Rogelio Velázquez
El programa gubernamental de Ciudades Rurales Sustentables posibilitó que el municipio chiapaneco de Santiago el Pinar pasara del lugar 19 de marginación a nivel nacional al 268; no obstante, en las nuevas casas “de material”, los indígenas viven hacinados, sin agua potable ni luz eléctrica; caminan hasta 6 horas en la montaña para conseguir el vital líquido. “El servicio sólo llega cuando viene el gobernador”, señalan. Debido a la exposición al monóxido de carbono cuando cocinan, padecen una enfermedad que les genera pus en los ojos, pero no se atienden porque en el nuevo hospital falta personal médico y medicamentos. Además, el cobro por el servicio de luz eléctrica, para los que lo tienen, rebasa los 400 pesos bimestrales, pese a que los hogares sólo cuentan con tres focos. Ni con los recursos que reciben del programa Oportunidades pueden costearlo
Rogelio Velázquez / enviado
Santiago el Pinar, Chiapas. A primera vista, no parece un
municipio pobre: camino pavimentado; orilla de la banqueta
perfectamente pintada de amarillo; calle limpia y concurrida por pocos
vehículos.
Entre las tonalidades verdes de los montes de los Altos de Chiapas
resalta un colorido conjunto de casas. El trazo arquitectónico es
similar al de las unidades habitacionales de la capital del país.
Conforme se avanza, los colores verdes, azules, rosas y anaranjados
dominan el paisaje. Se trata de la nueva “ciudad rural sustentable”.
Detrás de las puertas, la sorpresa: las nuevas casas
–impecablemente pintadas– mantienen hacinados a los indígenas tzotziles
que las habitan. No miden más de 40 metros cuadrados. Las paredes están
hechas con adoblock: “se rompen hasta con un golpe y en tiempos de lluvia el agua se filtra”, explica Úrsula, vecina de la comunidad.
Úrsula dejó su antigua vivienda para alojarse en su nueva casa.
Vive con su marido –hermano del alcalde– y su pequeño hijo. A pesar de
ser sólo tres en la casa, no caben.
Avergonzada, la indígena tzotzil muestra el interior de su
domicilio. Su cocina mide 2 metros de largo por 1 de ancho. Ahí tiene
un fregadero mal colocado, no cuenta con estufa, porque no tiene gas ni
quiere tenerlo. “Ahora nos van a obligar a pagar el gas”, exclama,
preocupada.
Las indígenas de la región cocinan en fogón; pero en las “nuevas
ciudades” no es tan fácil: no existe una chimenea o escape para el humo
y se pueden intoxicar.
En la pequeña sala, Úrsula sólo tiene una mesa de madera en la que
amontona hojas, discos, plumones y productos de cuidado personal; no
cabe un sillón, ni siquiera tiene una silla: le quitaría espacio.
En la habitación apenas cabe una cama matrimonial, que es movida
constantemente por las goteras que produce la filtración de agua.
Arriba de la cama cuelga un mecate delgado que sirve como tendedero:
calcetines se secan ahí.
Ataviada con un modesto vestido negro y un rebozo gris amarrado en
su hombro izquierdo, la joven madre abre la puerta del baño: cuenta con
excusado, lavabo y regadera, pero no los usa.
—No podemos usar nada porque no hay agua, sólo la pusieron cuando vino el gobernador –comenta, indignada.
—¿Cuando la instalen va poder usar esos servicios?
—No. Tampoco tenemos drenaje.
El maquillaje gubernamental
A finales de marzo de 2011, la administración estatal, encabezada
por el entonces gobernador Juan Sabines, inauguró –de la mano del
expresidente Felipe Calderón– la Ciudad Rural Sustentable de Santiago
el Pinar.
El objetivo del proyecto es “adecuar la distribución territorial
de la población a las potencialidades del desarrollo regional de
Chiapas, en un marco de mayor prosperidad social y económica y de
sustentabilidad en el uso de los recursos”, señala el gobierno estatal.
