Lorenzo Meyer
Un supuesto acuerdo de cooperación en materia de seguridad entre el gobierno de Zacatecas —bajo asedio por el crimen organizado— y la embajada norteamericana activó las alarmas en torno a un tema históricamente muy sensible en la inevitable relación de México con Washington: la soberanía. Finalmente se desmintió la existencia del convenio, pero el incidente mostró que aún en tiempos de aparente armonía entre las dos naciones, la enorme asimetría de poder y la difícil historia de su relación llevan a que México se mantenga en estado de alerta permanente en temas de soberanía.
Las relaciones entre las naciones siempre han sido de poder y nuestra desventaja en este campo ha dado por resultado que, en la práctica, nuestra soberanía viva bajo asedio. En la historia de la política México-Estados Unidos, el ejercicio de la independencia mexicana ha dependido, entre otros factores, de la debilidad o fortaleza de su sistema político y de los cambios de su entorno externo. Y a lo largo de dos siglos ese entorno ha terminado copado casi en su totalidad por un solo país: Estados Unidos.
Un gran problema al inicio del proceso que terminaría por dar forma a un México independiente fue trazar y, sobre todo defender, los límites de su enorme frontera norte según lo acordado en el tratado de Adams-Onís de 1819. Al final, la independencia de Texas, la guerra del 47 y la venta forzada de La Mesilla (1854) definieron esa frontera pero en los términos impuestos por Washington, lo que llevó a que México perdiera la mitad del territorio original. Como consecuencia de la desgastante serie de luchas internas que se iniciaron en 1854 para derrocar a Santa Anna, en 1862 se propició que una intervención de Francia buscó hacer de México un “Estado cliente”, que sirviera de muro de contención de la influencia norteamericana. La soberanía mexicana fue entonces más un acto de fe que una realidad.
El triunfo final del juarismo liberal, combinado con la reunificación de Estados Unidos tras su guerra civil, sepultó el proyecto francés y si bien dio contenido a la soberanía mexicana, también aumentó la densidad de la sombra norteamericana.
El porfiriato buscó cimentar lo que era ya una soberanía relativa propiciando el crecimiento de la presencia europea en la economía del país. Díaz pareció lograr su propósito, pero ese delicado equilibrio lo rompieron la caída de Díaz y la I Guerra Mundial. La guerra en Europa elevó a Estados Unidos al estatus de gran potencia mundial y una Europa debilitada tuvo que aceptar que México era ya zona exclusiva de influencia norteamericana. El nacionalismo de la Revolución Mexicana debió hacer un gran esfuerzo para generar un nuevo espacio de independencia, pero sólo lo logró a medias, como se vio en las Conferencias de Bucareli (1923).
Hoy la política de México en el ámbito internacional tiene que diseñarse siempre teniendo en mente a Estados Unidos, pero también tiene que esforzarse por preservar un “espacio vital” para el ejercicio de la soberanía e independencia, pues de lo contrario México como nación perdería sentido.
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