Guillermo Fabela Quiñones
Los tres principales partidos políticos en México preparan un “gran acuerdo nacional”, en el que empleo, seguridad y justicia serían los ejes básicos. Desde luego, los acuerdos son indispensables para superar conflictos, pero deben partir de puntos de convergencia que, por ahora, son inexistentes. Y no ya entre los propios partidos, sino en la sociedad, tan dividida por una lucha de clases cada vez más violenta por las ambiciones de los sectores más privilegiados, y favorecida por una política económica deshumanizada y ajena a los intereses fundamentales de todo el país.
En conferencia de prensa, Pedro Joaquín Coldwell, exdirigente
nacional del Partido Revolucionario Institucional y actual secretario
de Energía, dijo: “La lectura que hacemos los priístas es que la
sociedad quiere que nos pongamos de acuerdo en temas fundamentales
(…)”. Lo que en realidad quiere la sociedad es que los políticos dejen
de actuar como individuos carentes de principios, ética, sentido de
patria y convicciones democráticas. ¿Qué acuerdo por México pueden
concretar quienes no tienen una mínima disponibilidad de sacrificar
unos pocos de sus privilegios? Para que fuera creíble, tal acuerdo
tendría que partir de un elemental respeto a la sociedad, lo que no se
mira por ningún lado.
Dice Manlio Fabio Beltrones: “Los mexicanos estamos cansados de
tantas riñas y, sobre todo, de las riñas entre políticos; lo que
queremos es que acuerden, que concilien, que lleguen a la concordia,
construyan y nos garanticen progreso”. Le asiste la razón, sin embargo,
no se vislumbran cambios que pongan fin a la inmadurez proverbial de
los políticos mexicanos, con alguna que otra excepción. Tampoco existen
condiciones para conciliar discrepancias históricas.
Es un hecho incuestionable que la clase política mexicana padece
la enfermedad infantil de sentirse superior al resto de la sociedad.
Tal actitud no es exclusiva de la derecha, pues también entre la
izquierda política se ha visto una proclividad a tomar actitudes de
soberbia inexplicable. Se entiende que entre los priístas haya quienes
hacen gala de tal comportamiento, luego de 7 décadas de estar
encaramados en posiciones de poder. Lo mismo podría decirse de los
conservadores del Partido Acción Nacional, cuya mentalidad
aristocrática es inherente. Pero no hay justificación alguna para que
también políticos de izquierda se dejen llevar por la inercia de los
privilegios y la impunidad.
No se observan condiciones para que los priístas, de nuevo en el
poder, vayan a actuar con el ejemplo; no, desde luego, porque quien
encabeza el gobierno federal desde el 1 de diciembre carece de
sensibilidad social, como lo delata su biografía. Es muy difícil que de
la noche a la mañana la gente cambie radicalmente, así que en
vez de acuerdos surgidos mediante la negociación y el entendimiento, lo
que veremos en los próximos meses será la típica manera de proceder del
político mexicano con poder: ejercerlo según sus particulares
conveniencias.
Los acuerdos entre la clase política son parte sustantiva de una
democracia, pero los mexicanos estamos muy lejos de vivir en un
verdadero sistema democrático. El pueblo sigue siendo un ente invisible
que nadie toma en cuenta a la hora de las decisiones fundamentales para
el Estado. Sus “representantes” se olvidan de cumplir su
responsabilidad en cuanto pisan la cámaras de Diputados y de Senadores
y demás cargos de representación, y comienzan a verse a sí mismos como
miembros de una casta privilegiada que está muy por encima de sus
“representados”, con alguna que otra excepción a la regla, como los
casos paradigmáticos en la legislatura pasada de Fernández Noroña y
Jaime Cárdenas, entre algunos otros.
Para que los acuerdos entre diferentes fuerzas sociales y
políticas funcionen, deben partir de una base mínima de igualdad y de
respeto, otra cosa inexistente en nuestro país. En realidad, lo que
está proponiendo el Partido Revolucionario Institucional a los partidos
Acción Nacional y de la Revolución Democrática es que acepten secundar
sus iniciativas en el Congreso de la Unión, ponerse de acuerdo en lo oscurito
sobre los mecanismos para sacar adelante reformas y leyes que convengan
a la derecha en el poder (o a la clase política en general). De hecho,
para los panistas no es ningún sacrificio apoyar a los priístas, sino
un favor que se les presta y por el cual deben ser recíprocos. La
sentida traición proviene de la “izquierda”, porque facilita el trabajo
sucio a los enemigos naturales de las clases populares.
Así lo entiende claramente Martí Batres, dirigente nacional del Movimiento de Regeneración Nacional (Morena),
al afirmar que “la ruta por la que avanza tal consenso (el acuerdo
priísta) implica afectar a la población”. Tal afectación sería
terrorífica si se empeñan en sacar adelante las famosas reformas
estructurales: privatizar Petróleos Mexicanos y resarcir la pérdida
presupuestal con un aumento al impuesto al valor agregado, extendido a
medicinas y alimentos. Así se estaría abriendo la puerta a una
injusticia de muy graves repercusiones sociales, que la oligarquía
justificaría al decir que se trata de un acuerdo al que se sumó la
“izquierda”. Por eso la izquierda verdadera, no traidora, es necesaria
en un sistema político como el nuestro.
*Periodista
Fuente: Contralínea 315 / diciembre de 2012
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