Además, se espera que las “ciudades” brinden a sus habitantes
viviendas dignas con servicios públicos de calidad y alternativas
productivas con empleos dignos y bien remunerados, en un ambiente de
sustentabilidad en el uso de los recursos naturales.
El 24 de mayo de 2010, el gobierno de Sabines anunció que se
ubicarían a cuatro comunidades del municipio en la nueva “ciudad
rural”, ubicada en la cabecera municipal.
“Las 468 familias que habitarán la nueva ciudad contarán con todos
los servicios, desde agua potable, drenaje, escuelas, seguridad,
espacios religiosos, vigilancia, industrias alimentarias,
esparcimiento, entre otros. Las casas están construidas de madera con
paredes y techo de concreto, adaptadas para resistir los cambios
climáticos y soportar vientos de hasta 120 kilómetros por hora y
contarán con sala, comedor, cocineta, dos recámaras y baño principal.”
También, explicaba el gobierno, “tendrán tres patios, en donde
realizarán actividades de autoconsumo mediante un huerto familiar,
hortalizas, gallinas, conejos y codornices que ayudarán a combatir la
pobreza alimentaria”.
Nada más alejado de la realidad. Úrsula no cuenta con un espacio
para tener a sus animales; el piso de su casa no es de concreto, es de
madera, y el techo que cubre las habitaciones es de lámina.
Alejandro Gamboa López, quien fuera secretario de Desarrollo y
Participación social del estado hasta el 7 de diciembre de 2012,
explica a Contralínea que debido al proyecto de la ciudad rural
en Santiago el Pinar, el municipio pasó del lugar 19, en 2005, al 307
en 2010 en cuanto a su rezago social; es decir, mejoró 288 lugares,
pese a empeorar en el sexenio anterior.
Además, de acuerdo con el Consejo Nacional de Evaluación de la
Política de Desarrollo Social (Coneval), el municipio chiapaneco
disminuyó su rezago de 2.6 a 1.2 en 5 años.
“En el plano comparativo, para dar cuenta del impacto con esta
ciudad rural se puede mencionar que en el año 2000, 84 de cada 100
viviendas contaban con luz eléctrica; en 2010, 95 de cada 100, y en
2012 es del ciento por ciento.
“Con estos resultados, más de 460 familias dejaron de formar parte
de las estadísticas de pobreza extrema del estado y del país”, explica
Gamboa.
No obstante, este semanario documentó la falta de agua potable, drenaje y luz eléctrica en las casas.
Para el asesoramiento, evaluación y apoyo financiero del proyecto
se creó un Consejo Consultivo Ciudadano, presidido por Esteban
Moctezuma Barragán, presidente de Fundación Azteca.
Algunos de sus integrantes son reconocidos empresarios en el
ámbito nacional. Por ejemplo, Raúl Cerón Domínguez, representante de
Fundación Telmex; Gustavo Lara Alcántara, presidente de Fundación
BBVA-Bancomer; Fernando Peón Escalante, director general de Fomento
Social Banamex; y Carlos Martín Coutiño Rodríguez, presidente de la
Confederación Patronal de la República Mexicana en Chiapas.
A casi 2 años de la inauguración de la ciudad, cuyo costo fue de
394 millones de pesos, la obra está inconclusa. Para conseguir agua,
los pobladores caminan más de 6 horas en el monte. Llevan ánforas y
suben cada tercer día las laderas rumbo al manantial que los provee. En
cada traslado llevan los pocos litros que su cuerpo puede cargar
durante las 3 horas que invierten en el camino de regreso, con ellos
deben de subsistir hasta que emprendan de nuevo el accidentado y
cansado viaje.
Un tubo de PVC se asoma debajo de la vivienda de Úrsula, es el
drenaje que no ha sido conectado a la red. Al lado está ubicado un
tinaco Rotoplas vacío a ras de piso. “No sabemos cómo va a subir el
agua si el tinaco está en el suelo; dijeron que necesitamos una bomba
pero no la pusieron y no tenemos dinero para comprar una”, comenta la
joven.
