Axel Didriksson
Emilio Chuayffet, titular de la SEP.
Foto: Benjamin Flores
Foto: Benjamin Flores
MÉXICO,
D.F. (Proceso).- Lo que más está cambiando en el mundo, y no es fácil
ubicar algo que lo esté haciendo en forma más perseverante, son los
conocimientos, los aprendizajes y la educación. Pero esto no ocurre en
México, que tiene más de tres décadas de atraso monumental en el tema y
ahora presenta un nuevo secretario de Educación del grupo priista más
añejo y tradicional, con un programa (o, de manera más precisa, con
algunas ideas sueltas) cargado de viejas fórmulas, que apuntan a la
continuación de la degradación pedagógica y educativa en la que nos
encontramos. Así comienza este gobierno.
El tamaño de la crisis educativa no puede ser afrontado con el perfil de un político experto en maniobras de partido, de movilidad ascendente en puestos de poder y de lealtades personalísimas, como es el caso de Emilio Chuayffet, ni con las ideas vagas y conservadoras con las que se anuncia la política gubernamental para el sector educativo. No se trata, ni debe ser visto así, de la llegada de un secretario de Estado, al área donde se padece la degradación social más extensa, para frenar los infinitos apetitos políticos de los miembros de la cúpula del SNTE ni para hacer a un lado a Elba Esther Gordillo. Sería verdaderamente una bajeza pensar que Peña Nieto ha designado a Emilio Chuayffet para hacer un trabajo sucio contra un personaje tan decadente como la lideresa del SNTE. No valdría la pena, ni debe pensarse que con echarla por la borda los enormes problemas educativos del país tendrían visos de solución. Para nada.
Podría ser hasta lo contrario, porque si esa fuera la pretensión lo único que se lograría sería arreciar una pugna inútil entre sectores priistas del más viejo cuño que ahondarían la actual descomposición del sistema educativo nacional. Peor aún, se repetirían en magnitud insospechada las peleas y diatribas con las que se la pasaron Elba Esther y los secretarios panistas de la SEP, y en verdad que ya no estamos para tales desmesuras. Ni son necesarias ni valen la pena, y no creo que para eso estén ubicando en el escritorio de Vasconcelos a Emilio Chuayffet.
Los problemas del sector no pueden afrontarse, ni remotamente, con más pruebas hacia los maestros (con la propuesta de poner en marcha el “Servicio Profesional de Carrera Docente” y de crear un “Sistema Nacional de Evaluación Educativa”); ni con la idea (nada nueva) de que “ha llegado la hora de la verdadera revolución educativa”, como la acuñó en su momento Jesús Reyes Heroles en funciones de secretario de Educación, y que culminó con una embestida terrible en contra de algunas universidades populares de entonces; ni con el acopio de estadísticas sobre la planta docente. Vale decir, las cosas no van a cambiar sólo con esas pequeñas ideas, que buscan un efecto más bien mediático.
En las propuestas de inicio de este gobierno no se ve ninguna idea sobre la magnitud de la desigualdad educativa y la baja cobertura escolar; nada respecto de lo que se ha distorsionado en materia de aprendizajes y conocimientos, o sobre el bajo nivel del gasto por alumno y la inequidad en la distribución del mismo gasto por entidades de la República; tampoco nada en torno a la obsolescencia de la currícula y la baja inversión en nuevas tecnologías; ninguna propuesta sobre la construcción de nuevas universidades públicas o sobre la regulación de las patito, el mejoramiento de la infraestructura escolar, la salud de los estudiantes y la participación ciudadana, entre muchas otras prioridades bastante más significativas que las señaladas. Con un programa de unas dos o tres iniciativas se pretende enmendar lo que es la peor crisis que se ha vivido en la historia del sistema educativo nacional. Parches, con un encargado para hacer remiendos al que no se le conoce oficio en lo estrictamente educativo.
La designación de un personaje como Emilio Chuayffet en la SEP suena más bien a que la educación se considera un trampolín político más que una tarea de responsabilidad social, y que la educación sólo debe ser tomada en cuenta para alcanzar el dominio y la imagen que busca presentar el grupo compacto ungido en el poder, desde sus principios de gobernabilidad, adquiridos y practicados por lustros: cooptar, reprimir, sojuzgar o hacer demagogia. Chuayffet está hecho para manejarse con soltura en estas tareas.
