Cuando la clase media sufre...
MARCELA TURATI
Para los nuevos desempleados –entre los que se incluyen cada vez más integrantes de la casi extinta clase media mexicana– los días se acumulan sin horizonte... Sus roles domésticos incluso se han invertido o, de plano, se difuminan. Para algunos todavía parece importante cuidar las apariencias, pero otros se resignan a recibir ayuda y se aíslan cada vez más. Contar con estudios superiores y hasta posgrados ya no es garantía: el drama de la sobrevivencia diaria en México está marcando a todos.
Es hijo de diplomático, estudió letras hispánicas en la UNAM y habla español, inglés y chino. Hasta abril era gerente de una aerolínea mexicana en el aeropuerto de Shanghai y vivía con su esposa y su hijo en China. Desde que la influenza pulverizó su puesto de trabajo no se ha colocado: vive en la colonia Peralvillo, está en el buró de crédito, tuvo que echar mano del dinero que ahorraba para su hijo, racionó sus gastos y se permite gastar 15 pesos al día en internet para buscar empleo. La crisis no le da para más. “Esto es un lujo”, dice con una sonrisa resignada, mirando el vaso de café Starbuks que bebe al momento de la entrevista. Como para avalar su identidad, lo que llegó a ser cuando trabajaba, saca de su cartera la tarjeta de presentación que usaba en su último empleo en la que se lee: Rodrigo Cerda Orozco, duty manager, Pudon Internacional Airport, Shanghai.
Él, como las otras personas que aparecen en este reportaje, afronta como puede el desempleo que alcanzó la cifra más elevada en 13 años. Todos ellos se animaron a ponerle su rostro al paro que viven 3 millones de mexicanos porque se rebelan a bajar la mirada, a que se les vea en forma condescendiente o como sospechosos de algún defecto que les impida ocuparse. “Es duro. Pensé que había pasado de estrato económico y de repente caer, tener dificultad para pagar mis cuentas, angustiarme porque ¡chin, nos gastamos 300 pesos en la cuenta! Ya dejamos de ir al cine, de salir a comer, de ir con amigos a tomar algo, de comprar cosas. A mi hijo le debo dinero porque tuvimos que agarrar de su cochinito”, dice el treintañero, ávido de hablar. Después confesará: le sirve como desahogo. Como otros, sólo comparte con su esposa su miedo a que el empobrecimiento se prolongue. Le molestan las miradas de pena que percibe en algunos de sus conocidos. Él, como la mayoría de los nuevos desempleados, lleva con decoro su situación y rechaza la sugerencia de que sea otro quien pague alguna de sus cuentas o siquiera su café. “Soy algo orgulloso.
Me cuesta aceptar que estoy pasando esta crisis, me cuesta”, dice Rodrigo. Batalló para aceptar que su mamá inscriba a su hijo en una escuela privada y le pague las colegiaturas, pero tuvo que ceder porque considera que “la educación oficial es malísima”. Su esposa está en casa, deprimida, y tampoco ha podido encontrar trabajo. Por ahora, los Cerda sobreviven de dos clases particulares de inglés que él imparte y le ocupan tres días enteros, porque tarda cuatro horas en el puro traslado. Él está en litigio contra la aerolínea que lo invitó a Shanghai, le prometió sueldo de ejecutivo, le pidió que sufragara los gastos de mudanza con sus propios ahorros hasta conseguirle visa de trabajo, y lo despidió justo después de que ayudó a que salieran de China los mexicanos varados durante la crisis de la influenza.
La idea de ser indemnizado y de recibir la llamada de alguna empresa que requiera sus habilidades lo mantiene firme. Días largos La desocupación en México afecta a casi siete de cada 100 personas en edad productiva. Sólo el último año aumentó en un millón la cifra de damnificados del desempleo y, de acuerdo con el Centro de Reflexión y Acción Laboral, 90% de quienes están en paro tenían experiencia laboral. A este drama se suma el hecho de que 4 millones de personas necesitan trabajar más horas para completar el gasto y de que en los últimos 10 años se ha perdido 60% del poder de compra de quienes todavía perciben algún ingreso, según el Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM. En suma, al menos 7 millones de personas viven la crisis por el desempleo, el subempleo o la precariedad. Y sortean esta situación con esfuerzo, sufrimiento y solidaridad familiar. Distinto a lo que se cree, ninguno de los entrevistados se pasa el día en el sofá viendo tele.
