MÉXICO, D.F., 13 de enero.- Abrimos 2010 con acontecimientos que no sólo sobrepasan, sino que han desfondado la vida política entendida en su sentido de bien y sentido común. Diversos en su expresión –aumentos en los impuestos y los productos, desempleo, narcotráfico, criminalidad, violencia, descontento–, dichos acontecimientos guardan, sin embargo, un mismo fondo: la perversión de todo en valor. Esta palabra, usada irresponsablemente por todo tipo de consultores, sacerdotes, moralistas y políticos liberales –“hay que educar en valores”, dicen con una irresponsabilidad aterradora–, es, en su fondo, la base sobre la que se asientan la destrucción de la vida política y los grandes males que nos aquejan.
Es verdad que en la Antigüedad el valor tenía un sentido moral, que aún puede rastrearse en las acepciones de los diccionarios. Aunque, como decía Voltaire, no es “una virtud, sino una cualidad que comparten los bribones y los grandes hombres” –se puede, como un terrorista, ser cruel y valiente a la vez–, el valor –que sólo se hace virtud si se pone al servicio de otro o de una causa general y generosa– es un ingrediente fundamental de la moral. Alguien temeroso jamás puede ejercer su deber –el miedo es egoísta; la cobardía y la mentira lo son también–. El valor está, en este sentido, muy próximo a la dignidad, indica algo que moralmente es precioso y magnífico.
Por desgracia, desde inicios del siglo XVII el término comenzó a designar lo que es deseable, útil e incluso lo que se debía, para convertirse, durante el siglo XVIII, con el liberalismo económico, en el precio de venta de los objetos que se volvieron bienes. Lo que antes era la sustancia de una virtud, tocado por el mercantilismo se transformó en una realidad medible, manipulable y maximizable.
Nada, desde entonces, más contrario al bien que el valor, y, sin embargo, nada, hoy en día, más relacionado con el bien que ese mismo principio. En ética y en política, el valor ha invadido todo lo que tiene que ver con el bien, al grado de que el dinero, que tasa todos los valores, se ha convertido en el símbolo de los bienes.
Desde el momento en que es posible tasar cualquier cosa como valor y “bien” –la integridad de un ser humano, la sexualidad, el trabajo, los sacramentos, la vida política, la educación, la medicina, una botella de refresco o de agua–, la vida política se ha ido desfondando, al grado de que entramos en 2010 en una lucha intestina por el dinero que nos permite adquirir valores. Nadie, ni el presidente ni los secretarios ni las cámaras ni los partidos ni la ciudadanía –sometida a dosis tributarias y de encarecimiento de los “bienes”–, está interesado en el bien común, es decir, en la vida buena y en el valor en el sentido antiguo y moral de la palabra, sino en la búsqueda de valores que permitan obtener dinero. De allí la violencia, tanto del crimen organizado como del gobierno y de los criminales de cuello blanco; de allí la indignación de los ciudadanos, que se ven día con día despojados de su capacidad para adquirir valores; de allí también la incapacidad e insensibilidad del presidente, de su equipo, de las Cámaras y de los partidos para comprender el sentido de lo que el bien significa.
Todos, sometidos al principio del valor moderno, buscan dinero de cualquier forma para generar y obtener más valores, ya sean positivos o negativos. No importa que, contraviniendo el sentido antiguo y moral del valor, se dañe a otros. Lo que importa es hacerse de ellos. Para muestra baste ver a Calderón, al “góber precioso”, a Ulises Ruiz, a Peña Nieto, a la policía y al Ejército vulnerados por el dinero de los narcos; a Slim, a Azcárraga, a Salinas Pliego, a Elba Esther, a Esparza, a la mancuerna López Obrador-Juanito, a Onésimo Cepeda, a Norberto Rivera, las innaturales alianzas entre la Iglesia y el Estado, las componendas de los partidos, los sindicalismos corporativistas, las complicidades entre mafias legales y no legales, etcétera.
Adondequiera que volvamos el rostro, el valor prima sobre el bien y sobre el sentido de la proporción y de la vida buena. En un mundo así, ya no se trata de elecciones morales, sino de soluciones a problemas en donde no sólo los lenguajes, sino las maneras de pensar propias de los militares entran en el campo de las relaciones humanas. Así, las estrategias “purifican” el valor filtrando en él la noción de “oportunidad” y eliminando el bien de la ética.
Por ello, a inicios de 2010 el país está desfondado.
Volver al valor en su sentido antiguo y crearle de ese modo un fondo, un suelo al país, implicaría volver a la palabra gratuidad –una palabra que el cultivo de los valores desprecia–, es decir, a esos actos que carecen de utilidad objetiva o de interés, y que se realizan porque son buenos y bellos –en el sentido moral y no estético del término–. Cuando alguien da de comer a otro; cuando otro, sin interés alguno, va en su ayuda, esos actos, a diferencia de los que se gestan en los valores, no están orientados hacia nada. Son, por el contrario, pura gratuidad, pura bondad, pura vida política en su sentido original, puro sentido común. Aristóteles lo dijo mejor: un hombre de valor es aquel que actúa “por la belleza del acto (...) por amor al bien”.
Además opino que hay que respetar los Acuerdos de San Andrés, liberar a todos los zapatistas presos, derruir el Costco-CM del Casino de la Selva, esclarecer los crímenes de las asesinadas de Juárez, sacar a la Minera San Xavier del Cerro de San Pedro, liberar a los presos de Atenco y de la APPO, y hacer que Ulises Ruiz salga de Oaxaca.
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