No debería aceptarse sin más una nueva reforma educativa parchada que modifique, otra vez, el artículo 3° constitucional con medidas sin trascendencia. Valdría más discutir en serio sobre lo que significa construir un proyecto de país distinto al que se nos ha dejado como un chiquero, en donde se regocijan delincuentes e ignorantes a los que les gusta demostrar que lo son. Vayamos mejor a una discusión a fondo de lo que implica situar a la educación en el centro de una política social y pongamos a debate lo que esto significa, y, desde allí, observemos si, en verdad, algún político de puertas abiertas y mente experimentada podría dar cuenta de una apertura al diálogo digno y necesario. ¿Será esto harto incomprensible?
El tamaño de la crisis educativa no puede ser afrontado con el perfil de un político experto en maniobras de partido, de movilidad ascendente en puestos de poder y de lealtades personalísimas, como es el caso de Emilio Chuayffet, ni con las ideas vagas y conservadoras con las que se anuncia la política gubernamental para el sector educativo. No se trata, ni debe ser visto así, de la llegada de un secretario de Estado, al área donde se padece la degradación social más extensa, para frenar los infinitos apetitos políticos de los miembros de la cúpula del SNTE ni para hacer a un lado a Elba Esther Gordillo. Sería verdaderamente una bajeza pensar que Peña Nieto ha designado a Emilio Chuayffet para hacer un trabajo sucio contra un personaje tan decadente como la lideresa del SNTE. No valdría la pena, ni debe pensarse que con echarla por la borda los enormes problemas educativos del país tendrían visos de solución. Para nada.
Podría ser hasta lo contrario, porque si esa fuera la pretensión lo único que se lograría sería arreciar una pugna inútil entre sectores priistas del más viejo cuño que ahondarían la actual descomposición del sistema educativo nacional. Peor aún, se repetirían en magnitud insospechada las peleas y diatribas con las que se la pasaron Elba Esther y los secretarios panistas de la SEP, y en verdad que ya no estamos para tales desmesuras. Ni son necesarias ni valen la pena, y no creo que para eso estén ubicando en el escritorio de Vasconcelos a Emilio Chuayffet.
Los problemas del sector no pueden afrontarse, ni remotamente, con más pruebas hacia los maestros (con la propuesta de poner en marcha el “Servicio Profesional de Carrera Docente” y de crear un “Sistema Nacional de Evaluación Educativa”); ni con la idea (nada nueva) de que “ha llegado la hora de la verdadera revolución educativa”, como la acuñó en su momento Jesús Reyes Heroles en funciones de secretario de Educación, y que culminó con una embestida terrible en contra de algunas universidades populares de entonces; ni con el acopio de estadísticas sobre la planta docente. Vale decir, las cosas no van a cambiar sólo con esas pequeñas ideas, que buscan un efecto más bien mediático.
En las propuestas de inicio de este gobierno no se ve ninguna idea sobre la magnitud de la desigualdad educativa y la baja cobertura escolar; nada respecto de lo que se ha distorsionado en materia de aprendizajes y conocimientos, o sobre el bajo nivel del gasto por alumno y la inequidad en la distribución del mismo gasto por entidades de la República; tampoco nada en torno a la obsolescencia de la currícula y la baja inversión en nuevas tecnologías; ninguna propuesta sobre la construcción de nuevas universidades públicas o sobre la regulación de las patito, el mejoramiento de la infraestructura escolar, la salud de los estudiantes y la participación ciudadana, entre muchas otras prioridades bastante más significativas que las señaladas. Con un programa de unas dos o tres iniciativas se pretende enmendar lo que es la peor crisis que se ha vivido en la historia del sistema educativo nacional. Parches, con un encargado para hacer remiendos al que no se le conoce oficio en lo estrictamente educativo.
La designación de un personaje como Emilio Chuayffet en la SEP suena más bien a que la educación se considera un trampolín político más que una tarea de responsabilidad social, y que la educación sólo debe ser tomada en cuenta para alcanzar el dominio y la imagen que busca presentar el grupo compacto ungido en el poder, desde sus principios de gobernabilidad, adquiridos y practicados por lustros: cooptar, reprimir, sojuzgar o hacer demagogia. Chuayffet está hecho para manejarse con soltura en estas tareas.
No debería aceptarse sin más una nueva reforma educativa parchada que modifique, otra vez, el artículo 3° constitucional con medidas sin trascendencia. Valdría más discutir en serio sobre lo que significa construir un proyecto de país distinto al que se nos ha dejado como un chiquero, en donde se regocijan delincuentes e ignorantes a los que les gusta demostrar que lo son. Vayamos mejor a una discusión a fondo de lo que implica situar a la educación en el centro de una política social y pongamos a debate lo que esto significa, y, desde allí, observemos si, en verdad, algún político de puertas abiertas y mente experimentada podría dar cuenta de una apertura al diálogo digno y necesario. ¿Será esto harto incomprensible?
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