9/15/2014

(Neo) Liberalismo y educación en México: Un matrimonio por conveniencia en pleno divorcio


Colectivo La digna voz

Una vez consumada la revolución francesa, la burguesía triunfante empezó el proceso de su entronización como clase dominante extendiendo la mano a los trabajadores prometiéndoles un mundo de abundancia, libertad e igualdad. La concesión de los derechos políticos exigía, según ella, un ciudadano educado que lo convertiría en el motor de la modernización, clave para el paraíso liberal. La burguesía tenía muy claro que la única manera de enterrar el viejo régimen pasaba por arrebatarle a la aristocracia y el clero el control de la educación y poder así conformar una nueva conciencia colectiva, más acorde con sus propósitos marcados por el individualismo y la competencia. Sin embargo, dos siglos después, las necesidades del capital se han modificado lo suficiente como para que los liberales de hoy renuncien a la educación pública en aras de aumentar sus márgenes de ganancia y el control social necesario para lograrlos. Las necesidades provocadas por la industrialización en el siglo XIX fueron la base para que millones de campesinos emigraran a las ciudades para convertirse en potenciales asalariados. Los procesos de la producción industrial y del sector de servicios necesitaban una mano de obra más educada, capaza de llevar adelante procesos de producción y distribución de mercancías. Pero al mismo tiempo, la burguesía no estaba dispuesta a seguir gastando en la capacitación de sus trabajadores por lo que empezó a trasladar ese costo a la sociedad, obligando al estado a configurar un sistema educativo que desarrollara en los trabajadores nuevas capacidades y las habilidades necesarias para aumentar su productividad e innovación técnica. Tradicionalmente, el obrero aprendía a trabajar en la fábrica, en su espacio de trabajo, pero el ritmo frenético de la industrialización necesitaba de mano de obra capacitada que se incorporara a la producción con capacidades ya adquiridas. Es entonces cuando surge el sistema educativo nacional, liberal, que a la par que se erigía como instrumento de la justicia social servía a los intereses del capital.

Este proceso inició en los países centrales como Francia e Inglaterra, enfocándose primordialmente en la educación básica –el ciudadano debería saber leer y escribir para poder defender sus derechos y convertirse en un ciudadano activo políticamente, defensor y promotor de derechos- pero tuvo enorme influencia en la conformación de sistemas educativos nacionales a lo largo y ancho del mundo. En el caso mexicano, ya desde las primeras décadas se concibe a la educación como un proceso indispensable para romper con las inercias del virreinato. La educación de corte lancasteriano es un primer intento de conformar un sistema nacional aunque el estado cedió el control a los administradores del enfoque educativo. No fue sino hasta mediados del siglo XIX cuando se empezaron a gestar propuestas más acabadas, que giraban alrededor de la conformación de una conciencia nacional y del mejoramiento de la capacidad productiva de los trabajadores; maestros como Enrique C. Rébsamen y Carlos A. Carrillo contaron con el apoyo del estado mexicano para conformar un sistema nacional educativo que incorporara a su práctica los últimos avances en materia pedagógica así como la progresiva unificación de programas y perfiles profesionales de los maestros en todo el país. Un paso importante fue la creación de las escuelas normales que se encargaría de formar a los maestros necesarios para enfrentar semejante tarea.

Sin embargo, y a pesar de los esfuerzos de un sector de los liberales mexicanos, la educación a lo largo del siglo XIX en México fue más una intención que una realidad. La mayoría de la población siguió estando marginada de la escuela y no fue hasta los años del cardenismo y sobre todo de los gobiernos de Ruiz Cortines y López Mateos que el proyecto liberal educativo logró llegar a las mayorías, gracias a la inversión social dirigida a construir escuelas, editar libros de textos, formar y contratar a miles y miles de maestros. En consecuencia el crecimiento del sector educativo obligó al estado a incorporar a los maestros en la dinámica corporativa del régimen posrevolucionario, reconociendo sus organizaciones gremiales y colocándolos en un lugar importante del entramado político institucional. Esto explica la fundación en 1943 del Sindicato Nacionales de Trabajadores de la Educación (SNTE) que aglutinó a todos los maestros del país. Y fue entonces cuando se intensificaron los conflictos entre los maestros y el estado, toda vez que el reconocimiento oficial de sus organizaciones gremiales incluía al charrismo sindical, que cerró las puertas a la democracia interna y colocó a la corrupción y tráfico de influencias como moneda corriente en su vida interna así como su subordinación al presidente en turno. El clientelismo cobró su factura y la divisa de la relación entre el estado y los maestros fue: tú me das, yo te doy, aunque claro de manera desigual. Tú me apoyas con tus votos, yo te reconozco tus derechos, siempre y cuando estos no rebasen mi línea de tolerancia, o sea cuestionen el poder de la clase dominante.

