Aún en un clima de profunda
conmoción, mucho se ha hablado y escrito los últimos días sobre los
hechos ocurridos el pasado viernes en el Colegio Cervantes, en Torreón,
Coahuila, cuando un niño de 11 años ingresó con dos armas a la escuela,
asesinó a su maestra, hirió a seis personas y se quitó la vida. El hecho
ha desatado muchas dudas respecto a las condiciones de seguridad de
nuestras escuelas y ha llamado de nuevo la atención general sobre los
entornos de violencia a los que nuestra sociedad está expuesta,
particularmente las niñas, niños y adolescentes.
Con frecuencia, el dolor y la consternación lo mismo paralizan que
producen reacciones viscerales, como algunas de las que hemos visto
recién. Por ello, lo primero que se impone es suspender el juicio
automático, el simplismo y el cortoplacismo y privilegiar nuestra
empatía y solidaridad con todos quienes se vieron directamente
involucrados en la tragedia. En nuestra actual circunstancia es muy
importante recordar que es en la capacidad de empatía y no en el
sentimiento de superioridad y sus correlatos –como la sospecha y la
criminalización a priori del otro– donde descansan la fortaleza y la salud del vínculo social.
En clave educativa, la empatía supone reconocer, en principio, que
acompañar a niñas, niños y jóvenes en su proceso de formación, es un
hecho complejo y atravesado por las determinaciones de la historia y que
ni el ámbito escolar es impermeable a las condiciones de su contexto ni
ninguno de los diversos actores que intervienen en esta tarea puede
cargar por sí solo con toda la responsabilidad. No obstante, pareciera
que la historia educativa de nuestro país en las décadas recientes se ha
desarrollado a contrapelo de ese par de principios que parecen obvios;
lo que ha privado es una dinámica de atomización e interrupción de los
circuitos de diálogo y colaboración de los múltiples participantes en el
proceso educativo.
Así, la violencia en el entorno educativo no es un tema nuevo en
nuestra historia y no ha hecho más que elevar sus niveles de gravedad
hasta llegar a la tragedia del 10 de enero; a pesar de ello, no se han
construido políticas y estrategias con una perspectiva integral que
prevea y favorezca la participación articulada de los distintos actores
educativos. Desde hace décadas se han realizado numerosos estudios
relacionados con la violencia infantil y la delincuencia juvenil. Para
darnos una idea, en 1998 se hablaba de hasta 17 mil jóvenes involucrados
en actos delictivos; desde entonces, las estadísticas de violencia en
niñas, niños y adolescentes y en entornos educativos no nos dan motivos
para pensar que la situación haya mejorado.
De acuerdo con la Consulta Infantil y Juvenil del IFE de 2012, una
quinta parte de los menores de entre seis y 15 años de edad sufre
maltrato en su casa. Paralelamente, según el Estudio internacional sobre la enseñanza y el aprendizaje 2013,
de la OCDE, México tiene el porcentaje más alto (30 por ciento) entre
33 naciones participantes en número de docentes que reportan daño físico
causado por la agresión entre alumnos, pues sus estudiantes lo sufren
al menos una vez a la semana, casi cinco veces más que la media del
estudio.
Con base en éste, el índice de participación en actos de violencia en
primarias es de 34.8 por ciento, mientras en secundarias sube a 38.6
por ciento. El índice de violencia fuera de los establecimientos
escolares en las primeras es de 60.9 por ciento y en las segundas, de
60.7 por ciento. Otros estudios (Castillo y Pacheco, 2008) señalan que
74.6 por ciento de los jóvenes observa que en sus escuelas hay
compañeros a quienes se les ignora y se les deja solos.
Si a este panorama le sumamos la profunda crisis de las instituciones
sobre las que descansaba en buena medida la fortaleza de los lazos que
brindaban sentido de pertenencia, estabilidad social y personal (la
familia, la Iglesia, las comunidades vecinales y las propias escuelas)
podemos comprender la urgencia de atender la violencia en el entorno
educativo y en poblaciones juveniles desde un enfoque integral y
articulado.
Frente a la tragedia del Colegio Cervantes no funciona echar mano de
la lógica de buenos y malos y apelar a la política de mano dura que esa
lógica inspira. Ante un hecho como éste, la frontera entre víctimas y
victimarios se vuelve borrosa, de manera que operativos como Mochila segura
sólo son paliativos que no atienden las causas de la violencia, como ya
lo han advertido la CNDH y la Red por los Derechos de la Infancia en
México.
Estados Unidos ha sufrido también las consecuencias del armamentismo y
de una mala atención a la violencia en el entorno educativo. Desde la
masacre de Columbine, 124 estudiantes han muerto en el vecino país por
disparos en las aulas, un promedio de cinco estudiantes por año. En
México, país que recibe cerca de 200 mil armas anualmente, debemos
procurar la construcción de espacios armónicos para nuestras juventudes
si pretendemos evitar escenarios como la crisis profunda que vive
Estados Unidos en relación con actos de violencia dentro de comunidades
educativas.
Debemos reaprender a vernos como parte de una totalidad y
preguntarnos –así, en primera persona del plural–: ¿cuál es nuestra
responsabilidad, por omisión o por comisión en esta y otras tragedias
cotidianas que tienen en el centro a niños y jóvenes? Expresiones
trágicas como la del Cervantes dan cuenta de la necesidad de abordar la
violencia desde sus causas y no sólo desde sus consecuencias; subraya la
urgencia de reivindicar activamente la imperiosa tarea colectiva de
reconstruir tejidos sociales que hoy se encuentran rotos, donde el papel
de las comunidades educativas es crucial para edificar una cultura de
paz que debe estar acompañada de condiciones de vida digna especialmente
para las generaciones más jóvenes.
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