En estas décadas México y el mundo cambiaron, la sociedad es más plural, el discurso de los derechos humanos y la igualdad de género se ha globalizado y es evidente el valor de la participación de las mujeres en la esfera pública y laboral. En términos legales, son indudables los cambios: a raíz del reconocimiento de la igualdad política se modificaron leyes discriminatorias.
En 1974 se inscribió en la Constitución la igualdad de hombres y mujeres, en los años 80 y 90 se tomaron medidas contra la violencia machista, en 2006 y 2007 se aprobaron respectivamente la Ley de Igualdad y la Ley de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia. El marco jurídico electoral sobre todo se fue ajustando a las demandas de mujeres organizadas que promovieron las cuotas como medio de compensar desigualdades históricas y por último la paridad que se ha concretado en la casi igual representación de hombres y mujeres en el Congreso.
¿Podemos estar satisfechas con estos cambios? Es evidente que no. Las leyes no modifican por sí solas prácticas y mentalidades; aunque inciden en la organización política, no la pueden transformar de fondo si no se cumplen y si persisten o se agudizan tendencias autoritarias y excluyentes, como sucede en nuestro país.
El contraste más evidente entre la ley y la realidad se da en la creciente violencia contra mujeres y niñas que limita sus oportunidades de desarrollo y crecimiento. Con un promedio de once mujeres asesinadas al día, México es uno de los países más hostiles para las mujeres en América Latina. A este agravio, se suman el acoso laboral y callejero, la violencia sexual, la inseguridad rampante, la amenaza de la trata y la desaparición y ahora la legalización de los vientres de alquiler (en Tabasco y Sinaloa), práctica que en un país sin estado de derecho puede agravar la cosificación y explotación de los cuerpos femeninos.
Estas violencias no se derivan sólo del machismo que reproduce las desigualdades desde la casa y la escuela. El sistema de justicia, permeado de corrupción, carente de recursos suficientes, y por tanto ineficiente, es incapaz de hacer justicia a mujeres y niñas. No sólo las deja a la intemperie, las revictimiza. Éste es el caso de madres que denuncian acoso sexual por parte del padre contra sus hijas y violencia vicaria (abuso y manipulación de hijos e hijas para vengarse de la madre). No sólo no encuentran apoyo, son a su vez denunciadas por los agresores con la complicidad de MPs y jueces, sobre todo cuando los acusados tienen poder político o económico, como los magistrados acusados de violencia vicaria o incluso violencia sexual y protegidos por sus colegas u otros “poderosos”.
La mayor participación de mujeres en las legislaturas, por otra parte, implica el reconocimiento de la igualdad política pero no garantiza la igualdad sustantiva de la mayoría. Resultado de las luchas feministas, y de acuerdos políticos, la paridad ha llevado al poder a mujeres que no siempre responden a las demandas y necesidades de las mujeres precarizadas o violentadas sino a su afán de poder, a los mandatos patriarcales – de jefes políticos, grupos religiosos o grupos de interés. Ser mujer no equivale a ser feminista pero no deja de sorprender, indignar, que, como en este gobierno, haya autollamadas “feministas” que toleran un discurso oficial misógino, callan ante la estigmatización de grupos feministas, votan por la militarización o montan su carrera política sobre su identidad de “mujer” y para ello pretenden manipular, como el patriarcado, a mujeres vulnerables o dependientes de fondos públicos.
No podemos exigir a legisladoras, funcionarias y agentes de justicia que se comporten como feministas, la pluralidad es clave de la democracia. Si podemos documentar que la paridad que muchas presumen como el gran logro de las mexicanas no ha servido, ya no digamos para mejorar la vida, para hacerle justicia a niñas y mujeres que todos los días enfrentan violencia y desigualdad. Éste sigue siendo el gran pendiente de nuestra precaria democracia.
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