Tal vez por lo anterior, las principales luchas de los maestros han tenido que ver con la demanda de democracia interna. Fue el caso del movimiento magisterial encabezado por Othón Salazar, a fines de los años cincuenta en la ciudad de México, y que fue salvajemente reprimido por el estado; o el surgimiento de la Coordinadora de la Educación de los Trabajadores de la Educación (CNTE) en 1979. Sin embargo, con el desmantelamiento del estado de bienestar, los conflictos magisteriales agregaron a sus demandas tradicionales otras demandas que tenían que ver con sus condiciones laborales, con la permanencia del sistema educativo nacional surgido de la revolución mexicana. Lo que está en juego ahora es precisamente la existencia del sistema educativo nacional y como consecuencia, el trabajo de los maestros.

A lo largo de los últimos treinta años, el estado mexicano ha sufrido una serie de transformaciones, entre las que destaca el lugar de la educación en los nuevos planes de la burguesía, con la finalidad de mantener los rendimientos del capital al alza a costa de lo que sea. Las luchas magisteriales se inscriben así en un ciclo de luchas que enfrenta el empobrecimiento generalizado de la población y la marginación sistemática de las mayorías: entre menos participen en la política mejor. El corporativismo en México es hoy apenas una sombra de lo que fue, pues el estado neoliberal ha prescindido de esa máscara, confiado en la despolitización de amplios sectores de la población y en su alianza con el capital internacional.
En el caso de Veracruz, la decadencia del charrismo sindical ha sido contenida en parte por los esfuerzos de los gobiernos estatales y los políticos que, controlados desde el centro del país, no les importa cargar con el desprestigio de líderes sindicales que son más una carga que una ayuda. Y a estos últimos no les importa vivir del engaño y la simulación permanente, dependientes del poder público como siempre. De hecho es lo único que saben hacer. Lo que tal vez no saben, o prefieren no saber, es que en la medida en que las reformas neoliberales avancen, su importancia política disminuirá geométricamente y eventualmente desaparecerán. La fragmentación paulatina de la representación sindical de los maestros en el estado es una muestra clara de lo anterior, por no mencionar los márgenes de autonomía entre la lideresa hoy en desgracia y el invisible líder nacional del SNTE en nuestros días.

Sin embargo, la violencia social imperante en el estado, la crisis económica y el desprestigio de la política institucional son obstáculos importantes para comprender las limitaciones de las luchas magisteriales. En todo caso, por su tradición y por su número, los maestros veracruzanos son un actor relevante en los conflictos políticos que hoy enfrentan. Sus movilizaciones son un referente importante en el ámbito nacional y representan una esperanza, no sólo para los trabajadores de la educación y para los millones de estudiantes, sino para todos los que concebimos a la educación como un derecho y no como una mercancía. La defensa de sus derechos laborales en realidad es la defensa de un sistema educativo acorde con el artículo tercero constitucional: laico, gratuito y obligatorio. Y es aquí en donde radica la legitimidad de sus luchas y su popularidad entre amplias franjas de la población.

El que el neoliberalismo considere públicamente a la educación, a los maestros y a los estudiantes como mercancías ha cancelado definitivamente ese matrimonio por conveniencia celebrado hace dos siglos. El estado neoliberal considera que ese matrimonio está agotado y no ha parado en los últimas tres décadas por consumar el divorcio; agotado el ciclo liberal iniciado con la revolución francesa, la educación resulta hoy un elemento menor para el desarrollo del capital. La simplificación y robotización de los procesos de producción han logrado que los trabajos más comunes hoy sean los que exigen menos capacidades y habilidades adquiridas en los centros educativos. Basta leer la sección de anuncios clasificados para comprobarlo.

Es por ello que el movimiento magisterial podría empezar a redimensionar sus luchas, no ya para mantener o revitalizar ese matrimonio perverso sino para concebir perspectivas nuevas que, sin olvidar a todos aquellos que dieron su vida para mantener con vida al sistema educativo nacional posrevolucionario, conciban una educación para la emancipación, para la libertad y la autonomía de pensamiento. Una educación que ponga en el centro al ser humano y no a los procesos de producción que convierten al educando y al maestro en simple mercancía, en una pieza más de la estructura productiva. Liberado de su secuestro corporativo, el magisterio se convierte en sujeto histórico autónomo, consciente de su responsabilidad social y promotor de un mundo en donde quepan muchos mundos.


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