Todos son unos verdaderos maestros de la supervivencia: tienen como rutina levantarse temprano, alistar a los hijos –si los hay– para la escuela, recorrer oficinas de empleo, dejar currículos, hacer labores hogareñas, dedicar horas de navegación por internet para mandar solicitudes de empleo y preguntar a sus conocidos por ofertas de trabajo. La búsqueda de empleo les ocupa el día y la mayoría de sus pensamientos. El trabajo se vuelve una fijación que los mantiene presionados. Como si fuera una película que se pueda adelantar y retrasar, examinan cada tramo de su último desempeño laboral para detectar fallas. Algunos no se perdonan haber rechazado una oportunidad que les pareció de bajo nivel y que hoy aceptarían, y se lo recriminan una y otra vez.
El comunicólogo Rodrigo Teja Anaya deja a su hija en la guardería a las nueve de la mañana y regresa a casa a navegar unas cuatro horas en internet: recorre sitios como zonajobs.com, boomerang.com, empleo.com y páginas del gobierno en busca de puestos vacantes. Trabajaba en El Papalote Museo del Niño, pero, al igual que su tocayo, lo despidieron a raíz de la crisis de la influenza. “Mando unos 10 currículum al día relacionados con mi perfil y cinco más que no tienen que ver con mi carrera ni con mi experiencia ni con el sueldo que quiero. En dos meses me han hablado de tres lugares”, narra en un Vips donde se realiza la entrevista, aunque aclara que se desacostumbró a comer en restaurante.
Varias de las ofertas que le hicieron, en las que solicitaban licenciados en comunicación y ofrecían 9 mil pesos al mes, resultaron estafas: “Fui de traje como me pedían, llegué y vi que lo que ofrecían era participar en la típica pirámide de productos para bajar de peso, en la que si te quedas tienes que poner 500 o mil pesos y terminas pagando tus productos, tu línea telefónica y rentando el cubículo a la empresa que te contrata”. No por nada, en varias páginas de búsqueda de empleo se advierte contra los estafadores. Lo que a Rodrigo más le ha costado en esta crisis es tener que quedarse en casa, porque estaba acostumbrado a hacer su vida en la calle. También tuvo que adaptarse a no tener llena la alacena. “La mamá de mi hija me ayuda mucho en eso, me ofrece que coma de lo que tiene en su casa, y mi mamá y la mamá del amigo con el que comparto departamento nos mandan comida. Y cuando no hay, te aguantas el hambre, o pasas el día con un cereal en la panza”, dice.
A pesar de las cifras que reportan el despeñadero económico, él no cree que en México haya desempleo y considera que lo suyo es una mala racha. “Todos te dicen: ‘échale ganas’, pero no es echándole ganas como consigues trabajo; es más bien no cayendo en la depresión”. La soledad La mayoría de los que se encontraron un día en la calle sin empleo ha eliminado las comidas fuera de casa, los gastos en diversión, los paseos, y muchas veces ha sacado a sus hijos de escuelas privadas para pasarlos a públicas. Los que pudieron, salvaron la conexión a internet, su ancla con el mundo. Pero todos podaron su círculo de amigos. Confían su situación sólo a las personas más cercanas; ante los demás se tragan lo que están viviendo, porque el desempleo llega a convertirse en motivo de exclusión social.