“La gente se está regresando a sus casas: no nos gusta vivir aquí.
No se puede vivir aquí”, dice Úrsula, mientras alza los brazos y mira
con rencor su nueva vivienda.
Muchos hogares ya están vacíos. La indígena explica que de las 468
casas construidas, menos de 25 siguen habitadas. La mayoría prefirió
regresarse, sobre todo por el espacio donde tienen a sus animales.
Aunque tampoco tienen servicios básicos, al menos su milpa está más
cerca y no les llegan excesivos cobros por supuestos consumos de
energía eléctrica.
El exterminio
Víctor Hugo López, director del Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, AC, explica a Contralínea
que la construcción de las ciudades rurales para erradicar la pobreza
es una lógica equivocada del gobierno estatal, ya que planean
concentrar en pequeños espacios a muchos habitantes.
“Se invierte una cantidad impresionante de dinero para obligar a
la gente a habitar casas inhabitables que, además, no son sustentables
puesto que cuentan con una serie de servicios que necesitan
mantenimiento.
“Por ejemplo, tienen invernaderos que no cuentan con redes de
comercialización; se construyó una ferretería, pero por obvias razones
nadie va ir a comprar ahí. La Comisión Federal de Electricidad (CFE)
les cobra recibos que son impagables para la mayoría de sus habitantes,
y si no pagan les cortan la luz.”
El defensor de derechos humanos explica que el trasfondo de estos
proyectos urbanos es el aniquilamiento de las poblaciones originarias,
debido a que rompen con su contexto cultural. En realidad no se
resuelve el problema: no se garantiza la vivienda con la participación
de la comunidad de acuerdo con su contexto.
“No hay voluntad por parte del Estado para que los chiapanecos tengan una vivienda digna”, indica Víctor Hugo López.
En la ciudad rural del municipio no sólo se edificaron viviendas,
también se erigió una escuela primaria, un depósito de café, un
mercado, una clínica y una ensambladora de triciclos comprados por el
gobierno estatal.
En la ensambladora trabaja el esposo de Úrsula. Dejó su milpa para
engrasarse las manos con los materiales. Percibe un salario diario de
70 pesos. Es el único sustento de la familia, pues ella no fue aceptada
en el Programa Oportunidades, del gobierno federal.
Cuando fue a recibir el programa la respuesta que le dieron fue
que su nombre “no había pasado”. Se tiene que conformar con 1 mil 400
pesos mensuales que percibe su esposo en la fábrica.
Son las 14:00 horas y las dos naves del nuevo mercado lucen
vacías. Todos los locales están cerrados. Nadie vende o compra nada. No
hay una sola persona. Aunque el silencio a veces es interrumpido por el
canto de las aves, parece no haber vida. Aquí es el corazón de la
ciudad rural, el pueblo fantasma.
La desolación supone un abandonado recién ocurrido. Las casas
nuevas y sus coloridas paredes, testigos mudos de la huida y del
fracaso gubernamental.
La marginación
De acuerdo con cifras del Coneval, Santiago el Pinar ocupa el
octavo lugar en pobreza a nivel nacional. Y es el quinto a nivel
estatal, con un porcentaje de 96.5. Se encuentra debajo de Aldama
(97.3), San Juan Cancuc (con el mismo porcentaje), Chalchihuitán (96.8)
y San Andrés Duraznal (96.5).
En Santiago el Pinar habitan 3 mil 245 personas; la mayoría,
indígenas tzotziles. En ese sentido, las cifras del Consejo Nacional de
Población muestran que casi el 40 por ciento de los mayores de 15 años
en el municipio no sabe leer ni escribir, y el 50.37 por ciento no
concluyó la primaria. Si se incluye la secundaria, se obtiene que el
77.80 por ciento de la población mayor de 15 años no ha concluido la
educación básica.
