Como es de comprenderse, lo trascendente no es la separación de
Germán Martínez, sino el debate sobre los planes del gobierno de López
Obrador para combatir la corrupción a lo largo y ancho de la
administración pública. ¿Es posible alcanzar el éxito si se comienza con
hacer concesiones a los circuitos de la gran corrupción? Sabemos que no
se puede de un momento a otro acabar con la mordida callejera y de
ventanilla, pero eso no debería poder decirse de la corrupción realizada
por mafias que operan dentro y fuera del Estado.
La austeridad es un tema diferente al de la lucha contra la
corrupción, aunque uno y otro tienen muchas conexiones. Una
administración austera no busca gastar menos, sino más, pero en lo que
es debido, sin derroche. La plataforma de lucha contra la corrupción no
busca “ahorrar” dinero, sino evitar el robo, con lo que se preservan
fondos para usarlos en otros propósitos señalados como prioritarios.
Se han reducido programas y partidas de gasto puramente operativo,
burocrático, pero sobre todo se han combatido sobreprecios, desviación
de fondos, aviadurías, moches y grandes mordidas, amén de huachicoleos. Esto apenas empieza; así lo debemos esperar y exigir.
Si López Obrador aflojara el paso, de seguro que el nuevo gobierno
fracasaría. Precios alterados de insumos, pagos en demasía, negocios con
recursos públicos, concesiones amañadas, contratos a modo, peculados y
muchas más formas de corrupción han formado parte del sistema político.
No estamos hablando de “vicios”, sino de articulaciones delincuenciales
construidas dentro del poder político.
Queda por completo claro que el Estado corrupto no existe en forma
aislada, sino articulado a la economía y a la cultura. No debería, por
tanto, combatirse sólo mediante tiros de precisión, por lo que se está
usando la denuncia pública y el desmantelamiento de estructuras legales
para modificar al Estado, incluyendo políticas como las salariales y las
garantías de derechos sociales.
A México, como a otros países, le ha tocado un capitalismo
salvajemente neoliberal, pero al mismo tiempo una de las peores
combinaciones de aquél: la corrupción como sistema. De tal suerte, la
redistribución del ingreso y el establecimiento del Estado democrático y
social no son factibles sin un proceso simultáneo de desarticulación
del Estado corrupto.
Las cifras de condonaciones fiscales dadas a conocer por Andrés
Manuel hace unos días se nos revelan como una fotografía política: véase
el primer año de mandato de Peña Nieto, con más de 200 mil millones de
pesos de impuestos condonados, que fueron parte del pago de
financiamientos políticos ilícitos y demás apoyos para gastos
electorales y para otros mecanismos de poder. Todas las aportaciones
privadas se pagaban y, al mismo tiempo, en esas exacciones se creaban
nuevos fondos para financiar la futura actividad política. Ésta, en
México, ha sido muy cara: de una forma o de otra todo el dinero tenía
que ser aportado por el Estado.
La nueva administración no podía arribar a entidades y organismos
públicos con la idea de ir mejorando las cosas. Esa actitud hubiera sido
un error fatal. Si se quiere transformar hay que remover el aparato
administrativo anterior. Esto incluye al Seguro Social, donde desde
tiempos muy remotos ha sido una tradición ocupar las delegaciones en los
estados como referentes políticos de grupos y figuras del poder. Ya no
se hable, por sabido, de los sobreprecios de los insumos médicos: esos
sí que son “inhumanos”.
Pero como es hasta cierto punto natural, cada error administrativo ha
de ser magnificado por los conservadores para defender su viejo Estado
corrupto. Hasta ahora, la resistencia ha sido moderada, pero quizá
pronto se haga virulenta. Si el gobierno de AMLO mantiene la firmeza
suficiente podrá ganar esa lucha. Pero si empezara a postergar acciones y
a ceder ante los circuitos de la corrupción con sus referentes en
empresas y políticos tradicionales, todo se vendría abajo. Es más, para
algunos, el ritmo actual es aún lento y no va a tomar velocidad
organizando insustanciales subastas de aviones y automóviles, las cuales
resultan ridículas en lugar de espectaculares.
Si no se admite el freno o la tesis de la cautela, entonces es
preciso empujar. Si así fuera, se podría empezar a combatir la
corrupción cotidiana, la que golpea más directamente a la ciudadanía:
bajar hasta el primer peldaño de la escalera, el más alejado de la
cúspide del poder.
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