Editorial La Jornada
El gobierno federal anunció ayer una serie de medidas
para el uso eficiente, transparente y eficaz de los recursos públicos, y de las acciones de disciplina presupuestaria en el ejercicio del gasto público, entre las que figura una reducción de 5 por ciento a las percepciones de los mandos medios y superiores de la administración pública, la congelación de contrataciones de personal eventual o por honorarios –salvo en casos de
incremento no previsto de actividadesde alguna dependencia–, la cancelación de puestos
homólogos a los de estructura, así como la realización, en cada instancia del gobierno federal, de diagnósticos sobre su estructura orgánica, procesos internos y gastos operativos.
Tales propósitos resultan positivos, en principio, frente a los
niveles desmesurados a que ha llegado el gasto corriente del gobierno
federal, injustificables en cualquier circunstancia, en especial en la
que atraviesa el país actualmente, caracterizada por un crecimiento
económico a todas luces insuficiente y por la incapacidad o falta de
voluntad del Ejecutivo para cumplir con sus obligaciones básicas hacia
la población en materias como seguridad, educación, salud y promoción
del desarrollo. A la luz de los resultados puede decirse que en décadas
recientes México ha padecido un gobierno desorbitadamente caro y
trágicamente ineficiente, y que el presupuesto público, cuyas
dimensiones corren parejas con las de la corrupción, lejos de ser un
factor para el desarrollo, se ha convertido en uno más de sus
obstáculos.
Por otra parte, es pertinente recordar que hace seis años, en los
primeros días de diciembre de 2006, Felipe Calderón anunció un recorte
de 10 por ciento a los ingresos de los mandos medios y altos del
gobierno federal, medida que, ante los dispendios y la frivolidad de su
administración, resultó ser mero lucimiento propagandístico de inicio
de sexenio. Otro punto de referencia que debe mencionarse es la
propuesta formulada en aquel año, y repetida en éste, por Andrés Manuel
López Obrador, quien en las respectivas campañas políticas ofreció
recortar a la mitad los salarios de los altos funcionarios federales,
acción que ya había aplicado en el Gobierno del Distrito Federal entre
2001 y 2005 y que permitió –esa sí– ahorros significativos y mayor
eficiencia en la administración capitalina.
Sin
duda, el país requiere con urgencia de una política de austeridad, no
sólo por razones económicas sino también políticas: el mantenimiento
del aparato del Estado recae principalmente en los sectores menos
favorecidos y en las clases medias, los cuales han venido enfrentando
alzas regulares en los impuestos y las tarifas y han experimentado, en
contraste, una caída injustificable en la calidad y la extensión de los
servicios gubernamentales. Ello, a la larga, se traduce en irritación
y, a fin de cuentas, en estrechamiento de los márgenes de
gobernabilidad.
Hay, por añadidura, una razón moral: en sus niveles medio y alto, e
incluso sin tomar en cuenta la corrupción, el servicio público se ha
convertido en un espacio de privilegio y de acentuación de las
intolerables desigualdades sociales que caracterizan al México
contemporáneo. Por todos esos motivos, el mero enunciado de medidas de
austeridad constituye un signo alentador, aunque resulta necesario
pasar de las palabras a los hechos, adoptar medidas que vayan más allá
de los propósitos publicitarios y realmente reduzcan el costo del
gobierno e incrementen su efectividad y, sobre todo, es preciso que
éste haga del ahorro y la racionalidad en el gasto una política para
seis años.