José Antonio Crespo
Espadas en conflicto
Es evidente que la participación de la Iglesia católica en el debate sobre las nuevas reformas aprobadas en el Distrito Federal, relativas a libertades de conciencia, no sólo tiene que ver con esas libertades y otros derechos fundamentales, de mujeres, de homosexuales y de enfermos terminales. No porque el clero no tenga derecho a expresar sus convicciones al respecto —que lo tiene y qué bueno—, sino porque sus doctrinas sirven de base al PAN —y cada vez con más frecuencia al PRI— para resistir esas reformas o fundamentar contrarreformas en numerosos estados de la República. No son argumentos científicos o sociológicos —es decir, seculares—, sino religiosos.
Ha dicho César Nava al respecto: “Nuestra argumentación es estrictamente jurídica y política. No recurriremos ni hemos recurrido a argumentos de índole moral o religiosa” (11/I/10). Bueno, ojalá así sea en lo futuro, pues en estos temas desde luego que ese partido ha recurrido a argumentos religiosos, como sostener que la vida humana empieza el día de la concepción, pues en ese mismo momento se origina el alma. O que la única sexualidad aceptable por naturaleza es la heterónoma, en virtud de que sólo así puede lograrse la procreación, cuando la ciencia ha logrado demostrar la amplitud cultural y temporal de la homosexualidad (que abarca incluso al reino animal) y que la procreación no es la única función —sicológica, biológica y social— que cumple la sexualidad.
El golpeteo al Estado laico viene también de las rebeliones verbales que surgen de los prelados católicos, como Norberto Rivera, cuando afirma: “Hay que obedecer la ley de Dios antes que la de los hombres” (10/I/10). ¿Y quién define la ley suprema de Dios? ¿Sólo los católicos? Porque para judíos, protestantes, budistas, musulmanes o hindúes, muchas leyes de Dios son diferentes a las postuladas por El Vaticano. ¿Deberíamos también plasmar en la ley la prohibición de ingerir cerdo, como lo ordena el judaísmo, y practicar obligatoriamente la circuncisión? ¿O evitar todo alcohol y utilizar la burka, según lo exigen los musulmanes fundamentalistas, o no comer carne de res como hacen los hindúes, o no matar siquiera un insecto, una prédica de los los jainistas? Bueno, pues que cada quien siga sus convicciones, pero en un Estado laico las leyes no pueden partir de tales creencias. Ese es un fundamento de la modernidad, a la que por lo visto todavía muchos se oponen.
La pretensión de la Iglesia de anteponer la ley divina (interpretada por ella misma) por encima de las leyes del Estado no es nueva. Deriva de la tesis de las dos espadas sostenida por el papa y santo Gelasio I en el siglo V: la espada espiritual debe prevalecer sobre la temporal, lo que implica que la Iglesia y sus prelados debían ser obedecidos por reyes y príncipes, y no a la inversa. En el siglo II, el obispo Ireneo ya declaraba: “Nosotros no tenemos necesidad alguna de la ley, puesto que ya estamos muy encima de ella con nuestro comportamiento divino”. Reminiscencias de aquello son las declaraciones del cardenal Rivera: “Nosotros, pastores del pueblo de Dios, tampoco podemos obedecer primero a los hombres y sus leyes antes que a Dios”. Tales actitudes dieron lugar también a un derecho religioso a la revolución: cuando los gobernantes temporales se desvían de la ley de Dios, pueden ser derrocados. En dicha idea se apoyaron Miguel Hidalgo y José María Morelos en su guerra insurgente, pues el Itinerario para párrocos de Indios otorgaba el derecho a empuñar las armas “cuando hay alguna grave necesidad y utilidad grande de la República”, necesidad y utilidad definida por los propios clérigos, desde luego. El inofensivo matrimonio de los homosexuales es visto por la Iglesia como algo sumamente grave, que terminará por llevar a la sociedad “a la degradación moral y su ruina”, según don Norberto. Sin embargo, tiene razón el arzobispo primado cuando afirma que “(los clérigos) podemos escapar de los tribunales de los enemigos de Cristo pero no evadiremos el tribunal supremo de Dios”. No sé si puedan escapar a los tribunales de Dios, pero desde luego que sí a los de “los enemigos de Cristo” (el Estado laico y sus defensores, supongo). Al menos en México, donde es posible practicar la pederastia sacerdotal y su encubrimiento por parte de la jerarquía, sin que pase nada, a diferencia de, por ejemplo, Estados Unidos o Irlanda. Toca, pues, a los partidarios del Estado laico —cualquiera que sea su religión— resistir, con argumentos y con la Constitución, este nuevo embate contra el laicismo.
La pretensión de la Iglesia de anteponer la ley divina (interpretada por ella misma) por encima de las del Estado no es nueva.
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