Al menos 330 habitantes no cuentan con servicios de salud y más de 400 viven en casas con pisos de tierra.
Más de 560 no cuentan con red de agua potable y casi 200 no tienen
excusado en su hogar. El drenaje es un servicio negado para 997
personas, más del 30 por ciento de la población del municipio.
Según datos del Instituto Nacional de Estadística y Geografía, en
Santiago el Pinar, de las 686 viviendas habitadas, sólo 12 cuentan con
refrigerador, 175 con televisión, tres con computadora y una con
lavadora.
En el municipio existen ocho escuelas de preescolar, nueve
primarias –entre éstas una indígena– y tres secundarias. En las
primarias laboran 29 maestros y en las secundarias, 14.
Además, la Secretaría de Desarrollo Social ubicó en 2005 al
municipio en el lugar 19 de marginación nacional; pero en 2010, ya con
las ciudades rurales, bajó hasta el 268.
Sin embargo, las cifras oficiales son engañosas porque se asevera
que todas las casas de la ciudad rural cuentan con energía eléctrica,
agua potable, drenaje y excusado.
Enfermedades “curables”
Parece un viejo. Habla con dificultad. Su mirada es triste,
cansada. Sus movimientos, lentos y torpes. En su encorvada espalda
parece cargar el peso del sufrimiento que provoca vivir tantos años en
la pobreza. Pero Miguel sólo tiene 18 años. Es el hermano menor del
presidente municipal de Santiago el Pinar.
Lleva semanas con una fuerte infección en la garganta. Estuvo
internado 4 días en el hospital debido a la fiebre. No sanó pero lo
dieron de alta. Ahora, en su casa, espera que con el paso de los días
se le quite la enfermedad.
A pesar de no ser un antibiótico, lo único que le recetaron para
su malestar fue paracetamol: no sirvió de nada. El intenso calor y la
humedad de la zona han acrecentado su padecimiento.
La nueva clínica está a 15 minutos de su casa, pero a veces no le alcanza para el pasaje: 60 pesos viaje redondo.
A Miguel le gusta asistir a la escuela. Cursa el cuarto semestre
de bachillerato y anhela estudiar la licenciatura en derecho. Si corre
con suerte, tendrá que ir hasta San Cristóbal de las Casas todos los
días o rentar allá un cuarto por 800 pesos mensuales; hace la suma
mental y se desanima un poco.
Su hermano Francisco Pérez, alcalde de Santiago el Pinar no le
ayuda con los gastos escolares ni médicos; hace 2 meses que nadie en la
comunidad lo ve. Algunos pobladores presumen un fraude.
Además de su hermano, el alcalde tiene un sobrino enfermo de
pulmonía desde hace 8 meses. El niño está así desde que nació, lo
dieron de alta en el hospital, pero no deja de toser durante todo el
día. Su madre está desesperada: no soporta ver que el recién nacido
sufra sin que reciba atención médica de calidad en la nueva clínica.
Juan José de Jesús López Hernández es el director del hospital
recién inaugurado en el municipio. No permite fotografías si no se
cuenta con un oficio del gobierno estatal, pero acepta la entrevista.
Explica que las enfermedades más comunes en la localidad son las
respiratorias, las estomacales, la anemia y las derivadas del embarazo:
infección en las vías urinarias, entre otras.
Además, comenta, “la desnutrición es grave aunque ha disminuido en
nuestras comunidades de influencia: Choyo, Chiquinch’en los Tulipanes,
Santiago el Relicario, San Antonio Buenavista y Xchuch. Ni la consulta
ni el medicamento se cobra.
“El Programa Oportunidades nos permite trabajar con estas
comunidades; eso garantiza un buen servicio porque, al menos en
desnutrición, el Programa es un pilar en la atención de menores de 5
años. Si la nutrióloga coloca a los niños en desnutrición grave, los
vemos cada semana; si es moderada, cada 15 días; y si es leve, cada
mes. Tenemos un control en ellos, cuesta mucho para que sean niños
normales pero tenemos poco laborando”, explica el médico.
