Gustavo Gordillo/II
La Jornada
Las principales transformaciones recientes en el campo pueden resumirse en cinco aspectos.
Resalta en el sector el crecimiento desigual –aguacates, berries,
tomates, cerveza–, en medio de un magro dinamismo del conjunto de
actividades agropecuarias y forestales. Las consecuencias se aprecian en
términos de pobreza, en donde poco más de 50 por ciento de la población
en pobreza extrema habita en localidades rurales y la tasa de pobreza
extrema es notoriamente superior en zonas rurales (17.4 por ciento) que
en zonas urbanas (4.4 por ciento).
La sociedad rural se ha transformado profundamente. Se ha envejecido y
se ha feminizado como producto, sobre todo, de la migración. La
agricultura ha dejado de ser fuente principal de ingresos para la
mayoría de los hogares rurales, pero la producción de alimentos generada
en la pequeña producción rural es clave para la seguridad alimentaria
del país. En el campo sigue viviendo entre 20 y hasta 38 por ciento de
la población total, dependiendo de la definición de población rural –sea
2 mil 500 o 15 mil habitantes la frontera entre lo urbano y lo rural.
La sociedad rural es fundamental para el desarrollo del país, más
allá de las cifras sobre PIBA, por el conjunto de bienes ambientales,
culturales y económicos que provee y podría proveer hacia el futuro a la
sociedad nacional.
La sociedad rural es extraordinariamente compleja y diversa.
Coexisten diversas lógicas productivas y sociales expresadas en las
diversas tipologías que se han elaborado para los productores
agropecuarios. Reconociendo la enorme heterogeneidad rural, se podría
proponer una tipología de familias rurales basada en cinco estrategias
que siguen en general los hogares rurales: hogares con participación
activa en los mercados agrícolas (pequeños productores orientados a los
mercados), hogares compuestos por productores de autosubsistencia;
hogares orientados al mercado de trabajo que dependen del salario
agrícola o ingresos no agrícolas; hogares determinados por la migración y
el envío de remesas, y, finalmente, hogares diversificados que obtienen
ingresos de la agricultura, de las actividades no agrícolas, así como
de las remesas. La importancia de cada una de estas estrategias es
distinta, dependiendo del peso del sector rural medido tanto en términos
económicos como sociales y políticos.
Desde los años 90 se afirmaba que las políticas agropecuarias basadas
en un modelo tecnológicamente ineficiente habían llevado a graves
deterioros del capital natural: suelos, agua, vegetación primaria,
bosques y selvas. La consecuencia es que se requieren políticas
diferenciadas, responsables ambientalmente y con un fuerte anclaje en el
desarrollo regional para que permitan una transformación en la matriz
tecnológica y en las condiciones de desigualdad y pobreza.
En resumen, el campo mexicano exhibe demográficamente tres
características: un envejecimiento de los propietarios ejidales en medio
de una fuerte presencia de jóvenes subocupados o desocupados, un grado
importante de feminización en las actividades productivas rurales y una
cartera de ingresos de los hogares muy diversificada. Un alto porcentaje
de las familias rurales tienden a obtener la mayor parte de sus
ingresos de actividades rurales no agrícolas, de salarios agrícolas o de
transferencias públicas o privadas; dicho de otra manera, funcionan
como unidades económicas multiactivas.
Desde un punto de vista político, los mecanismos de gobernabilidad en
el campo estaban asociados al funcionamiento de los ejidos y
comunidades –a partir de sus autoridades y asambleas– como sostén de las
localidades rurales y de los gobiernos municipales. Al debilitarse los
mecanismos internos de los ejidos y comunidades se afectan la cohesión
social de las comunidades, la capacidad de gobernanza de los municipios y
el manejo sustentable del capital natural. A este tema dedicaré mi
siguiente artículo.
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