El capitalismo ensaya todo género de argucias ideológicas para desorganizar a la clase trabajadora, deprimirla en todas sus fuerzas transformadoras y desfigurar las tesis históricas emancipadoras
Están usurpando todas las formas del repudio y la queja sociales. Cada palabra que articula la ultraderecha, en forma de campaña política o ideario «justiciero», es una emboscada ideológica nutrida, principalmente, por operaciones de usurpación simbólica.
Ellos lloriquean histriónicamente por las penurias sociales de las que son causantes históricos y beneficiarios mercachifles. Condenan con antipolítica a la «dirigencia política» por las canalladas que ejecutan en conjunto, mientras acumulan votos (síndrome de Estocolmo) de sus víctimas. Guerra ideológica que disfraza de «clamor popular» el ideario de los verdugos.
Expresión semiótica de los miedos burgueses en un mundo que se les resquebraja intoxicado de injusticias. Muy añeja tradición perversa incubada en el alma misma de la democracia burguesa. No es una calamidad que sorprenda por su «novedad», ni es una «maldición» trágica del destino, causada por fuerzas extraterrestres. Es el capitalismo que ensaya todo género de argucias ideológicas para desorganizar a la clase trabajadora, deprimirla en todas sus fuerzas transformadoras y desfigurar las tesis históricas emancipadoras, convirtiéndolas en espasmos libertarios y eructos de falsa rebeldía tramposa.
Su negocio es lucrar con el escepticismo y la decepción inducidos, aprovechando la desigualdad bochornosa que abofetea con sueldos miserables y jornadas laborales esclavistas. Mientras ellos secuestran la economía y se enriquecen hasta la obscenidad, se ofrecen como el único futuro posible, con el poder del dinero como única respuesta razonable.
Imponen la idea de que ellos pueden «limpiar» la política, y que todo concepto de pueblo organizado es sinónimo de fracaso. Que el mejor plan es confiar en los empresarios porque solo así hay posibilidades de riqueza y bienestar que algún día escurrirán hacia abajo.
Eso podría frenarse inmediatamente si las fuerzas sociales emancipadoras se uniesen para modificar y controlar toda instancia jurídico-política de los procesos electorales.
Arrebatarle a la burguesía los controles tramposos que ha ideado contra la voluntad democrática de los pueblos. Y no contentarse con eso.
La guerra ideológica burguesa no es otra cosa que el despliegue de ataques para garantizarse dominio eterno sobre la economía y el salario. En el circo electoral pagado por las oligarquías, brillan hoy peleles entrenados para atraer adeptos, o adictos, a la cultura del show, con cualquier payasada efectista: cortes de pelo o ausencia de ellos, vociferaciones o susurros, altanerías o palabrerío a destajo..., como si eso fuese garantía de ideas claras o de consensos verificados.
Circo con muchas pistas, operando en simultáneo sobre la confusión y con fake news, cada día más espectaculares, publicitadas a destajo con todos los altavoces monopólicos disfrazados como «medios de comunicación» que son, en realidad, armas de guerra ideológica. La libertad de mercado disfrazada como «libertad de expresión». Con odio e ignorancia pueden ganar elecciones. La mentira de unos cuantos como verdad de todos.
Tienen por ejes semánticos los dolores sociales más hondos que ellos mismos han propinado a los pueblos. No tienen vergüenza en «denunciar» la inflación, que es uno de sus grandes negocios. No les ruboriza hablar de la «pobreza» fabricada por ellos mismos para enriquecerse. No les tiembla el pulso para desplegar su «política» con banderas de antipolítica contra la corrupción que ellos mismos han permitido en la democracia falaz de sus sectas privilegiadas.
Dicen amar a los pueblos, a la Patria y a la República, mientras desgarran sus vestiduras empresariales con palabrerío dogmático y fanático. Sueñan con seducir a la juventud con disfraces de «rebeldía», secretamente diseñados para que los jefes no se asusten. El plan es blandir el malestar social con engaños demagógicos para legitimar sus planes de represión contra sus votantes.
Ya lo hemos visto miles de veces. Una y otra vez nos ha costado vidas y recursos naturales. Una y otra vez nos han derrotado con sus engaños, y siempre lo exhiben como lo nuevo y lo que siempre hemos querido. Sus más conspicuos representantes se amamantan en el nazifascismo. Tienen genios propagandistas que les fabrican matices y emboscadas de todo tipo. Y tienen éxitos aberrantes que se legalizan siempre con las varitas mágicas de la democracia burguesa.
Todo el mundo conoce los nombres de los «candidatos» con extremismos de derecha. Todo el mundo los identifica en los tableros de las tácticas y estrategias electorales, y todos son cómplices corresponsables cada vez que las consecuencias de tal canallada golpean a los pueblos sin clemencia.
No pensamos aquí, a la semiótica, absorta en devaneos metafísicos ni escolásticos; nos importan como objeto de estudio los modos, los medios y las relaciones de producción de sentido, pero siempre en el marco de la disputa capital-trabajo. Ahí donde se dirime la realidad.
Mas sería de un simplismo aterrador, y escapista, identificar virtudes del enemigo sin contrastarlas con nuestras debilidades. Porque en buena medida unas viven gracias a las otras.
En los trasfondos de cada expresión de ultraderecha es indispensable identificar, nombrar y caracterizar el dinero que los nutre. Es indispensable transparentar el financiamiento de la política (y en general todo financiamiento), pero acompañada tal transparencia con una pedagogía de la honradez porque, entre las patologías semióticas de nuestros tiempos, un cinismo de nuevo género se ha hecho blindaje de toda tropelía. Algunos casos de corrupción extrema no generan indignación movilizada ni organización política antagónica. Una plasta de conformismo e indiferencia ahoga la realidad y nos hace desvergonzados consuetudinarios en beneficio de los negocios de esa antipolítica extensión de la ideología transmitida por todos sus medios.
No debemos contemplar su espectáculo con los brazos cruzados. Toda esa parafernalia es un compendio de aberraciones propagandísticas que se han naturalizado en un paisaje de sobreproducción publicitaria y amasijos ideológicos burgueses.
A no pocos segmentos de población les da lo mismo cualquier barbaridad conceptual, mientras las emboscadas ideológicas sigan redituando votos y negociados de élite.
Subordinados a eso, los mercenarios de las pantallas (enfrente o detrás de ellas) trabajan esmeradamente para encontrar el gesto, las palabras, las inflexiones y el histrionismo de coyuntura placentero, medrando en el tedio del electorado y para la burguesía que financia el circo. Algunos, incluso, llegan a creer en sus propias falacias y se creen que inventaron una nueva especie de narcótico político para anestesiar a las masas. Y se creen genios por eso.
Tienen rostros, nombres y apellidos... negocios y financiamiento. No pocas veces su éxito depende de nuestros descuidos, debilidades, ignorancia y tontería. Y porque no consolidamos la unidad que nos debemos.
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