Miguel Concha
Por décadas el mundo de
la política ha estado reservado a los partidos, figura hasta ahora
necesaria, pero de ninguna manera suficiente para el ejercicio de la
soberanía ciudadana, fundamento de la democracia. Ha predominado la idea
de que la intervención del ciudadano en la política queda reducida a la
emisión del voto, y que al término del periodo para el que se hubiera
electo el ganador se vuelva a emitir el sufragio para reiterarle su
confianza. Entretanto, si el gobernante tiene mal desempeño, al
ciudadano no le queda más que esperar la conclusión de su mandato y
confiar en que el próximo sea menos malo que el actual.
Así ocurre hoy en la democracia estadunidense, y es el modelo que
estuvo detrás de los promotores de la reforma política de 2014, la cual
estableció la relección de parlamentarios, bajo el supuesto que ello
significaría mayor control de los ciudadanos. No puede dejarse de lado
que en esa misma reforma se estableció la consulta popular vinculante,
negada por la Suprema Corte de Justicia de la Nación (SCJN) en su primer
intento de ejercicio, cuando cerca de 5 millones de ciudadanos
demandaron ser consultados con relación a la reforma energética.
El modelo de democracia hasta ahora vigente, que cada vez demuestra
más sus limitaciones, es, por sus actores y la manera de concebir el
papel de los ciudadanos, reducido a consumidores pasivos de las ofertas
de las élites –que generan propuestas para los electores y deciden cuál
de ellas comprarán con su voto, lo que le asegurará al que obtenga la
mayoría el monopolio de las decisiones públicas–, el de la democracia
elitista o teoría económica de la democracia. Contra esta visión del
ciudadano se han gestado múltiples iniciativas de la sociedad civil que
demandan no sólo intervenir en decidir quién gobernará, sino cómo lo
hará. Dentro de éstas, que se han convertido en ley en algunos países,
está la revocación de mandato, que significa no esperar estoicamente a
que termine su mandato el mal gobierno de los electos para darle la
confianza a otro, con la esperanza de que ahora sí cumpla con sus
promesas.
La revocación de mandato implica que si después de un periodo
prudente el electo no cumple con sus promesas, se le retira el mandato,
sin esperar a que termine de descomponer la vida de un país. Este
mecanismo, al disminuir el monopolio de las decisiones, acota el poder
de las élites y de los partidos, algunos de los cuales serán reticentes a
que se instaure en nuestro país.
La revocación de mandato fue establecida en la Constitución de Ciudad de México en su artículo 25, letra G 1.
Las y los ciudadanos tienen derecho a solicitar la revocación del mandato de representantes electos cuando así lo demande al menos 10 por ciento de las personas inscritas en la lista nominal de electores del ámbito respectivo.
En su momento, el malestar de la élite política se expresó mediante
la Procuraduría General de la República, que interpuso una acción de
inconstitucionalidad ante la SCJN, aduciendo que la revocación añadía
nuevos requisitos para la elección de los gobernantes, y que con ello se
violentaba la Constitución. En un brillante proyecto de dictamen, que
fuera aprobado por el pleno de la SCJN, el ministro Laynez argumentó que
los requisitos se habían modificado con la reforma de 2014, al
establecer la relección, por lo que su recíproco resultaba válido. La
iniciativa de reforma al artículo 108 constitucional, para que la
revocación del mandato del Presidente sea posible, que el partido Morena
presentó la semana pasada, debe ser saludada con entusiasmo por la
ciudadanía. Establece que de manera concurrente con las elecciones
federales para diputados, el titular del Ejecutivo puede ser sometido a
consulta sobre su revocación a la mitad del mandato presidencial,
siempre y cuando participe al menos 40 por ciento del electorado, y se
pronuncie en tal sentido la mitad más uno de los votantes. Podrán
solicitar la consulta el mismo Presidente, el 33 por ciento de
cualquiera de las dos cámaras del Congreso federal o los ciudadanos en
un número igual a 33 por ciento de los que hayan participado en la
elección presidencial. Sin embargo, habrá que decir enfáticamente que
este último requisito debe ser modificado.
En las elecciones pasadas participaron 56 millones 611 mil 27
votantes, lo que implicaría que para que los ciudadanos puedan hacer
efectivo su derecho de votación se requerirían 18 millones 681 mil 71
firmas que lo solicitaran. Cifra difícil de obtener si no se pone en
juego de manera encubierta la maquinaria organizativa de los partidos,
y, de esta manera, lo que es un derecho ciudadano, no se podrá ejercer
sin los partidos. Otros han anunciado su intención de presentar
iniciativas para que el requisito para los ciudadanos sea con relación a
un porcentaje del padrón electoral, lo que en números lo hace más bajo,
pero aún a distancia del ciudadano.
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