En su cabeza y en su discurso, vive en una lucha entre el bien y el mal,
en la cual, por supuesto, la encarnación del bien más elevado es él
mismo.
El
perverso narcisista vive en una realidad alternativa, la suya. Lo que
no significa que no sea capaz de funcionar en la vida cotidiana. Mal,
regular, bien o muy bien, como cualquier otra persona. El punto, es
¿cuáles son las maneras en las que evoluciona en el mundo a partir de
sus rasgos de personalidad? Está convencido de entrada de su infinita
superioridad sobre todo ser vivo, y no hay prueba de realidad que
pudiera llevarlo mínimamente a cuestionarse. No podría. Lo suyo es el
bunker emocional, porque de otra manera se caería en pedazos. Como “una
fortaleza vacía”, retomando las palabras de Bruno Bettelheim.
¿Si
hacia adentro se vive cómo desprovisto y vacío, cómo vive? Para las
apariencias. Para el espejo. No para cualquier espejo, por supuesto,
sino sólo para aquellos que le regresen exactamente lo que necesita para
respirar: una imagen grandiosa de sí mismo. Se hace amar, pero es
incapaz de responder a ese amor. Es más que capaz de imitar los gestos
del amor. ¿Cómo podría en esa mezcla tan dolorosa en la que vive entre
su magnificencia y su desprecio inconsciente por sí mismo? Los
perversos narcisistas mienten, mienten muchísimo. Como molinos de
viento. Mienten si es necesario y si no lo es, pero casi siempre lo
consideran necesario. ¿Por qué? Porque se necesita mentir para sostener
sus fantasías de “poder ilimitado”, para poder mantener a otras personas
“a su servicio”. Para sobrevivir en ese universo de desconfianza y
ataques imaginarios en el que viven, porque son grandes paranoicos.
“Personalidades fronterizas”, escribe Kernberg, luchando contra la
amenaza interior (inconsciente) de la psicosis.
No son los
“mentirosos ordinarios”, son mitómanos. Pueden hablar sin despeinarse
de estudios que nunca realizaron, afirmar que trabajaron en lugares a
los que entraron de visita, decir que regresan justo de una misión
especial en Moscú o Costa de Marfil, cuando en realidad se escondieron
una semana en alguna playa mexicana. Son amigos de cantidad de
“poderosos” (rendidos, por supuesto, ante ellos) que vieron pasar por la
acera de enfrente o en la televisión. La mismísima Marilyn Monroe en
sus películas se detiene, mira directo hacia la pantalla y le hace (sólo
a él) un guiño de ojo. Los niveles a los que puede llegar el delirio de
magnificencia son tales, que una podría casi conmoverse (ante su
desastre interior) y tender a olvidar que pueden ser muy peligroso para
su entorno. Muy. Porque desde su incapacidad total para sentir empatía
son capaces de crear los escenarios más infernales de utilitarismo y de
destrucción. Y además los disfrutan.
Destruir, es también, para
quien no puede imaginar más bellezas en la vida (aparente lo que
aparente) una forma más de su fantasía de “poder ilimitado”. “Voy a
someterlos porque soy el mejor”. Le cuesta mucho trabajo entender,
cuando desata sus engranajes de manipulación y de daño, que más allá de
todo lo que suponga que obtiene, o aún más allá de lo que obtiene,
existen sobre la faz de la tierra personas capaces de vivir otra cosa,
de una manera distinta, con principios distintos. Que existen personas
capaces de vivir emociones verdaderas, de disfrutar de la vida en la
realidad, y no en la puesta en escena. Seres humanos que son personas,
así nada más, y no personajes actuando en función de los escenarios que
según los días y sus conveniencias, va inventando.
Hay perversos
narcisistas que manotean mucho, levantan la voz, constantemente acusan a
los demás de perseguirlos, acosarlos, ofenderlos. Viven dirigiéndose a
cualquiera que se les oponga desde el juicio sumario. Hablan como si
supieran todo del otro, como si habitaran su cabeza y sus emociones. Lo
que resulta lógico, si una piensa en su incapacidad de romper sus
relaciones, no de amor, porque no se les da, sino de simbiosis con sus
figuras parentales. Figuras parentales a las que vive como
persecutorias. Para el perverso narcisista casi todos, a menos que se le
rindan, son “persecutorios”. Y desechables, puesto que traidores en
potencia. Se sentirá “traicionado” por cualquier cosa y su respuesta
será de una desproporción casi delirante contra la persona que se niegue
a someterse. Acá viene una parte del problema: la creación de
escenarios como verdaderas pesadillas para “vengarse”, “castigar”, “dar
una lección”, “al enemigo”.
