Nosotros ya no somos los mismos
Ortiz Tejeda
Las autoridades, que yo respeto, me decían muchas cosas: que don Samuel esto y aquello, pero comencé a ver que lo que me transmitían de allá no coincidía con el hombre que tenía enfrente. Me decían una cosa, pero yo veía otraFoto Jesús Villaseca
A
penas a un metro de la casa del obispo Vera, le urgí:
Viéndolos sentados juntos –me contestó– él, siendo más joven que tú,
se ve más acabado (interrumpo: afirmación a comprobar, cotejando actas
del Registro Civil y no fe de bautismo), pero cuando comienza a hablar
y a moverse se transforma. Nada más falta que el cabello se le torne,
como de joven, rojizo. Don Raúl es lo más lejano a un tranquilo
abuelito que descansa y añora, al contrario, es impaciente y está
inconforme: las cosas, como están, no le gustan y por eso no reposa, se
mueve. Y no se regodea en el recuerdo, sino que planea y organiza el
futuro. Vera te jalona, te moviliza, te hace tomar partido y te
compromete. Este obispo es de los jóvenes que amenazan: Mariana, así, en caliente, dame tu opinión de don Raúl.
si nos impiden soñar, no los dejaremos dormir.
–Lo que nos faltaba, me dije. ¡Otro peligro para México!
Lo que viene a continuación son las respuestas que dio el obispo Vera a las dos preguntas, ligeramente insidiosas, que le formulé. Tengo entendido que nunca antes se le había cuestionado, de manera tan poco comedida, sobre las reales intenciones de la
jerarquíaal enviarlo como coadjutor de don Samuel Ruiz. Si el obispo hubiera intentado salirse por la tangente, yo no hubiera insistido. No tengo carácter de reportero. Fray Froylán me amenaza:
soy tu amigo, pero no por escrito. Difiero de tal vocación. Pero lo cierto es que don Raúl contestó, y aquí está lo dicho.
Ortiz Tejada (OT): –Una leyenda urbana nos dice que cuando usted llega a San Cristóbal, llevaba instrucciones precisas de sosegar, de domeñar los ímpetus excesivos de don Samuel, que se trataba de un cura demasiado rebelde y que a usted, don Raúl, le encomendaron la función de controlar esos impulsos y regresar la diócesis a la normalidad. Ser un fraternal, pero severo látigo disciplinario.
Raúl Vera (RV): –Bueno, sí entendí que las intenciones de nombrarme coadjutor tenían que ver con los propósitos que mencionas, porque esto ya había sucedido antes: al señor Bartolomé Carrazco le nombraron un coadjutor, con el propósito de moderar su actividad, y al señor Lona igualmente le pusieron el suyo con el mismo fin: acotar los trabajos de su ministerio. Cuando se me encarga esa responsabilidad, las estructuras de la Iglesia me hacen ver que muchas de las acciones y comportamientos de don Samuel contribuyeron al levantamiento armado. Yo soy respetuoso de lo que se me dice, pero los dominicos algo entendemos, estamos en Chiapas desde hace muchísimo tiempo. Yo mismo, fraile apenas, iniciándome en el estudio de la filosofía estuve aquí, entre los indígenas. Era cuando estaban los frailes americanos en la zona en la que comenzó el levantamiento de Ocosingo.
Las autoridades, que yo respeto, me decían muchas cosas: que don Samuel esto y aquello, pero comencé a ver que lo que me transmitían de allá no coincidía con el hombre que tenía enfrente: me decían una cosa, pero yo veía otra. Me propuse ser totalmente objetivo: oír, escuchar, salir a las comunidades y con lo que me encontré fue una diócesis sumamente organizada y un hombre al que se acusaba de promover la guerra y que, sin embargo, en cada uno de sus actos transmitía la paz.
Seguí investigando, buscando pruebas de dichos y hechos que se le atribuían a don Samuel: ¿dónde dijo tales cosas, quién las oyó? ¿Alguien puede atestiguar que recibió armas, de quién? A los seis meses mandé una carta a la Congregación de los Obispos:
discúlpenme, escribí, pero de lo que me dijeron que iba a encontrar no he hallado nada. La primera vez que hablé con don Samuel me dijo:
mira, Raúl, sé que te han dado facultades que sustraen de mi autoridad muchas cuestiones. Si yo veo que empiezas a tomar decisiones contrarias a lo que yo pienso, a lo que hago, simplemente me voy. Jamás contribuiré a que mi pueblo se divida. Allí lo corroboré plenamente: Samuel es un pastor, nada de lo suyo le importa, frente a la unidad de su grey.
Cuando anduve en la zona de paramilitares comprobé que las opciones de esta diócesis eran evangélicas, de fe, y que si esas opciones llegaban a perjudicar al sistema político era que éste era pútrido. El trabajo de los catequistas era una labor evangelizadora. El día que estaba en la zona de Tila lo vi claramente, porque allí estaba también Paz y Justicia, matando gente y destruyendo pueblos. Esa noche me dije: “A ver, Raulito, esta gente muere por su fe, tú estás bien protegidito, qué cómodo, ¿no? Estás con el Estado y, digamos, con los altos cuadros de la Iglesia… O te pones a caminar con la gente, acompañándola en todo su sufrimiento, o mejor te vas de aquí”.
OT: Y aquí, en Saltillo, ¿no siente usted que la popofería lo ve como un obispo demasiado bronco y echado pa’delante?
