El distópico filme de ciencia ficción británico “28 Days Later” [28 días después o Exterminio] comienza con activistas por los derechos de los animales que se introducen en la Instalación de Investigación de Primates de Cambridge para liberar chimpancés utilizados en un programa secreto de armas.
Aterrorizado por la intrusión, un científico advierte a los intrusos que los chimpancés están infectados por un patógeno genéticamente modificando. Ignorando su advertencia, los chimpancés son liberados de sus jaulas e inmediatamente atacan a todo el que encuentran, desatando una plaga de proporciones inimaginables.
A pesar del extravagante guión (con activistas por los derechos de los animales colocados claramente en la mira) esta historia lúgubre y aleccionadora contiene un grano de verdad. Aunque bandas de zombis devoradores de carne no han invadido nuestras ciudades, hay una amenaza más sutil que aparece en el horizonte.
El sexto aniversario del asesinato del experto británico en bioarmas, el doctor David Kelly el 17 de julio de 2003, destapó más que las mentiras gubernamentales que allanaron el camino para la invasión ilegal y la ocupación de Iraq; sacó a la luz el tenebroso mundo de la investigación de guerra biológica en Gran Bretaña y en EE.UU.
Junto con los ataques con ántrax de 2001 en EE.UU. que asesinaron a cinco personas y expusieron a otras 10.000 a una forma armamentizada de la bacteria, la muerte de Kelly bajo circunstancias altamente cuestionables concentró la atención en el establishment occidental de bioarmas. Por un instante fugaz todos los ojos se dirigieron hacia una red internacional de investigadores médicos, especuladores corporativos y armamentistas del Pentágono ocupados como las proverbiales abejas en experimentos con letales microorganismos.
Y entonces, como dicen, se apagó la luz; mientras más cuerpos se amontonaban, los casos se “cerraban” y el dinero seguía fluyendo…
Un complejo expansivo bioarmamento-industria
La producción de bioarmas fue aparentemente prohibida cuando EE.UU. firmó la Convención de Armas Biológicas (BWC) en 1975. Sin embargo, la ausencia de algún régimen formal de verificación limitó desde el principio, algunos dicen intencionalmente, la efectividad del tratado.
Por cierto, un gigantesco agujero en el BWC permite la producción de “pequeñas cantidades” de agentes mortales “con propósitos médicos y defensivos.” Nótese, sin embargo, que no se prohíbe la producción en sí de tales agentes sino más bien, su transformación en “armas, equipos o medios de lanzamiento… con propósitos hostiles o en un conflicto armado.”
Y utilizando como pretexto los ataques del 11 de septiembre y los del ántrax, EE.UU.se lanzó a un programa sistemático e insensato para expandir la investigación de la creación de sistemas prohibidos de armas. Junto con un renovado interés en esos arriesgados proyectos, ahora bautizados eufemísticamente como “biodefensa” para evitar la violación del BWC, vino un inmenso aumento en el financiamiento con la construcción de nuevas instalaciones y con la “actualización” de las antiguas. Un informe de mayo de 2009 del Servicio de Investigación del Congreso (CRS) calcula que los gastos generales del gobierno han “aumentado de 690 millones de dólares en el año fiscal 2001 a 5.400 millones de dólares en el año fiscal 2008.”
Según el Centro de Control de Armas y No-Proliferación basado en Washington D.C., desde los ataques terroristas de 2001 “el gobierno de EE.UU. ha gastado o asignado cerca de 50.000 millones de dólares entre 11 departamentos y agencias federales para encarar la amenaza de armas biológicas. Para el año fiscal 2009, el gobierno de Bush propuso otros 8.970 millones de dólares en gastos relacionados con bioarmas, aproximadamente 2.500 millones más (un 39%) que la suma que el Congreso asignó para el año fiscal 2008.”
El grueso de esos fondos, según el Centro, han sido destinados a la Autoridad en Investigación y Desarrollo Avanzados en Biomedicina (BARDA) del Departamento de Salud y Servicios Humanos, (31.500 millones de dólares), al Departamento de Defensa (11.800 millones), al Departamento de Seguridad Interior (3.300 millones) y al Proyecto BioEscudo (5.500 millones de dólares).
Sin embargo, según numerosos estudios, es más probable que los patógenos letales se propaguen como un fuego incontrolado como resultado de un accidente de laboratorio que por un ataque por terroristas que esgriman gérmenes. Al escribir estas líneas, laboratorios con Nivel de Bioseguridad 3 (BSL-3) y Nivel de Bioseguridad 4 (BSL-4) brotan como hongos venenosos por todo EE.UU.
La denominación BSL-3 significa que una instalación está equipada para manejar agentes indígenas o exóticos que puedan causar una enfermedad seria o potencialmente letal después de ser inhalados. Ejemplos de sustancias manipuladas por un laboratorio BSL-3 incluyen tuberculosis, ántrax, virus del Nilo occidental, SARS, salmonella, y fiebre amarilla.
Por otra parte, un laboratorio BSL-4 manipula los patógenos más letales conocidos por la humanidad; en otras palabras agentes infecciosos transmitidos por aerosoles que causan enfermedades fatales para las que no existen tratamientos conocidos. Ejemplos de sustancias manejadas por un laboratorio BSL-3 incluyen, el virus de Marburg, el virus Ébola, la fiebre de Lassa y la fiebre hemorrágica Crimea-Congo.
Investigadores del CRS informaron que “entidades no-federales también han expandido o construido laboratorios de alta contención adicionales. Aparte de la amenaza de bioterrorismo, una creciente percepción de la amenaza planteada por enfermedades emergentes y re-emergentes ha llevado a la proliferación internacional de laboratorios de alta contención, ya que las tecnologías utilizadas están ampliamente disponibles.”
Sorprendentemente, el CRS no pudo determinar la cantidad exacta de laboratorios BSL-3 que operan actualmente en EE.UU. Sin embargo, el equipo investigador del Congreso dijo que “se calcula que la cantidad total de espacio BSL-4 planificado o existente en EE.UU. se ha multiplicado unas doce veces desde 2004.”
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