna a priorizar el combate al crimen organizado. El punto de inflexión fue el resultado electoral de 2006, tan cerrado y cuestionado que el propio Trife cometió la aberración de asegurar en su fallo final que había “una grave injerencia del presidente Fox en el proceso”; lo que sin embargo no era motivo suficiente para invalidar la elección. Así, Calderón, para muchos, se robó la Presidencia y hubo de tomar posesión entrando por la puerta de atrás del Congreso.
De cualquier modo, y “haiga sido como haiga sido”, se atrincheró en Los Pinos. No obstante, le urgía la legitimación que su cuestionada legalidad no le había dado. Así que sus cercanos —palomas y halcones— le plantearon dos opciones: negociar con la oposición para consolidar un Gobierno de coalición, lo cual desechó casi de inmediato; la segunda y ganadora le pareció mucho más atractiva a su creciente megalomanía: sacar al Ejército a la calle para demostrar quién manda en este país; quién es el comandante supremo de las Fuerzas Armadas. Pero faltaba un pretexto. Que alguien sugirió, absurdamente, como si se tratara de un acto heroico que la patria siempre le agradecería: declarar la guerra al narco. Lo que Felipe Calderón hizo de inmediato. Pero a tontas y a locas. Sin limpiar primero la casa, es decir las instituciones como PGR, Ejército y Policía Federal, penetradas todas hasta la médula por los cárteles de la droga. Por eso, afirmamos desde el primer momento que no hubo nunca una estrategia. Siempre fue una desordenada sucesión de acciones y reacciones sin ton ni son, cuyos resultados todos conocemos: al menos 70 mil muertos; nueve mil sin identificar; 10 mil desaparecidos; miles de levantados y torturados y otros miles de víctimas civiles que murieron por el hecho fortuito de pasar por el lugar y el momento equivocados. Un desastre.
Hoy las circunstancias son muy diferentes. Al inicio de su Gobierno, el presidente Peña Nieto ha convocado a las diversas fuerzas políticas en torno al Pacto por México. En ese marco, y en el escenario del Consejo Nacional de Seguridad Pública en Palacio Nacional, nos presenta —ahora sí, lo parece— una estrategia de su Gobierno en combate a la delincuencia y al crimen organizado. Establece sus líneas de acción entre las que destacan la planeación, la reducción de la violencia, la recuperación de la paz y la disminución de delitos como el homicidio, la extorsión y el secuestro; igualmente prioriza la prevención del delito y un programa de derechos humanos con protocolos para policías y Fuerzas Armadas; establece finalmente un esquema de colaboración entre instituciones.
Es obvio que se trata de evitar el caos vivido en el calderonismo en el que la corrupción, la desconfianza y los caprichos del Presidente fueron rolando la responsabilidad del combate al crimen organizado de la PGR al Ejército y luego a la Marina, pasando por su dependencia favorita, a cargo de su protegido Genaro García Luna, a quien le dio miles de millones de presupuesto para su SSP, ahora desaparecida por Peña Nieto.
En principio, el nuevo Gobierno parece dispuesto a no cometer los mismos errores. Anunció también la división del país en cinco regiones para especializar la lucha contra el crimen y la creación de una Gendarmería Nacional que para iniciar contará con 10 mil elementos que cuidarán puertos, aeropuertos y otros puntos estratégicos. Suena muy bien, pero hay muchas preguntas: ¿cuándo regresará el Ejército a sus cuarteles?, ¿quién tendrá el mando en la lucha contra el crimen organizado?, ¿seguirá cada quien jalando por su lado —PGR, Ejército, Marina y Gobernación—, cada uno con sus propios órganos de inteligencia? ¿o hay una sola inteligencia para reordenar el caos?
No hay comentarios.:
Publicar un comentario