Fernanda tiene 18 años, quiere estudiar Medicina y convertirse en una neurocirujana prominente. Su vida no ha sido fácil, ¿la de quién lo es?
Me mata de ternura su cara de cervatillo a medio crecer, sus escasos 40 kilos (tal vez sean menos), el gesto con el que oscurece la mirada usando un discreto delineador negro.
El sábado presentó su examen de admisión a la Universidad Nacional Autónoma de México, así que atravesó la ciudad para venir desde la zona donde vive a un plantel céntrico donde transcurrirían sus tres horas de examen.
Fernanda le contó a su tío —que fue a esperarla al metro, que trae un cuchillo en la mochila para defenderse, él me lo contó a mí entre sorprendido y orgulloso; supongo que no esperaba mi respuesta: yo también traigo un cuchillo en la mochila.
Yo, en mis 40s, una señora que ha recorrido la ciudad, el país, un pedacito del mundo; yo, que escribo con rabia para nombrar a las víctimas del feminicidio, también tengo miedo cuando voy en la calle, cuando me subo al metro, cuando una reunión de trabajo termina de noche. Yo también traigo un cuchillo en la mochila.
Hará tres semanas que salí con unas amigas a cenar, mientras caminaba
con una de ellas de regreso al metro, me dijo que se sentía más
tranquila desde que traía su arma, y me mostró un inmovilizador
eléctrico en forma de lámpara que lleva en el bolsillo de la chamarra.
Me pareció buena idea, le pregunté dónde lo compró, y anoté entre mis
pendientes comprar uno.
Me detengo a pensar en lo que esto significa, en sus posibles alcances, y, con perdón de todo dios y todo diablo, no puedo sino alegrarme. Deconstruir el arquetipo de la víctima para llegar al de la mujer que sabe estar alerta y puede defenderse es un tema profundo, necesario, urgente. Será también un largo proceso, se requieren generaciones, saltos históricos; pero incorporar la posibilidad de la defensa, es un avance gigantesco.
Virginie Despentes en su libro Teoría King Kong (Random House, 2018), reflexiona sobre el principio político ancestral, implacable, que enseña a las mujeres a no defenderse luego de narrar su experiencia de abuso cuando tres tipos la violaron a ella y a su amiga en un automóvil:
Durante la violación, llevaba en el bolsillo de mi cazadora Teddy blanca y roja una navaja, mango negro brillante, mecánica impecable, cuchilla fina pero larga, afilada, perfecta, radiante (…) Esa noche la navaja se quedó escondida en mi bolsillo y la única idea que me vino a la cabeza fue: sobre todo que no la encuentren, que no decidan jugar con ella. Ni siquiera pensé en utilizarla.
En el mismo pasaje Despentes dialoga con la reflexión de la escritora Camille Paglia cuando Piglia
posibilita imaginarnos como guerrilleras, no tanto responsables de algo
que nos habíamos buscado, sino víctimas ordinarias de algo que podíamos
esperar (...) Ella hacía de la violación una circunstancia que debíamos
aprender a encajar. Paglia cambiaba todo: ya no se trataba de negar, ni
de morir, se trataba de vivir con.
La propuesta es escandalosa, incómoda, perturbadora, pero hay que
detenerse a pensarla: ¿si las mujeres aprendiéramos desde niñas que el
mundo es el que es y que podemos defendernos?, ¿sería esta una
modificación cultural que impediría que el número de violaciones, abusos
y feminicidios sigan ocurriendo? No lo sé, como están las cosas hoy,
con el marco jurídico que tenemos y la cultura castigadora con las
víctimas, se ve difícil. Sin embargo, la pregunta arde.
Cuando tenía la edad de Fernanda, esos mismos 18 desde los que se mira al mundo con todas las posibilidades delante, trabajaba medio turno en un despacho de arquitectos y por la mañana estudiaba el último grado de bachillerato. Una tarde, en el trayecto de la escuela al trabajo, en un vagón a reventar de gente que llegaba al metro Hidalgo, un tipo se paró detrás de mí y metió su mano bajo mi vestido y mi ropa interior, el recuerdo del contacto hace que un escalofrío de rabia me levante las orejas, como animala furiosa. Reaccioné, lo agarré del brazo y, entre tanta gente, no pudo zafarse. Grité a todo pulmón que me había agredido, pedí ayuda; para mi fortuna, la gente me ayudó y pronto llegaron dos oficiales de seguridad de las instalaciones del metro.
Nunca voy a olvidar mi cara cuando me ofrecieron encerrar al tipo en un cuartito:
—Nosotros lo agarramos y tú le das unas patadas, amiga.
Juro que no miento, eso me ofrecieron. Dije que no, la sombra civilizadora ejerce un poder a veces indeseable. Lo que ocurrió fue que llamaron a una patrulla y en esa patrulla nos fuimos el acusado y yo. Al principio, el hombre me dijo que era una puta, pinche mentirosa y que —no podía faltar— ni que estuviera tan buena. Pero cuando ya íbamos rumbo al Ministerio Público en la patrulla, empezó a disculparse.
Yo lo ignoré. Sintiendo que el corazón se me salía por la boca, me esforcé para mantenerme en silencio sin siquiera voltear a mirarlo. Llegamos al Ministerio Público, el agente que me recibió escuchó toda la historia con una hueva monumental y me preguntó: ¿entonces qué quieres hacer?
Bendita la hora que las palabras vinieron a mi boca, dijera mi madre, respondí que yo no podía hacer nada pero él sí, él estaba facultado para hacer algo.
Falta administrativa, no era delito. Por la falta debía pagar $500 o quedarse una noche detenido. El tipo se quedó, cuando ya me encaminaba hacia la salida, me alcanzó a gritar: Esto era lo que querías, ¿verdad?
Entonces volteé a mirarlo por primera vez y casi con calma, respondí: sí, esto era lo que quería, para esto vine.
Pírrica si quieren, pero fue mi victoria personal. Pude reaccionar, pelear, defenderme, llevarlo al encierro. Me reivindicaba a mí misma por lo que no pude hacer cuando tenía seis años y abusaron de mí.
No sé bien cómo, aún no alcanzo a elaborarlo, pero sí sé que hay una tan fina como poderosa esperanza en este mensaje que las mujeres como Fernanda, Virginie, yo, y tantas otras vamos incorporando: puedo defenderme. Puedo defenderme.
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