RV: Mira, al principio sí me di cuenta que ellos creían que yo venía a replicar el zapatismo. Y no sólo en las altas esferas, sino aún entre algunos sacerdotes. Nunca me lo dijeron abiertamente, pero sí me comentaban:
Aquí, dentro de los medios de comunicación se dieron muy diversas reacciones a mi trabajo y forma de actuar. Debo reconocer que aún los más críticos siempre fueron muy respetuosos. En los electrónicos una televisora –oráculo muy bien pagado– emprendió una sistemática campaña en contra mía, pero al paso del tiempo, poco a poco se ha desgastado y perdido fuerza. Además, el contacto directo con la gente es superior a cualquier información mal intencionada. La gente forma su propio criterio. Por otra parte, la corrupción que impera en el país y que está a la vista de todos, a mí me ha servido para que la gente piense y diga ‘el obispo es muy bronco, pero no echa mentiras ni oculta nuestra realidad’. Eso es lo que piensan y me lo dicen por todos lados mis feligreses. Esto es lo que me tiene tranquilo. No dudo que haya voces de inconformes con mis acciones, pero no pueden decir que vine a replicar el zapatismo, sino el Evangelio. Ahora, que si éstos coinciden, pues bien por los indígenas zapatistas que supieron, con su sabiduría de siglos, encontrar el camino. Yo soy un miembro más del Pueblo de Dios, los obispos somos parte de él y, cuando me toca mandar, ya aprendí de la sabiduría indígena que la mejor forma de mandar es obedeciendo.
D: Le juro a usted hermano que no sólo me lo concedió, sino que hasta lo hizo con entusiasmo. ¿Qué fue lo que usted le pidió? F: Lo que habíamos acordado. Le hice ver que tengo años sin romper ni una sola vez mis votos monásticos de obediencia, pobreza y castidad. Por esa razón le rogaba me permitiera fumar un cigarrito, mientras rezaba el sagrado rosario o repasaba mis jaculatorias, no creía que fuera un desacato. D: Pero, hermano, está claro que en el planteamiento estuvo el error. Yo le dije lo mismo, pero al revés: D: Siento, su Ilustrísima, que no le dedico suficiente tiempo al Señor. ¿Tendría usted inconveniente en que mientras camino por los jardines y me fumo un cigarrito, repita mis jaculatorias, entone un himno, recuerde las Bienaventuranzas y mencione una a una las jaculatorias que vengan a mi mente?
¡Por supuesto que ninguno, hijo! –me contestó emocionado su Ilustrísima– y agregó: si no es mucho pedirte: inténtalo varias veces al día.
¿Alguien quiere pasar a confesarse?
RV: Mira, al principio sí me di cuenta que ellos creían que yo venía a replicar el zapatismo. Y no sólo en las altas esferas, sino aún entre algunos sacerdotes. Nunca me lo dijeron abiertamente, pero sí me comentaban:
usted hace cosas que ningún otro obispo había dicho o hecho antes aquí. Lo que te puedo asegurar es que yo nunca he cambiado mi discurso, el que aprendí en Chiapas, el del Evangelio que pugna por la conformación de una sociedad verdadera desde la educación, desde la conciencia moral. Soy consciente de que la Iglesia es el pueblo y que la construcción de la historia, la construcción del reino, se alcanza a través de un plan pastoral que el pueblo acepte y haga suyo. Para conseguirlo hemos hecho todo un programa, una construcción pedagógica.
Aquí, dentro de los medios de comunicación se dieron muy diversas reacciones a mi trabajo y forma de actuar. Debo reconocer que aún los más críticos siempre fueron muy respetuosos. En los electrónicos una televisora –oráculo muy bien pagado– emprendió una sistemática campaña en contra mía, pero al paso del tiempo, poco a poco se ha desgastado y perdido fuerza. Además, el contacto directo con la gente es superior a cualquier información mal intencionada. La gente forma su propio criterio. Por otra parte, la corrupción que impera en el país y que está a la vista de todos, a mí me ha servido para que la gente piense y diga ‘el obispo es muy bronco, pero no echa mentiras ni oculta nuestra realidad’. Eso es lo que piensan y me lo dicen por todos lados mis feligreses. Esto es lo que me tiene tranquilo. No dudo que haya voces de inconformes con mis acciones, pero no pueden decir que vine a replicar el zapatismo, sino el Evangelio. Ahora, que si éstos coinciden, pues bien por los indígenas zapatistas que supieron, con su sabiduría de siglos, encontrar el camino. Yo soy un miembro más del Pueblo de Dios, los obispos somos parte de él y, cuando me toca mandar, ya aprendí de la sabiduría indígena que la mejor forma de mandar es obedeciendo.
Explicación pendiente desde el lunes 19 de noviembre.
¿Por qué, a una idéntica solicitud que le formularan un dominico y un franciscano, su eminencia (the big brother, de ambos) resolvió favorable al primero y al segundo le dio cuello?
El siguiente diálogo lo explica:D: Le juro a usted hermano que no sólo me lo concedió, sino que hasta lo hizo con entusiasmo. ¿Qué fue lo que usted le pidió? F: Lo que habíamos acordado. Le hice ver que tengo años sin romper ni una sola vez mis votos monásticos de obediencia, pobreza y castidad. Por esa razón le rogaba me permitiera fumar un cigarrito, mientras rezaba el sagrado rosario o repasaba mis jaculatorias, no creía que fuera un desacato. D: Pero, hermano, está claro que en el planteamiento estuvo el error. Yo le dije lo mismo, pero al revés: D: Siento, su Ilustrísima, que no le dedico suficiente tiempo al Señor. ¿Tendría usted inconveniente en que mientras camino por los jardines y me fumo un cigarrito, repita mis jaculatorias, entone un himno, recuerde las Bienaventuranzas y mencione una a una las jaculatorias que vengan a mi mente?
¡Por supuesto que ninguno, hijo! –me contestó emocionado su Ilustrísima– y agregó: si no es mucho pedirte: inténtalo varias veces al día.
¿Alguien quiere pasar a confesarse?
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