“Hay una cosa cabrona del desempleo: te vas aislando poco a poco, porque muchas veces las dinámicas de consumo son el eje de la convivencia”, explica Juan Martínez, quien a sus 39 años está a punto de irse a Argentina a probar suerte porque en México ve canceladas sus oportunidades. Allá, un buen amigo le ofrece techo, comida y lo invita a un nuevo proyecto. Los integrantes del Club Copa Vive el Automovilismo, aficionados que se reúnen cada miércoles en un bar a beber cerveza, hablar de carros y de vaguedades, también han resentido la crisis. De los 50 que eran –la mayoría empresarios y profesionistas–, una docena perdió su fuente de ingreso: dejaron de participar en las carreras, aunque siguen acudiendo al bar. “¡Eh, mantenido, ya ponte a trabajar!”, es la broma que se hace contra los sin-empleo. “Estoy en mi año sabático, me toca que me mantengan”, es la fórmula con la que los aludidos se defienden. “Normalmente bromeamos mucho con eso de que somos el ‘club de los desempleados’, pero de pronto dejan de ser bromas, porque varios ya no se aparecen: algunos tenían hipotecas, muchos empezaron a vender sus coches; la mayoría tiene unos seis a 10 meses de gracia para mantenerse con su presupuesto, pero empieza a vencerse el plazo y dejan de venir”, dice Eduardo Escárpita, un abogado egresado del ITAM que hasta hace unos días pertenecía al “club” y acabó estrenándose en un nuevo empleo.
En febrero, Eduardo abandonó el despacho para el que trabajaba porque adquirió la franquicia de un restaurante y porque tenía asegurado otro empleo formal. Pero “a los 15 días de que renuncié ocurrió lo del dólar y me cerró las oportunidades, porque todos los despachos cerraron puertas. Aun recomendado me decían: ‘espérate a marzo’, y luego hasta octubre. Y la influenza empeoró todo. Para mi negocio fueron meses mortales”. Debido a la tardanza para ubicarse en un empleo, tuvo que posponer tres veces su boda. No se imaginaba inaugurándose en esa nueva etapa de su vida sin salir a trabajar. “Mi novia me insistía: ‘vamos a salir adelante, tuviste un buen trabajo, sé quién eres y cómo te manejas’.
Pero yo sabía que no podía mantener nuestro tren de vida”, explica. Se le ve contento porque en cuanto supo que acababa de ser contratado fijó por fin la fecha de su matrimonio para noviembre. A los 30 años de edad, la crisis implica muchas veces ponerle una pausa a la vida, mantenerla en suspenso, esperar a mejores épocas. Pero cada vez se ve más lejana la posibilidad de ahorrar, de tener un empleo fijo y escalar a un puesto mejor, de contar con derechos laborales y jubilarse con una pensión digna. En estos tiempos, empleo no significa progreso. A la mayoría de la población, un trabajo no la mantiene alejada de la pobreza. “Me pregunto si nunca voy a poder casarme, tener un departamento propio, tener un hijo… si siempre voy a ser freelance, mal pagada, sin contrato. No sé si tendré que ocuparme en otra cosa para la que no estudié”, reflexiona angustiada Claudia, una periodista de 34 años. Ya en varios trabajos sus jefes le habían pedido su cuota de sexo por mantenerse en el cargo, y ni así se salvó de los recortes.
La activista de derechos humanos Perla Gómez se queja frustrada de que durante años ha luchado por ser feminista, autosuficiente, por “tener una habitación propia”, como aconsejaba la escritora Virginia Woolf, y sin embargo tener que depender ahora de alguien. “Odio tener que estirar la mano para que mi esposo me dé dinero y me mantenga. Es horrible”, se queja con sus amigas. Dramas familiares Con el desempleo, la dinámica familiar cambia. La mayoría de los desempleados entrevistados acepta que han aumentado sus peleas domésticas. Se han sentido más deprimidos, irritables y ansiosos. Los hombres tienen que aprender a quedarse más tiempo en el hogar y se estrenan en las labores domésticas. En los matrimonios donde ella es la que trabaja y él no, algunas mujeres se desesperan por la situación de sus maridos. Es el caso de Martín Melchor Quezada, quien lleva tres años en litigio con Telecom por despido injustificado, el mismo tiempo que ha visto cuestionado su papel y ha luchado por adaptarse a la camisa de fuerza que es quedarse en casa. “Desempleado no vale uno: no te ven igual tus amigos, tu familia, ya no te dan la atención como antes, pierdes tus amistades.