Desde el psicoanálisis existen
cantidad de estudios muy interesantes con respecto a los rasgos de esta
personalidad (que muy difícilmente recurriría a una demanda de
tratamiento psicológico de manera voluntaria). Son con frecuencia las
parejas, familiares, amigos del perverso, quienes llegan a los
consultorios a solicitar ayuda: intentaron devastarlos, o lo lograron y
no logran saber qué les pasó. No logran entender qué pudo desatar esa
furia vengadora, aunque tengan muy claras las acusaciones en su contra.
Pondría un ejemplo, una persona dice: “Me parece que va a haber una
tormenta”, el perverso respondería: “¿Qué estás intentando decirme?”
“Que quizá sería mejor resguardarnos porque las nubes están cargadas”
Respuesta: “Me estás amenazando”. “¿Amenazando?” dice el otro que no
entiende nada. “Claro, ya te escuché, ¿qué estás planeando contra mí?”
Una vez llegados a este punto, la “culpabilidad” del otro está clara, si
lo empuja o lo patea, sucedió en “defensa propia”.
El
ataque del perverso narcisista está en marcha, no es sino su más
elemental derecho: fue amenazado con violencia. ¿Se da cuenta en algún
lugar que la amenaza no sucedió? Más que probable. Pero si le es
conveniente elegirá no darse cuenta. Su chamba es amordazar a los otros,
¿cómo? Muy fácil: “todo lo que digas y hagas no puede ser sino la
prueba rotunda de lo mucho que me odias y el daño horrible que estás
dispuesto a hacerme”. Dicho lo anterior, y conversado en dos o tres
mesas (que le significan los micrófonos de la BBC) su “convicción” es
profunda: el otro es merecedor de todo el daño que sea capaz de hacerle.
¿Se está devorando a sí mismo? Sí, cada vez. Pero en ese proceso de
“triunfo” aparente y devoración interior, puede causar muchísimo daño,
si la persona que está inmersa en esa trampa aún cree en él.
Suelen
ser muy seductores, porque su búsqueda de reconocimiento es insaciable.
Las puestas en escena públicas se les dan, hasta que la escasez de
control de impulsos y su falta de humildad ante la frustración les
desata la violencia. Están habitados por la violencia que se detona
cuando no se sienten admirados, reconocidos, amados, en el nivel de sus
exigencias: la del trato preferencial -como de pequeños dioses- que
esperan. Podrían intentar caminos (como intentamos todos) hacia la
sanación, pero casi nunca toman el riesgo, implicaría reconocerse
falibles, humanos, frágiles, “comunes”, pensarían ellos. ¿Cómo soportar
semejante idea? Seducen mientras ganan el control, tienden a rodearse de
personas a las que viven como sus incondicionales. Personas confiadas a
las que consideran manipulables.
Las discusiones son muy
complejas, porque difícilmente responderán a una pregunta de manera
directa. También porque su técnica de control es responder ante cada
pregunta como si se les asestara un insulto. Si su esposa/o le dice:
“quedamos de vernos hace dos horas, por favor sé puntual”, la respuesta
podría ser: “¡Estás dudando de mí! ¡Me estás difamando! ¡Eres un/a
loco/a! Bien dice todo el mundo que eres un/a enfermo/a!” No deja de ser
interesante ese “todo el mundo” al que suele referirse, lo incluye a
él, y a dos o tres de sus incondicionales. Tampoco deja de ser
interesante la técnica (muy repetida) de colocar a la otra persona en el
lugar de “la loca”, aunque tantas pruebas de lo contrario estén en su
contra. ¿Acaso él se detendría a analizar la realidad? ¿acaso se
detendría a pensar que quienes lo escuchan no necesariamente están
siendo embaucados? No importa lo que diga la otra persona: su guión está
decidido de antemano. Él no habla para comprenderse con nadie, ni para
negociar, ni para aclarar nada, él habla para recibir el aplauso de su
público imaginario y el abrazo de la posteridad.
