La Jornada
El
artículo 362 del Código Penal vigente para el Distrito Federal
establece sanciones de entre cinco y 30 años de prisión para quienes,
mediante la utilización de sustancias tóxicas, por incendio, inundación o violencia extrema, realicen
ataques a la paz públicao
perturbación de la paz pública. Por añadidura, el artículo 254 impone penas adicionales de cuatro a 10 años de cárcel y de 200 a mil días de multa a quien
integre una organización de hecho de tres o más personas para cometer, en forma permanente o reiterada,
ataques a la paz pública.
Si bien los medios del delito, salvo
la violencia extrema, están claramente tipificados, las figuras de
ataqueo
perturbaciónde la paz pública son ambiguas e indefinidas y crean un enorme margen de arbitrariedad y discrecionalidad para la aplicación de la ley: en ella podrían caber desde una riña callejera hasta un atentado terrorista. La disposición referida puede usarse como una coartada para perseguir, reprimir, condenar y encarcelar a disidentes políticos y sociales según convenga a las autoridades locales en turno, por cuanto cualquiera que participe en una expresión de protesta que derive a la violencia podría, incluso si ha actuado en forma pacífica y legal, ser involucrado en las figuras delictivas señaladas.
Fue precisamente eso lo que ocurrió el pasado primero de diciembre,
cuando, tras los actos vandálicos perpetrados por grupos de choque de
origen y propósitos inciertos, decenas de jóvenes manifestantes y
simples transeúntes fueron capturados con exceso de violencia,
maltratados de diversas maneras y remitidos a la autoridad judicial.
Catorce de esos ciudadanos permanecen recluidos en distintas cárceles,
por más que existen documentos que prueban su palmaria inocencia.
Ayer, un centenar de integrantes del movimiento #YoSoy132 se
manifestaron frente a la Asamblea Legislativa del Distrito Federal en
demanda de la liberación de los 14 y de que sea derogado el artículo
362 del Código Penal capitalino. La exigencia de los manifestantes es
procedente. Sin desconocer la necesidad de perseguir y castigar actos
vandálicos y faltas administrativas como los cometidos en el centro de
esta capital el día de la toma de posesión de Enrique Peña Nieto, la
persistencia del referido numeral es peligrosa, en la medida que
establece sanciones para un delito abstracto, difícilmente reductible
en el ámbito penal y carente de tipificaciones concretas. En esa
medida, el artículo referido representa un peligro para la vigencia de
los derechos humanos y sociales.
Es
inevitable, por otra parte, vincular el contenido del artículo 362 del
Código Penal capitalino con el tristemente célebre delito de
disolución social, creado durante la década de los 40 del siglo pasado con propósitos de persecución política, aplicado a discreción de la autoridad para detener y encarcelar a activistas sociales, líderes políticos y a simples críticos del régimen, y cuya derogación fue uno de los reclamos principales del movimiento estudiantil de 1968, violentamente reprimido por el régimen de Gustavo Díaz Ordaz.
Hoy hay 14 personas a la espera de ser procesadas con base en una
legislación injusta, anacrónica y ambigua, y a partir de los atropellos
policiales documentados por la Comisión de Derechos Humanos del
Distrito Federal, que, como se dio a conocer ayer en estas páginas, no
sólo consistieron en un uso desproporcionado de la fuerza –en 75 por
ciento de las capturas– sino también en una visión discriminatoria y
criminalizadora de los jóvenes.
En suma, en la ciudad capital –que se precia de ser una de las más
progresistas del país– persisten prácticas autoritarias inadmisibles y
la aplicación de leyes que facilitan la discrecionalidad y la
arbitrariedad. Cabe esperar del gobierno y la legislatura locales que
el primero se desista de los cargos que pesan sobre los 14 presos del
primero de diciembre y que permita su liberación, y que la segunda
realice las modificaciones legales pertinentes.
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