Es algo muy fuerte. A uno se le valora por el trabajo, por el ingreso. Estuve a punto de perder a mi familia porque ya no aportaba dinero. Mi esposa no me daba la misma atención”, dice este hombre de 45 años, quien, de ser jefe de oficina telegráfica, se convirtió en tianguista. Este mes lo reinstalan y le pagan salarios caídos, aunque dice que nada compensa la tristeza. El licenciado en mercadotecnia con maestría en logística Emilio Vadillo toma su desempleo como “año sabático” porque él –haciendo cálculos, estirando aquí, recortando allá, echando mano de sus ahorros– ha podido darse ese lujo. Ahora es el amo de casa. Su rutina consiste en despertar a sus niñas, prepararles el refrigerio, llevarlas a la escuela, hacer ejercicio, navegar por internet, tomar un diplomado y clases de inglés por las tardes. Se decidió a capacitarse más para estar listo al momento en que pueda reinsertarse. “Mi esposa trabaja en un nivel similar al que yo tenía, tenemos dos hijas y los papeles cambiaron.
La idea era que ella dejara de trabajar este año, pero no sucedió así; ahora yo me hago más responsable del cuidado de mis hijas, de los pagos, del mantenimiento de la casa. Ufff. Es difícil aceptar que tienen que cambiar tus actividades y esperar, porque la espera es larga.” Buena cara Los mayores de 35 años libran una lucha contra el tiempo. Cada semana que pasa, cada cumpleaños, cada cana, los va dejando fuera del mercado laboral. Algunos sienten vergüenza por la acumulación de días en paro, como si eso los hiciera sospechosos ante los posibles empleadores. Sospechosos de holgazanería, de falta de aptitudes, de debilidad de carácter. El tablero de empleos que ofrece la empresa de recursos humanos Manpower, ubicada cerca del World Trade Center, exhibe ocho vacantes, en su mayor parte para varones con una edad máxima de 35 años, con inglés en varios casos como requisito. “La edad me ha limitado”, explica la pedagoga Guadalupe Quiroz, de 52 años, una mujer de impecable maquillaje, uñas cuidadas, ropa ejecutiva. Trabajaba 12 horas diarias como bibliotecaria por 4 mil pesos al mes en el Instituto de Turismo y Gastronomía, hasta que la despidieron.
Todas sus quincenas las vivió con la angustia de la guillotina laboral. Ahora recurre al comedor popular del gobierno capitalino en la colonia Niños Héroes, en la delegación Benito Juárez, donde diario hace fila para recoger cuatro platillos –a 10 pesos cada uno– para sus dos hijos y su madre, que dependen de ella. Está tomando un curso de call center en Banamex, pero no sabe si la contratarán. Y en cuanto platica su drama, comienza a llorar de tristeza. Para las madres solteras, los ancianos y los enfermos que se quedan sin empleo ha sido más difícil navegar a contracorriente de la ola que los arrastra al empobrecimiento, hacia el desbarrancadero que comienza a quitar el piso de las clases sociales. Desde hace ocho meses, cuando la despidieron, Osmara Sánchez vive con sus dos hijos en la azotea del departamento de sus papás, en la clasemediera colonia Narvarte, y ahora tiene que llevarse a sus hijos a los comedores populares del gobierno capitalino.
Sentada a la mesa junto a jubilados, amas de casa, enfermos, ancianos, ella comenta: “Yo veo muy difícil la situación. Estás con la angustia de qué va a pasar, de qué vas a hacer si los niños se enferman, si se desata lo de la influenza o si se pone peor. Esto hace que te aísles en casa, no sabes cómo lo vas a resolver. Ahora los de clase media ya somos clase media extra baja y quién sabe dónde vayamos a parar. Sólo hay que seguir poniendo buena cara, no queda de otra”. Este reportaje se publicó en la edición 1719 de la revista Proceso que empezó a circular el domingo 11 de octubre.
