E
n este mundo existen sólo dos tragedias; una es no obtener lo que uno quiere; la otra es obtenerlo(Óscar Wilde). Esta memorable paradoja ilustra convenientemente la suerte de Dorian Gray (Ben Barnes), el joven aristócrata que llega al Londres victoriano para gozar de la herencia de su abuelo. Su apostura seduce de inmediato al círculo de lo mundano, aunque su ingenuidad lo protege por un tiempo de las tentaciones de la frivolidad. El pintor Basil Hallward (Ben Chaplin) lo toma como modelo para el que será el mejor de sus cuadros, y el joven se asoma a la pintura como Narciso al estanque enamorándose de su propia imagen de juventud y belleza. En silencio sella el pacto fáustico que habrá de trasladar al retrato los estragos del envejecimiento, acentuados por la corrupción moral, conservando para sí una lozanía perdurable.
El británico Oliver Parker (Un esposo ideal, La importancia de llamarse Ernesto), y su guionista Toby Finlay, proceden a actualizar el relato popular de Wilde en una nueva versión de El retrato de Dorian Gray, en la que tienen importancia significativa los efectos especiales y un tratamiento pretendidamente novedoso del cine de horror. Muy atrás queda la versión clásica de 1945, dirigida por Albert Lewin, estelarizada por George Sanders, en el papel de Lord Henry, cínico mentor de Dorian Gray (Hurt Hatfield), con su filo de ironía crítica y su implacable sátira a la sociedad burguesa londinense. En su lugar, un actor notable, Colin Firth se empeña por dar vida y energía al indolente e inexpresivo alumno del libertinaje que interpreta Barnes. En 1970, el también sobresaliente Herbert Lom intentó sin mayor fortuna dar brío fílmico a Lord Henry en una producción anglo-italiana de El retrato de Dorian Grey, dirigida por Máximo Dallamano, que fue un desastre acentuado por la petulancia irredimible de Helmut Berger en el papel principal.
Desde entonces, se han sucedido varias versiones televisivas hasta llegar a esta cinta de Parker donde el desvarío continúa. Lo moderno ahora es ofrecer como telón de fondo imágenes grotescas del libertinaje en la época victoriana: una sucesión de orgías donde figuran asiáticas fumadoras de opio, músicos negros escapados de una bacanal felliniana, una galería esperpéntica de viejos libertinos, lesbianas en pose para heterosexuales lujuriosos, y las reiteradas faenas amatorias de un Dorian Gray que seduce primero a una joven de la corte y acto seguido a su madre indignada, para dejar a las dos mujeres felices por la limosna sexual recibida.
Pareciera que la intención del director y el guionista de esta nueva cinta ha sido describir la suerte del personaje cínico a partir de sus efectos melodramáticos: el dolor que su conducta causa a su alrededor y la engañosa prosperidad del vicio, tienen como consecuencia inevitable una degradación completa del joven apuesto y temerario. Al elegir este punto de vista, Parker se aleja por completo de la complejidad e ironía con la que Óscar Wilde contemplaba a su personaje (Un cínico es un hombre que conoce el precio de todo, pero el valor de nada
).
El actor estupendo que es Colin Firth hace lo que puede por transitar como un dandy verdadero por una acumulación de imágenes ociosas de lo decadente. Y lo que se inicia como una eficaz captura de las atmósferas de sordidez urbana, con sus tabernas miserables adonde van a encanallarse los caballeros que buscan emociones fuertes, se vuelve paulatinamente un elogio de lo espeluznante y el acopio inútil de secuencias de horror propias de Pesadilla en la calle del infierno. El retrato de Dorian Gray muestra los signos de la degradación moral del hedonista impenitente, y de él brotan gusanos y miasmas, como en una cinta de Sam Raimi (El despertar del diablo/Evil dead), pero sin humor ni gracia, ni con otro exceso que no sea el de un humor involuntario. De las cloacas londinenses se desprende, entre varios tufos, el de una moralina que condena al vicio a ser castigado en las mazmorras del horror gótico con un punto de vista maniqueo que constantemente opone el bien y el mal, la virtud y el vicio, y la arrogancia del cínico destinado a la penosa expiación de sus culpas. Las películas de terror inglesas protagonizadas por Peter Cushing y Christopher Lee tenían ciertamente un encanto mayor: ninguna de ellas tomaba como pretexto una gran obra literaria para convertirla, luego de laboriosas bacanales, en un inocuo manual del arrepentimiento.
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