En la clínica cuentan con los servicios de consulta externa,
medicina preventiva, odontología, nutrición, sicología, laboratorio,
farmacia y urgencias, donde se atienden complicaciones que comprometen
la vida: partos y heridas.
—Hemos documentado que en algunas comunidades no hay suficientes medicamentos –se le cuestiona con referencia al caso de Miguel.
—Tenemos un responsable de farmacia. Siempre se preocupa por tener
las claves mínimas, es decir, tenemos un cuadro básico de medicamentos,
manejamos hasta 200 en promedio; contamos con medicamentos para las
enfermedades más frecuentes, afortunadamente no padecemos los cuadros
básicos –justifica.
—¿Brigadas médicas visitan las comunidades?
—No. Los habitantes ya saben el día que les toca la cita; ellos
vienen, pero también tenemos actividades de campo: se dan talleres
comunitarios, atención nutricional, sicológica y odontológica.
A pesar de ser un hospital que presta servicio médicos del tercer
nivel (más limpio y mejor equipado que muchas clínicas del Distrito
Federal), debido a la falta de personal médico no atienden a los
pacientes en el horario vespertino, únicamente en las mañanas y los
fines de semana.
Ninguna persona espera su turno en alguna de las 24 sillas de la
sala de espera; las pantallas planas están apagadas; las enfermeras
sólo platican.
Casi la mitad del hospital carece de energía eléctrica, mientras
que las áreas de maternidad y urgencias presentan fallas en el voltaje.
El médico señala que no reciben apoyo del gobierno municipal para dotar de combustible a las ambulancias.
—¿Qué hace falta para mejorar la salud del municipio?
—Falta que el gobierno [municipal] concientice a su gente para que
se exista una cultura de la prevención. Nuestro trabajo es preventivo
más que curativo.
A 20 minutos de la clínica, en la comunidad de Chiquinch’en de los Tulipanes, Mateo Hernández contradice el discurso del médico.
“Cuando la gente se enferma de calentura [como le dicen a
la fiebre], diarrea y tos, a veces no hay medicamentos en el hospital y
nos mandan a comprar a la farmacia. Uno tiene que pagar con su dinero la cura, pero en la farmacia sale cara.
“Cuando no podemos llegar a la cita, el doctor nos pone falta y
nos quitan nuestros apoyos; ya no podemos cobrarlos”, señala el
indígena tzotzil.
Mateo tiene casi 50 años y seis hijos. Es campesino. Siembra café
y plátano, pero lo que vende no es suficiente para subsistir. Su esposa
recibe 810 pesos bimestrales del Programa Oportunidades: la mayor parte
lo gasta en el pago de la energía eléctrica. En su casa sólo tiene tres
focos, por los que la CFE le cobra bimestralmente 400 pesos en promedio.
En la casa viven cuatro de sus hijos. Su esposa habla con
dificultad el español. “Hoy cociné repollo con frijolitos, pero
regularmente comemos verduras, tomate; carne de res o pollo, sólo cada
8 días”, explica, entre el ruido ensordecedor de sus animales.
El humo de la cocina irrita los ojos. Los habitantes ya están
acostumbrados, sólo la más pequeña de la familia, una niña de 3 años,
con ropa raída, descalza, se los talla de vez en cuando, pero no se
aleja del fogón.
—¿No les hace daño el humo, don Mateo?
—Sí. A veces nos sale pus en los ojos, nos rascamos por la comezón
y sale más; pasamos 2 o 3 días enfermos. Hasta a los bebés les sale.
—¿Van al doctor para atenderse cuando sucede eso?
—¿Para qué vamos hasta allá? Nada más nos dan gotas. Mejor nos curamos con lirio, hasta que vuelva a salir la pus.
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