Es hijo de diplomático, estudió letras hispánicas en la UNAM y habla español, inglés y chino. Hasta abril era gerente de una aerolínea mexicana en el aeropuerto de Shanghai y vivía con su esposa y su hijo en China. Desde que la influenza pulverizó su puesto de trabajo no se ha colocado: vive en la colonia Peralvillo, está en el buró de crédito, tuvo que echar mano del dinero que ahorraba para su hijo, racionó sus gastos y se permite gastar 15 pesos al día en internet para buscar empleo. La crisis no le da para más. “Esto es un lujo”, dice con una sonrisa resignada, mirando el vaso de café Starbuks que bebe al momento de la entrevista. Como para avalar su identidad, lo que llegó a ser cuando trabajaba, saca de su cartera la tarjeta de presentación que usaba en su último empleo en la que se lee: Rodrigo Cerda Orozco, duty manager, Pudon Internacional Airport, Shanghai.
Él, como las otras personas que aparecen en este reportaje, afronta como puede el desempleo que alcanzó la cifra más elevada en 13 años. Todos ellos se animaron a ponerle su rostro al paro que viven 3 millones de mexicanos porque se rebelan a bajar la mirada, a que se les vea en forma condescendiente o como sospechosos de algún defecto que les impida ocuparse. “Es duro. Pensé que había pasado de estrato económico y de repente caer, tener dificultad para pagar mis cuentas, angustiarme porque ¡chin, nos gastamos 300 pesos en la cuenta! Ya dejamos de ir al cine, de salir a comer, de ir con amigos a tomar algo, de comprar cosas. A mi hijo le debo dinero porque tuvimos que agarrar de su cochinito”, dice el treintañero, ávido de hablar. Después confesará: le sirve como desahogo. Como otros, sólo comparte con su esposa su miedo a que el empobrecimiento se prolongue. Le molestan las miradas de pena que percibe en algunos de sus conocidos. Él, como la mayoría de los nuevos desempleados, lleva con decoro su situación y rechaza la sugerencia de que sea otro quien pague alguna de sus cuentas o siquiera su café. “Soy algo orgulloso.
Me cuesta aceptar que estoy pasando esta crisis, me cuesta”, dice Rodrigo. Batalló para aceptar que su mamá inscriba a su hijo en una escuela privada y le pague las colegiaturas, pero tuvo que ceder porque considera que “la educación oficial es malísima”. Su esposa está en casa, deprimida, y tampoco ha podido encontrar trabajo. Por ahora, los Cerda sobreviven de dos clases particulares de inglés que él imparte y le ocupan tres días enteros, porque tarda cuatro horas en el puro traslado. Él está en litigio contra la aerolínea que lo invitó a Shanghai, le prometió sueldo de ejecutivo, le pidió que sufragara los gastos de mudanza con sus propios ahorros hasta conseguirle visa de trabajo, y lo despidió justo después de que ayudó a que salieran de China los mexicanos varados durante la crisis de la influenza.
La idea de ser indemnizado y de recibir la llamada de alguna empresa que requiera sus habilidades lo mantiene firme. Días largos La desocupación en México afecta a casi siete de cada 100 personas en edad productiva. Sólo el último año aumentó en un millón la cifra de damnificados del desempleo y, de acuerdo con el Centro de Reflexión y Acción Laboral, 90% de quienes están en paro tenían experiencia laboral. A este drama se suma el hecho de que 4 millones de personas necesitan trabajar más horas para completar el gasto y de que en los últimos 10 años se ha perdido 60% del poder de compra de quienes todavía perciben algún ingreso, según el Centro de Análisis Multidisciplinario de la Facultad de Economía de la UNAM. En suma, al menos 7 millones de personas viven la crisis por el desempleo, el subempleo o la precariedad. Y sortean esta situación con esfuerzo, sufrimiento y solidaridad familiar. Distinto a lo que se cree, ninguno de los entrevistados se pasa el día en el sofá viendo tele.
