Cristina Pacheco
En
la biblioteca de la casa Amigas y Hermanas cinco mujeres escuchan las
recriminaciones de la señorita Pulido, una mujer gruesa, de cabello
ralo que viste una bata blanca con el logotipo
AyA.
–¿No quieren que las trate como niñas? ¡Pues no se porten como si lo
fueran! Y créanme: si a ustedes les disgusta esta reunión les aseguro
que a mí mucho más. Estamos reunidas desde las seis, van a dar las ocho
y seguimos como al principio: en ceros–. La señorita Pulido suaviza el
tono: –Si insisto en que me digan cómo se les ocurrió esa barbaridad no
es por capricho ni morbo, sino para demostrarles a los patronos que no
tuve nada que ver en eso.
–O sea que está defendiendo su puesto– comenta Martha con voz temblorosa y baja.
–Y también que ustedes puedan seguir aquí– agrega la señorita Pulido con la mirada fija en Martha.
El argumento es amenazador; sin embargo las mujeres permanecen
impasibles. Quien las viera con sus cabellos cortos, sus vestidos
camiseros, sus suéteres de lana esponjosa no las imaginaría capaces de
permitirse las libertades que ponen en riesgo su seguridad y el
prestigio de la institución.
–Me sorprende que a sus años...– La señorita Pulido escucha una risa
asordinada: –Ignoro a quien le haya hecho tanta gracia lo que dije pero
desde luego es alguien incapaz de comprender algo importante: lo que
hicieron no fue chistoso. Por el contrario, fue patético y bastante
ridículo.
II
–¿Por qué?
La señorita Pulido reconoce de inmediato el acento de Gloria, la eterna defensora de las causas perdidas.
–¿A qué viene su pregunta? No la entiendo.
–A que usted nos está acusando como si fuéramos criminales o algo peor–. Gloria escucha expresiones de apoyo: –¿Le parece justo?
–Una cosa es acusar y otra muy distinta es decir la verdad. Que ustedes cometieron una falta muy grave.
–Señorita Pulido, no exagere. Sólo fue un juego– asegura Delia, una mujer escuálida y de piel amarillenta.
–Ah, ¿sí? Entonces ¿por qué actuaron en secreto? –La señorita Pulido
espera una respuesta que no llega. –Acepto sin conceder que puedo estar
equivocada. En tal caso, le pregunto a usted si les hablará del jueguito a sus hijos o a sus nietos cuando vengan a verla.
–No, entre otras cosas porque llevan seis meses sin visitarme. Puede
que se pasen otros tantos sin que se asomen por aquí, o a lo mejor se
me aparecen en diciembre–. Delia levanta los hombros: –Se quedarán
quince, veinte minutos...
–Mi gente ¡ni eso! No se para en el asilo porque temen contagiarse
de vejez–. Ely, una mujer menuda que conserva restos de su belleza,
sonríe: –Como si no supieran que esa no se pega: desde que nacemos la
traemos adentro, dobladita como una muda de ropa en la maleta que
llevaremos en el último viaje.
–Ay, Ely, no digas cosas tan tristes–. Raquel, su vecina de cuarto, saca de entre sus ropas un pañuelo: –Ya me hiciste llorar.
–Nos estamos saliendo del tema y urge que aclaremos la situación. No
quiero que el comité me haga responsable de algo en lo que no intervine
ni jamás imaginé que ocurriera–. La señorita Pulido hunde las manos en
las bolsas de su bata blanca, gira hacia la ventana: –Cuando llegué
aquí me alegró pensar que al fin trabajaría con personas sensatas,
maduras, cuerdas…
–Oiga: no estamos locas– protesta Martha.
–Perdóneme que se lo diga: es necesario estarlo para meter a esta
casa, en horas que no son de visita, a un desconocido dispuesto a
todo…
–A todo ¡no! En eso, tanto él como nosotras estuvimos de acuerdo
desde que le hablamos por teléfono para hacer los arreglos– aclara
Gloria.
El silbato de una locomotora interrumpe la conversación unos segundos.
III
–¿Qué clase de arreglos?– pregunta la señorita Pulido.
Las mujeres sonríen maliciosas, se vuelven hacia Gloria y le ceden la responsabilidad de contestar:
–El horario, el precio, los refrescos, las botanas y la música. Ray dijo que la necesitaba para animarse.
–Como el salón de música siempre está cerrado, le presté mi radio–.
Delia no oculta su felicidad: –Ray seleccionó la estación, luego se
quitó la camisa y se puso a bailar en pantalones y descalzo.
–¿Él solo?
–Eso no habría tenido ningún chiste, señorita Pulido: ¡bailó con
todas! ¿Por qué no? Tenemos pies, caderas, piernas. Somos viejas pero
aún podemos movernos–. Ely se frota la rodilla: –Sigue doliéndome, pero
valió la pena. Hacía añísimos que no bailaba. Cuando Ray me sacó creí
que no iba a poder dar un paso pero él me tomó de la cintura con tal
firmeza, con tanta seguridad... En cambio yo no me atrevía a ponerle la
mano en el hombro desnudo, húmedo, caliente. Guardo la sensación en mis
dedos.
–Esos detalles no me interesan y mucho menos lo que usted haya sentido o sienta– ataja la señorita Pulido.
–Pues ¡qué mal! Si le importaran entendería que, pese a nuestra
edad, seguimos siendo mujeres y nos agrada lo mismo que a todas. Y si
para darnos ese gustito debemos pagar, pues ¡pagamos y ya!– Raquel
observa el piso de mosaico: –Me alegra que por una vez los miserables
ahorritos no me hayan servido para vendas y medicinas.
–No sé cuánto les haya costado traer a ese mono…
–¡Monísimo, señorita Pulido, mo-ní-simo!– La intervención de Martha
provoca hilaridad. –Sobre todo de cuerpo. ¡Qué bárbaro! Ray es plano
como burro de planchar.
–... pero lo que haya sido me parece un desperdicio, un derroche–
continúa la señorita Pulido. –Por cierto ¿cómo dieron con el dichoso
Ray?
–Alguien metió su tarjeta por debajo de la puerta. Porfirio la
encontró cuando barría. Como está cegatón pensó que era propaganda y me
la dio. La leí:
Ray: para una fiesta inolvidabley la guardé–. Gloria hace una pausa: –El viernes recordé que el domingo iba a ser el cumpleaños de Ely y se me ocurrió que entre todas le regaláramos ese agasajo. Se lo propusimos y ella estuvo de acuerdo.
–Creí que eran inconscientes pero veo que están locas. Mañana el
voluntariado analizará la situación. No sé que vaya a decidir pero será
algo drástico–. La señorita Pulido parpadea. –Me extraña verlas tan
serenas. Yo, en su caso, estaría aterrada de pensar que por treinta
minutos o una hora de diversión tal vez lo pierda todo.
–No todo: me quedará la memoria de este cumpleaños. Fue maravilloso– afirma Ely.
–Y ese recuerdo ¿cuánto tiempo cree que pueda durar?
–No sé. Me basta con que dure hasta el día de mi muerte–. Ely suspira: –Y si es posible, un poquito más.
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