“Yo sí creo que el arte elige, elige a sus espectadores. Creo que el
arte se dirige a una inmensa minoría, y esa inmensa minoría no puede
ser la minoría del dinero, ni de la posición, sino algo más oscuro, más
secreto…Pero también creo que el arte es, ante todo, una actitud
independiente e individual frente a la vida”: Octavio Paz.
“Cada
poema es único. En cada obra late, con mayor o menor grado, toda la
poesía. Cada lector busca algo en el poema. Y no es insólito que lo
encuentre: Ya lo llevaba dentro”: Octavio Paz.
Una
mujer tendida en la explanada del Palacio Nacional de Bellas Artes. Una
mujer creada por Henry Moore toma la lluvia, toma el sol, enreda sus
sueños en las alas del Pegaso, mira la aguja de la torre
Latinoamericana. Viene desde el Museo de San Diego. Una mujer tendida,
espera. Con ella comienza la exposición “Esto nos deja ver aquello”, el
homenaje a Octavio Paz a cien años de su nacimiento. En los años
veinte, Henry Moore descubre en una publicación la figura de Chac Mool
y queda fascinado por ella. En diciembre de 1953, a los 55 años,
visita México por única vez y la figura del Chac Mool se le pega a la
piel. Algo tiene que hacer con ella. De esa postura corporal, entre la
languidez y la fuerza, vendrán sus trabajos “figuras reclinadas” que
representan sobre todo cuerpos femeninos.
La mujer tendida
entonces, creada por un escultor inglés hipnotizado por la cultura
maya, llega a México como quien visita de alguna manera la tierra de
sus ancestros. Y sí, sus ancestros en el imaginario de Moore, y en la
manera en la cual la cultura maya inspiró una parte de su obra. Los
entrecruzamientos de la experiencia humana, en la vida como en el arte.
¿Y que sería el arte, sino la vida en sus infinitas metáforas?
Somos
así, seres de imaginación, de creatividad y de palabras…a la búsqueda.
A la búsqueda de respuestas para nuestras preguntas, pero tal vez sobre
todo, somos tejedores de preguntas. Moore encontró en México esas
formas que lo interpelaron en ese momento de su vida. Las encontró
porque las andaba buscando. Somos así, la concreción de
entrecruzamientos conscientes e inconscientes, reconocidos o no, somos
–cada una/o- los depositarios de cantidad de historias que confluyen en
una historia que es la nuestra.
Y
esas influencias, esos amores, esas formas, esas búsquedas en la vida
de Octavio Paz, es lo que nos regala la exposición en su honor, curada
por Héctor Tajonar, y con museografía a cargo de Miguel Fernández
Felix. Como si el poeta nos ofreciera su larga carta de navegación a
través de los artistas que fue visitando. Hay un lugar, por ejemplo,
que se llama Picasso. Hay un lugar que se llama Marcel Duchamp, y otro
que se llama Gironella. Paz se encontró en sus obras, y escribió de
ellas. Así se da el vaivén entre los escritos de Paz y la selección
expuesta.
“La ‘petricidad’ de la escultura mexicana que tanto
admira Henry Moore es la otra cara de no menos rigor conceptual. Fusión
de la materia y el sentido: la piedra dice; y la idea se vuelve piedra”.
Creo
que la mujer tendida en la explanada de Bellas Artes se llama Clarice.
No podría explicarlo, pero algo me murmura su nombre. Es probable que
haya leído a Octavio Paz, o quizá sólo escuchó hablar de él y de su
Premio Nobel. A la mejor nada de nada. Podríamos imaginar que Clarice
simplemente pasaba por allí, y se recostó a descansar. Después, en un
impulso entra a Bellas Artes. Quiere mirar. Lo suyo es sobre todo
mirar. Mira los árboles, mira a los paseantes, mira los detalles de la
fachada del edificio, mira los mármoles. Entra a la exposición como una
continuidad en su empeño de seguir mirando. Más de 200 obras. Qué
banquete, se dice. Libros objeto, pintura, escultura, gráfica,
fotografía, grabado, piezas prehispánicas.
Aunque después en su
memoria (tan selectiva a como es la memoria) las imágenes de lo visto
lleguen en el desorden marcado por la preferencia y por los afectos, la
exposición tiene un orden: “El cubismo y Picasso”, “Marcel Duchamp.
Apariencia desnuda”, “Caminos a la abstracción”, “La subversión
surrealista”, “La sonrisa de Eros” y “La otredad mesoamericana”, “Las
dos conquistas: la de las armas y la de las almas”, “Mestizaje y
milagro”, “Academia y cultura popular”, “Revoluciones y revelaciones”.