Todos son unos verdaderos maestros de la supervivencia: tienen como rutina levantarse temprano, alistar a los hijos –si los hay– para la escuela, recorrer oficinas de empleo, dejar currículos, hacer labores hogareñas, dedicar horas de navegación por internet para mandar solicitudes de empleo y preguntar a sus conocidos por ofertas de trabajo. La búsqueda de empleo les ocupa el día y la mayoría de sus pensamientos. El trabajo se vuelve una fijación que los mantiene presionados. Como si fuera una película que se pueda adelantar y retrasar, examinan cada tramo de su último desempeño laboral para detectar fallas. Algunos no se perdonan haber rechazado una oportunidad que les pareció de bajo nivel y que hoy aceptarían, y se lo recriminan una y otra vez.
El comunicólogo Rodrigo Teja Anaya deja a su hija en la guardería a las nueve de la mañana y regresa a casa a navegar unas cuatro horas en internet: recorre sitios como zonajobs.com, boomerang.com, empleo.com y páginas del gobierno en busca de puestos vacantes. Trabajaba en El Papalote Museo del Niño, pero, al igual que su tocayo, lo despidieron a raíz de la crisis de la influenza. “Mando unos 10 currículum al día relacionados con mi perfil y cinco más que no tienen que ver con mi carrera ni con mi experiencia ni con el sueldo que quiero. En dos meses me han hablado de tres lugares”, narra en un Vips donde se realiza la entrevista, aunque aclara que se desacostumbró a comer en restaurante.
Varias de las ofertas que le hicieron, en las que solicitaban licenciados en comunicación y ofrecían 9 mil pesos al mes, resultaron estafas: “Fui de traje como me pedían, llegué y vi que lo que ofrecían era participar en la típica pirámide de productos para bajar de peso, en la que si te quedas tienes que poner 500 o mil pesos y terminas pagando tus productos, tu línea telefónica y rentando el cubículo a la empresa que te contrata”. No por nada, en varias páginas de búsqueda de empleo se advierte contra los estafadores. Lo que a Rodrigo más le ha costado en esta crisis es tener que quedarse en casa, porque estaba acostumbrado a hacer su vida en la calle. También tuvo que adaptarse a no tener llena la alacena. “La mamá de mi hija me ayuda mucho en eso, me ofrece que coma de lo que tiene en su casa, y mi mamá y la mamá del amigo con el que comparto departamento nos mandan comida. Y cuando no hay, te aguantas el hambre, o pasas el día con un cereal en la panza”, dice.
A pesar de las cifras que reportan el despeñadero económico, él no cree que en México haya desempleo y considera que lo suyo es una mala racha. “Todos te dicen: ‘échale ganas’, pero no es echándole ganas como consigues trabajo; es más bien no cayendo en la depresión”. La soledad La mayoría de los que se encontraron un día en la calle sin empleo ha eliminado las comidas fuera de casa, los gastos en diversión, los paseos, y muchas veces ha sacado a sus hijos de escuelas privadas para pasarlos a públicas. Los que pudieron, salvaron la conexión a internet, su ancla con el mundo. Pero todos podaron su círculo de amigos. Confían su situación sólo a las personas más cercanas; ante los demás se tragan lo que están viviendo, porque el desempleo llega a convertirse en motivo de exclusión social.