Quizá lo más
doloroso para quienes lo han querido, es aceptar su incapacidad de
entender las profundidades emocionales de los demás, porque es incapaz
de entender las suyas. En su cabeza y en su discurso, vive en una lucha
entre el bien y el mal, en la cual, por supuesto, la encarnación del
bien más elevado es él mismo. Es pues, un ser superior y desde sus
discursos (que siempre mantienen una enorme distancia con sus actos) la
más inapelable de sus virtudes es su incuestionable (según él, ella)
superioridad moral. Cuando la “elevadísima moralidad” es un hecho
rotundo, ¿qué tendría que preguntarse? ¿por qué se detendría en algún
trámite moral dado que no puede tener sino la razón de la manera más
absoluta? ¿por qué no sería capaz de hacer todo tipo de juicios morales
contra los demás sin el menor análisis y actuar en consecuencia aunque
la “consecuencia” con muchísima frecuencia sea el imparable intento de
destruirlos?
He allí una de las grandes trampas que cualquier
persona (nosotros, “neuróticos ordinarios”) tenemos/tendríamos al
conversar con él: no tiene límites, no acepta, no soporta tener límites.
Cada vez que se tropiece o se estrelle contra ellos, jurará que se
trata de campañas en su contra, injusticias, abusos, difamaciones.
Cuando conversa ofende (o lo intenta), inventa que sucedió lo que no
sucedió (sin el menor problema), trata de arrastrar a la otra persona a
agredirlo, a envilecerse como él se envilece. Los ataques y las
descalificaciones personales son lo suyo. Pero no importa cuanto evite
(quien lo conoce) caer en la trampa de sus agresiones, cualquier cosa
que responda provocará ese: “¡No me ataques! ¡Me estás atacando!”
Defenderse de él, o intentar extraer de su dominio a las personas a las
que somete, será “castigado” con una inmensa brutalidad. Hacia adentro
la violencia. Hacia fuera la sonrisa. Pero en la mayoría de los casos la
violencia le va ganando adentro y afuera. ¿La niega? Claro. La exhibe y
al mismo tiempo cree que puede negarla. Él sólo luchaba por la más
noble causa.
En medio de todos esos dolores que son los suyos,
¿qué le duele? Todo lo bueno que el otro pueda tener y que él no tiene.
Todo lo que sí tiene no es suficientes. Él tiene que ser completito. Sin
carencias, sin fallas. Las virtudes de ese otro al que va odiando, son
una afrenta que podrían recordarle que los seres humanos somos seres
incompletos. Que ese “tenerlo y serlo todo”, no existe. Esa incompletud
con la que vivimos le significa una amenaza interior de ser destruido,
desde adentro. Le duele que las personas se construyan mundos basados en
la realidad, en la humildad del amor y logren vivir con bienestar en
ellos. No soporta a los que saben habitarse en la consciencia de la
propia incompletud.
Le duele que otros sean felices, que no
amanezcan atormentados por la frustración o por la rabia. Aunque él/ella
salga por el mundo repartiendo sonrisas. Les duele con una intensidad
insoportable para ellos que alguien les diga: “estás mintiendo”. No
porque no sepan que están mintiendo, sino porque nadie tiene derecho a
cuestionarlos, a recordarles que las otras voluntades existen. Que la
autonomía existe. Que los límites existen. Una vez que ya desató su
furia, ¿cómo salvarse de sus daños? Depende de las circunstancias,
siempre es necesario pedir ayuda, hacerle saber que ante sus ataques, no
habrá silencio. Teniendo claro, muy claro, que su más infinito deseo es
llevar a la otra persona hacia la incertidumbre, el miedo, la
humillación. Pero sobre todo: envilecerla. Puede producir horror si una
se mueve entre sus trampas, una sana distancia si no cayó en ellas.
El
perverso narcisista tiene que probarse que puesto que él se devora por
dentro, su víctima tiene que vivir lo mismo. Porque ese más allá del
odio, de la frustración, esos paisajes que no logra vivir, eso, sobre
todo, es lo que no perdona. La oscuridad es lo suyo. La traición a cada
una de las personas que lo hayan amado o lo amen, es lo suyo.
Traicionará a quien lo apoye cuando considere que ya no le sirve.
Acusándolo, claro está, de traidor, deshonesto, falsa. Proyección, que
le dicen. El sol brilla. Que los perversos abracen sus tinieblas.
Mirarlos a los ojos. Y dejarlos hablando solos. De todas maneras, dado
que jamás escuchan, dado que ningún interlocutor les parece válido por
mucho tiempo a menos que le ofrezcan adoración incondicional, dado que
el otro no es sino un espejo: ellos siempre hablan solos. Los “Vampiros
emocionales”, escribió Kernberg.
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