José Antonio Crespo
A partir del inicio de gobierno, el mes pasado, se abrieron perspectivas razonablemente optimistas para la vida política. Tanto el discurso de toma de posesión —con más propuestas que demagogia— como el Pacto por México sugieren al menos que el gobierno está consciente de que los tiempos de la hegemonía quedaron atrás y que —probablemente— no será posible regresar a ellos incluso si así lo intentara el nuevo presidente. Es un reconocimiento a la pluralidad política que el país vive desde hace varios años, y de la imposibilidad de que el PRI gobierne y legisle como antaño, por sí mismo. Parece haber disposición a la apertura y la inclusión de propuestas y preocupaciones tanto de la oposición como de diversos grupos de la sociedad civil, que han quedado incluidas —al menos en términos generales— en ese pacto.
Parte de ese espíritu parece ser también el ímpetu legislativo de los últimos meses. Hay condiciones favorables para ello. Por un lado, la nueva figura de iniciativa preferente, inaugurada por Felipe Calderón, demostró su utilidad, por más que no cuente con dientes (la afirmativa ficta, en caso de no ser resuelta cada iniciativa por el Congreso en los tiempos contemplados). Se pudo fácilmente desvirtuar dicha figura cuando la reforma laboral fue regresada por el Senado a la Cámara Baja. El PRI parece haber contemplado la oportunidad para relegar la reforma hasta nuevo aviso —quizá como sanción al PAN, que en el Senado incumplió lo pactado en la Cámara Baja— con lo cual la figura de iniciativa preferente hubiera quedado desvirtuada y sin eficacia futura. Pero la intervención de Peña Nieto para que se aprobara la reforma en los tiempos contemplados salvó esta figura. Y es que a Peña le conviene contar con dicho instrumento, que podrá utilizar en 24 ocasiones a lo largo de su gobierno. Pero el impulso legislativo se explica también por otros factores. De alguna forma conviene a todos los partidos importantes y al propio gobierno agilizar la aprobación de iniciativas y reformas. Peña tiene que mover las cosas para no caer en la inmovilidad improductiva, además de enviar el mensaje de que está dispuesto a adecuarse a las condiciones políticas de pluralismo y contrapesos, y gobernar con ellas; el PRI necesita reivindicarse como un partido distinto a lo que fue en el siglo XX, viendo al futuro más que al pasado; el PAN, al quedarse prácticamente sin autoridad moral ni credibilidad, requiere presentarse al menos como oposición responsable, más que como un partido resentido que busca obstruir a quien le arrebató el poder; y al PRD modernizador le conviene crear una imagen de oposición institucional y coadyuvante en los cambios, para revertir la automarginación y el obstruccionismo sistemático que mostró el pasado sexenio. Se trata de ganarse la confianza de un sector del electorado que eventualmente pueda ser mayoritario y llevarlo al poder, pero que lo haría sólo con un partido que apueste a la institucionalidad y se comporte de manera responsable en ese terreno. Esta corriente institucional ha aprendido de sobra que bajo el juego de semilealtad —aceptar las reglas vigentes para obtener recursos y prebendas, pero desconociendo toda derrota y pateando el tablero cuando eso ocurre— se puede obtener el apoyo de amplios segmentos del electorado, pero no los necesarios para convertirse en opción real de gobierno.
Desde luego, la corriente modernizadora del PRD enfrentará la crítica y condena de quienes consideran que entrar en la negociación legislativa con los alfiles de la mafia equivale a traicionar su ideario, a claudicar de los propios principios, a convalidar un imaginario fraude o convertirse en paleros de la oligarquía. Por lo que para la corriente extrainstitucional —los obradoristas dentro y fuera del PRD— la única estrategia posible y congruente es la automarginación, la oposición sistemática a cualquier reforma fruto de la negociación interpartidaria e incluso la movilización callejera para abortarlas, porque representan una imposición de la mafia que se concreta a partir del PRIAN. Pactar con ese engendro bicéfalo de la oligarquía representa alta traición a la causa —y de paso a la patria— así se incluyan algunas de las viejas demandas y propuestas de la izquierda. Pese a ello, los tres partidos más grandes —y los que se le sumen— podrán capitalizar haber impulsado y aprobado las reformas que bajo este espíritu logren salir adelante. Pero habrá que ver hasta cuándo se mantienen estas condiciones, y hasta dónde pueden llevarnos.
cres5501@hotmail.com
Investigador del CIDE
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