“Hay una cosa cabrona del desempleo: te vas aislando poco a poco, porque muchas veces las dinámicas de consumo son el eje de la convivencia”, explica Juan Martínez, quien a sus 39 años está a punto de irse a Argentina a probar suerte porque en México ve canceladas sus oportunidades. Allá, un buen amigo le ofrece techo, comida y lo invita a un nuevo proyecto. Los integrantes del Club Copa Vive el Automovilismo, aficionados que se reúnen cada miércoles en un bar a beber cerveza, hablar de carros y de vaguedades, también han resentido la crisis. De los 50 que eran –la mayoría empresarios y profesionistas–, una docena perdió su fuente de ingreso: dejaron de participar en las carreras, aunque siguen acudiendo al bar. “¡Eh, mantenido, ya ponte a trabajar!”, es la broma que se hace contra los sin-empleo. “Estoy en mi año sabático, me toca que me mantengan”, es la fórmula con la que los aludidos se defienden. “Normalmente bromeamos mucho con eso de que somos el ‘club de los desempleados’, pero de pronto dejan de ser bromas, porque varios ya no se aparecen: algunos tenían hipotecas, muchos empezaron a vender sus coches; la mayoría tiene unos seis a 10 meses de gracia para mantenerse con su presupuesto, pero empieza a vencerse el plazo y dejan de venir”, dice Eduardo Escárpita, un abogado egresado del ITAM que hasta hace unos días pertenecía al “club” y acabó estrenándose en un nuevo empleo.
En febrero, Eduardo abandonó el despacho para el que trabajaba porque adquirió la franquicia de un restaurante y porque tenía asegurado otro empleo formal. Pero “a los 15 días de que renuncié ocurrió lo del dólar y me cerró las oportunidades, porque todos los despachos cerraron puertas. Aun recomendado me decían: ‘espérate a marzo’, y luego hasta octubre. Y la influenza empeoró todo. Para mi negocio fueron meses mortales”. Debido a la tardanza para ubicarse en un empleo, tuvo que posponer tres veces su boda. No se imaginaba inaugurándose en esa nueva etapa de su vida sin salir a trabajar. “Mi novia me insistía: ‘vamos a salir adelante, tuviste un buen trabajo, sé quién eres y cómo te manejas’.
Pero yo sabía que no podía mantener nuestro tren de vida”, explica. Se le ve contento porque en cuanto supo que acababa de ser contratado fijó por fin la fecha de su matrimonio para noviembre. A los 30 años de edad, la crisis implica muchas veces ponerle una pausa a la vida, mantenerla en suspenso, esperar a mejores épocas. Pero cada vez se ve más lejana la posibilidad de ahorrar, de tener un empleo fijo y escalar a un puesto mejor, de contar con derechos laborales y jubilarse con una pensión digna. En estos tiempos, empleo no significa progreso. A la mayoría de la población, un trabajo no la mantiene alejada de la pobreza. “Me pregunto si nunca voy a poder casarme, tener un departamento propio, tener un hijo… si siempre voy a ser freelance, mal pagada, sin contrato. No sé si tendré que ocuparme en otra cosa para la que no estudié”, reflexiona angustiada Claudia, una periodista de 34 años. Ya en varios trabajos sus jefes le habían pedido su cuota de sexo por mantenerse en el cargo, y ni así se salvó de los recortes.
La activista de derechos humanos Perla Gómez se queja frustrada de que durante años ha luchado por ser feminista, autosuficiente, por “tener una habitación propia”, como aconsejaba la escritora Virginia Woolf, y sin embargo tener que depender ahora de alguien. “Odio tener que estirar la mano para que mi esposo me dé dinero y me mantenga. Es horrible”, se queja con sus amigas. Dramas familiares Con el desempleo, la dinámica familiar cambia. La mayoría de los desempleados entrevistados acepta que han aumentado sus peleas domésticas. Se han sentido más deprimidos, irritables y ansiosos. Los hombres tienen que aprender a quedarse más tiempo en el hogar y se estrenan en las labores domésticas. En los matrimonios donde ella es la que trabaja y él no, algunas mujeres se desesperan por la situación de sus maridos. Es el caso de Martín Melchor Quezada, quien lleva tres años en litigio con Telecom por despido injustificado, el mismo tiempo que ha visto cuestionado su papel y ha luchado por adaptarse a la camisa de fuerza que es quedarse en casa. “Desempleado no vale uno: no te ven igual tus amigos, tu familia, ya no te dan la atención como antes, pierdes tus amistades.