“Manchas,
marañas. Después, todo se desvanece. Ya estamos ante lo ilimitado, ante
lo que Michaux llama lo ‘transreal’. Antes de las formas de los
nombres. El más allá de lo visible que es también el más allá de lo
decible”, escribió Paz. “Todo se desvanece y todo se recrea”, piensa
Clarice. Primero sigue el orden exacto de la exposición, es una
costumbre a la que llama: “el tour de la señorita aplicada”. Sabe que
apenas salga de la exposición vuelve a entrar, sigue el tour de “la
señorita desmelenada por sus emociones y guiada por la imperiosidad de
sus sentidos”. En ambas visitas hay, por supuesto, un orden. El primero
es el orden exterior: el de la curaduría, el de la lógica de la
exposición. El segundo es un orden interior: regresar a las obras que
nos llaman.
Le gusta Picasso en esa época de cuerpos y
realidades fragmentadas. ¿Quién podría asegurar por dónde quedan
realmente los ojos, una nariz, las manos? Le gustan Gris y Braque.
Escucha –en una pequeña sala de video- la entrevista en la que Paz
explica su experiencia con Duchamp. Ajá. El Duchamp que convirtió el
mingitorio en una celebridad. El apasionado de la cotidianidad, lo
fugaz. El instante. Hace muy poco Bellas Artes trajo a Picasso con
obra, y con momentos de vida tomados por la cámara de David Douglas
Duncan. “Bellas Artes es como una inmensa cajita mágica”, piensa
Clarice, antes de entrar a la sala en donde un Motherwell la atrapa
como si fuera una tela de araña, y ella una arañita despistada. Nunca
había visto una pintura de Motherwell, no sabía que existía. Una gran
mancha negra y una gran mancha roja. Un Paul Klee. Un Felguérez
espectacular.
Un pequeño cuadro de André Breton, en la sección
“La subversión surrealista”. Breton y sus Manifiestos surrealistas, el
recuperador de sueños que hizo un arte de su largo y empecinado
“pleito” con la razón occidental. Breton y su reivindicación de la
emoción y el juego, su encantamiento con México y con la obra de Frida
Kahlo. Escribió Paz: “Breton amaba la novedad y la sorpresa en arte,
pero el término invención no era de su gusto; en cambio, en muchos de
sus textos brilla con luz inequívoca el sustantivo revelación…la
voluntad surrealista de borrar las fronteras entre el arte y la vida”.
Y luego llega Frida. Clarice la admira desaforadamente porque ella sí
que supo “borrar las fronteras”. Hacer de cada lienzo un pedacito de su
piel que habla. A veces suavecito como en sus pinturas de frutas (en
exposición) a veces como quien se arranca de sí misma, para
aprehenderse a sí misma. El intimismo, de Frida.
“La
giganta” de Leonora Carrington. Cerquita de ella, siempre tan cerquita
de ella: Remedios Varo. Clarice lee las citas que hacen de Paz en el
catálogo: “Pintora y escritora, Leonora Carrington pertenece a varias
mitologías: a la celta y a la mexicana, a la del surrealismo en uno de
sus momentos más locos y a la de Alicia en el país de los espejos. No
es una poeta: es un poema que camina, sonríe, abre un paraguas que se
vuelve un pájaro, un pájaro que se vuelve un pescado y desaparece en el
fondo del lago. Los cuadros de Leonora son enigmas: debemos oír sus
colores y bailar con sus formas sin nunca tratar de descifrarlos. No
son cuadros misteriosos sino maravillosos”. Esta es la cita que más le
gusta. No sólo para una creadora surrealista, sino para cada objeto.
Bailar un mediodía de domingo, más allá de la realidad, bailar por las
salas en esta ciudad que de golpe, sala tras sala se convierte en
tantas ciudades, de tantos países.
Un torso femenino desnudo.
Viene del este de la India, viene del siglo XI. Clarice supone que está
tallado en madera, pero no podría jurarlo. Comienzan las salas de “La
sonrisa de eros”, esas a las que regresa corriendo en la segunda visita
de “la señorita desmelenada por sus emociones y guiada por la
imperiosidad de sus sentidos”. Juraría que es la sala más fascinante,
afirmación que es por supuesto, una arbitrariedad. “El cuerpo de la
mujer como un homólogo del altar védico y el rito sexual vivido como
una metáfora del antiguo sacrificio ígneo. Ambos rituales tienden a la
abolición de los contrarios que nos constituyen y que sin cesar se
combaten y nos desgarran-a nosotros y al mundo: lo femenino y lo
masculino, el esto y el aquello”. Clarice anota en su cuaderno:
“vedas”, para buscarlo después, tiene la vaguísima memoria de haberlos
estudiado en la escuela.
Balthus. Dos. Hermosísimos de arrancar
lágrimas. Balthus y sus niñas, adolescentes, mujeres tan sensuales y
tan lánguidas. Esa obsesión del pintor por los cuerpos femeninos que
posan tan entregados y tan distantes. Esas poses de abandono, como si
las formas se quedaran reposando sobre el sofá de una sala, mientras la
imaginación del personaje vuela, sabe dónde, vuela. Las femineidades
ofrecidas y ausentes de Balthus. Las manzanas de Georgia O’Keefe que
recrean un sexo femenino, junto a las frutas de Kahlo y a los caracoles
de María Izquierdo. “La bailarina desnuda”, de Zárraga. “La Madonna” de
Edvard Munch. “La Madonna es la conjunción de todos los poderes
naturales, es tierra y es agua, es hierba y es playa, la luna y la
bahía, pero sobre todo es tigre. La contradicción universal –vida y
muerte- encarna en la lucha entre los sexos”. La fascinante fascinación
de Paz, por los avatares de la diferencia sexual.