Es algo muy fuerte. A uno se le valora por el trabajo, por el ingreso. Estuve a punto de perder a mi familia porque ya no aportaba dinero. Mi esposa no me daba la misma atención”, dice este hombre de 45 años, quien, de ser jefe de oficina telegráfica, se convirtió en tianguista. Este mes lo reinstalan y le pagan salarios caídos, aunque dice que nada compensa la tristeza. El licenciado en mercadotecnia con maestría en logística Emilio Vadillo toma su desempleo como “año sabático” porque él –haciendo cálculos, estirando aquí, recortando allá, echando mano de sus ahorros– ha podido darse ese lujo. Ahora es el amo de casa. Su rutina consiste en despertar a sus niñas, prepararles el refrigerio, llevarlas a la escuela, hacer ejercicio, navegar por internet, tomar un diplomado y clases de inglés por las tardes. Se decidió a capacitarse más para estar listo al momento en que pueda reinsertarse. “Mi esposa trabaja en un nivel similar al que yo tenía, tenemos dos hijas y los papeles cambiaron.
La idea era que ella dejara de trabajar este año, pero no sucedió así; ahora yo me hago más responsable del cuidado de mis hijas, de los pagos, del mantenimiento de la casa. Ufff. Es difícil aceptar que tienen que cambiar tus actividades y esperar, porque la espera es larga.” Buena cara Los mayores de 35 años libran una lucha contra el tiempo. Cada semana que pasa, cada cumpleaños, cada cana, los va dejando fuera del mercado laboral. Algunos sienten vergüenza por la acumulación de días en paro, como si eso los hiciera sospechosos ante los posibles empleadores. Sospechosos de holgazanería, de falta de aptitudes, de debilidad de carácter. El tablero de empleos que ofrece la empresa de recursos humanos Manpower, ubicada cerca del World Trade Center, exhibe ocho vacantes, en su mayor parte para varones con una edad máxima de 35 años, con inglés en varios casos como requisito. “La edad me ha limitado”, explica la pedagoga Guadalupe Quiroz, de 52 años, una mujer de impecable maquillaje, uñas cuidadas, ropa ejecutiva. Trabajaba 12 horas diarias como bibliotecaria por 4 mil pesos al mes en el Instituto de Turismo y Gastronomía, hasta que la despidieron.
Todas sus quincenas las vivió con la angustia de la guillotina laboral. Ahora recurre al comedor popular del gobierno capitalino en la colonia Niños Héroes, en la delegación Benito Juárez, donde diario hace fila para recoger cuatro platillos –a 10 pesos cada uno– para sus dos hijos y su madre, que dependen de ella. Está tomando un curso de call center en Banamex, pero no sabe si la contratarán. Y en cuanto platica su drama, comienza a llorar de tristeza. Para las madres solteras, los ancianos y los enfermos que se quedan sin empleo ha sido más difícil navegar a contracorriente de la ola que los arrastra al empobrecimiento, hacia el desbarrancadero que comienza a quitar el piso de las clases sociales. Desde hace ocho meses, cuando la despidieron, Osmara Sánchez vive con sus dos hijos en la azotea del departamento de sus papás, en la clasemediera colonia Narvarte, y ahora tiene que llevarse a sus hijos a los comedores populares del gobierno capitalino.
Sentada a la mesa junto a jubilados, amas de casa, enfermos, ancianos, ella comenta: “Yo veo muy difícil la situación. Estás con la angustia de qué va a pasar, de qué vas a hacer si los niños se enferman, si se desata lo de la influenza o si se pone peor. Esto hace que te aísles en casa, no sabes cómo lo vas a resolver. Ahora los de clase media ya somos clase media extra baja y quién sabe dónde vayamos a parar. Sólo hay que seguir poniendo buena cara, no queda de otra”. Este reportaje se publicó en la edición 1719 de la revista Proceso que empezó a circular el domingo 11 de octubre.
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