“Esta
es mi sala”, pensó Clarice, y encendió su cigarro eléctrico frente a un
Mandala tibetano. “Una anda a la búsqueda de un centro que está adentro
suyo. Toda la vida es el largo camino para intentar llegar allí. Pero
tengo la impresión que los centros se disfrazan, se velan, se mueven de
sitio. Somos entonces nuestras constantes, esos hilitos conductores que
se mantienen a lo largo de la vida”. Suspira. Mira la pintura de los
rábanos de Diego Rivera. “Somos también nuestras inconstancias, cuando
se nos revelan repetitivas”, y en un giro, se tropezó a lo lejos con
Francis Bacon
La sala dedicada a Sor Juana Inés de la Cruz en
homenaje a “Sor Juana Inés de la Cruz o las trampas de la fe”. “Sor
Juana se hizo monja para poder pensar”, escribió Paz. La sala de las
piezas prehispánicas: máscaras de jade. Un príncipe Olmeca en el que
Clarice se detiene muchísimo porque es su ancestro. “Del príncipe
olmeca a la obra de Gironella. De la máscara de jade a las rupturas de
Duchamp. De un incensario cuya descripción nunca logró descifrar ni con
los lentes puestos, a la obra de Max Ernst; qué hermosa tela de araña,
la que tejieron. El recorrido de una vida: la de Octavio Paz, que nos
llama a conocer tantas otras. Clarice anota los nombres de los pintores
en su cuaderno, anota y anota con su letra cachureca que luego, ella
misma, a duras penas logra entender.
Las/los artistas: Henry
Moore, Alberto Gironella, Picasso, Juan Gris, Braque, Marcel Duchamp,
Joan Miro, Kandinsky, David Alfaro Siqueiros, Jackson Pollock, Tapies,
Robert Mortherwell, Noguchi, Paul Klee, Manuel
Felguérez, Mark Rothko, Adja Yunkers, Vicente Rojo, Lilia Carrillo,
Wilfrido Lam, Jacqueline Lamba, Henri Michaux, Masson, Man Ray, Alice
Rahon, Yves Tanguy, Max Ernst, Frida Kahlo, Remedios Varo, Wolfgang
Paalen, Leonora Carrington, Georgia O’Keefe, José Luis Cuevas, María
Izquierdo, Edvard Munch, Francis Bacon, Diego Rivera, Pedro Coronel,
Balthus, Zárraga, Juan Soriano, Marie-José Paz, Chillida, Gunter
Gerzso, Roberto Matta, André Breton, Manuel Álvarez Bravo, Brian
Nissen, De Kooning. Cuenta nueve artistas mujeres, es probable que se
le hayan escapado algunas. No es que espere una “cuota de género” en
cada exposición, de veras no, podría rayar en lo ridículo, pero tiene
–así nada más- esa manía de contar.
“Los
privilegios de la vista”, son los dos tomos (en las obras completas) en
los que Octavio Paz plasmó sus vínculos con las artes visuales. “A
partir de sus textos sobre el arte…hemos hecho esta curaduría, desde
tres niveles: la literalidad, la interpretación y la recreación…” dijo
Héctor Tajonar. La obra nos llega de 98 distintos museos mexicanos y
extranjeros: Fundación Joan Miró de Barcelona, San Francisco Museum of
Modern Art, Museo Nacional Centro de Arte Reina Sofía, Museu Picasso de
Barcelona, Philadelphia Museum of Art, Tate Britain, Israel Museum, The
Museum of Fine Arts of Houston. The Noguchi Museum, Centre Pompidou,
San Diego Museum of Art, Brooklyn Museum, Museum of Modern Art of New
York. Muy impresionante.
“En cada obra late, con mayor o menor
grado, toda la poesía. Cada lector busca algo en el poema. Y no es
insólito que lo encuentre: Ya lo llevaba dentro”. Clarice sale de
Bellas Artes, la explanada está llena a pesar y con la lluvia. Cuántos
jóvenes. Clarice sale y se funde –de nuevo- en esa escultura de la
mujer tendida. Estamos hechos de entrecruzamientos: el joven darketo
en el cinito de la colonia Roma, es el mismo que jala sus largos
cabellos frente a una pintura de Gironella. Se reconocen y se sonríen.
Esa
escultura, la del inglés que se enamoró de Chac Mool y que se llevó su
enamoramiento hasta el otro lado del Atlántico, cruza el mar y se nos
regresa. Estamos hechos de entrecruzamientos. Vengan a mirar, que bien
vale la alegría. Vengan.
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