Punto muerto
Germán, niño, no mojes tus zapatos. Cuestan dinero. Se detiene. Escucha su respiración agitada y los latidos que le golpean el pecho. Se vuelve y mira. Ya nadie lo persigue.
Germán considera la posibilidad de regresar al parque y recoger la chamarra. Si alguien se la llevó él habrá perdido también su celular. Él, que se queja tanto de que su mujer lo llame a cada rato –¿Qué hago si vienen a cobrarnos? ¿Cómo le digo a tu hermano que no vamos? ¿Te llevaste el recibo de la luz?– daría cualquier cosa por tenerlo para hablarle a Cándida, decirle lo que pasó y ser él quien esta vez pregunte: Si mañana no me permiten trabajar ¿qué hago?
La edad y la pierna adolorida vuelven a convertirse en obstáculos. Se resigna a caminar. La ropa húmeda lo incomoda. Desiste de volver al parque y se encamina hacia el paradero de las micros. Mete la mano en el bolsillo, siente la franela roja que guardó de prisa y la moneda que le dio un hombre a cambio de que le cuidara su coche mientras iba al banco.
A Germán lo enorgullece la confianza con que las personas le entregan las llaves de su automóvil y le piden que le eche un ojito, no vaya a ser que aparezca la grúa y se lo lleve. Cada vez que se lo dicen Germán recuerda la voz de su abuela: Solo, no te dejo ir a ninguna parte. ¿Qué tal que te encuentras con El Hombre del Costal y te roba?
Germán ríe al darse cuenta de lo mucho que han cambiado los tiempos.
II
La micro no aparece. En el paradero hay otras personas que aguardan irritadas bajo la lluvia matinal, preguntándose qué diablos habrá sucedido esta vez que justifique la demora. No hay respuesta. La mujer que está al lado de Germán saca su celular: “¿Nena? Pásame con tu papá… Oye, Lalo... ¿Cómo que en dónde estoy? Esperando la micro. No llega. Se me hace que mejor tomo un taxi y me recoges en El Toreo”.
Germán siente la tentación de pedirle prestado su teléfono pero antes de que se atreva la mujer salta al arrollo, detiene un taxi y lo aborda. Germán piensa en Cándida llamándolo, angustiándose más y más porque él no contesta. ¿Habrá por aquí una caseta?
, le pregunta a su vecino en la fila. El hombre mueve la cabeza: No. Las quitaron. Me parece que hay una por las vías, pero no estoy seguro
.
Las vías quedan lejos, pero Germán emprende la caminata. La humedad recrudece el dolor de su pierna izquierda. Eso fue lo único que le quedó de sus años trabajando en Lonas Carpio: alquiler y venta
. Los fines de semana eran muy agitados. Se los pasaba entoldando jardines y patios en donde iban a celebrarse bodas, quince años o mítines. Un viernes se cayó de un techo. Sólo tuvo tiempo de maldecir y frotarse la rodilla, que se le hinchó como una calabaza. Eso dijo Cándida, mientras le ponía fomentos de sal y una pomada. Ambos remedios fueron inútiles.
Los dolores siguieron y la hinchazón se enconó. El lunes Germán tuvo que llamar a Lonas Carpio para excusarse por no ir a trabajar, pero el viernes de seguro. No, ¿cómo crees? ¿Cuándo te he fallado? No tienes que decírmelo. ¡Órale! Nos vemos el viernes
.
Tenía el más firme propósito de cumplir, pero no pudo hacerlo. Llamó otra vez para disculparse y dar explicaciones. Fueron inútiles: su patrón ya había conseguido otro ayudante. Germán se quedó con el teléfono en la mano y la boca abierta. Cándida interpretó su silencio: De todos modos iba a pedirte que te salieras de ese trabajo. No es para ti. Ve lo que te pasó: por poco te medio matas. Ya estás grande. Busca otra cosa. Algo saldrá. Pero antes mejor vete a ver a un médico
.
Germán dijo que no era para tanto. Varias veces, de chico, había sufrido caídas peores y ya ves, nunca he tenido problemas
. Cándida soltó una de las verdades que la vuelven odiosa: Tampoco habías tenido 53 del águila
.
Todos esos años abarcaban 2 mil 756 semanas vividas. Con ellas a cuestas y el dolor tenaz en la pierna Germán salió en busca de otro empleo, dispuesto a hacer méritos y hasta a recibir un poco menos de sueldo con tal de que le dieran una oportunidad.
III
Sufrí un accidente, por eso dejé mi trabajo en Lonas Carpio. Ya no hay vacantes.
En electricidad tengo algo de experiencia. Se solicita personal masculino de entre 25 y 35 años.
Estudié primaria y un año de secundaria. Requisitos: bachillerato, conocimiento básico del inglés y computación.
Puedo ocuparme de la caldera, como antes. Baños Julita: total remodelación.
Acabo de cumplir 53 años. “Nuestra política laboral prohíbe…”
Al parecer no había ninguna actividad que Germán pudiera desempeñar bajo techo. Se lanzó a la calle: talleres al aire libre, puestos de comida, vulcanizadoras, carnicerías, tianguis, fábricas de hielo, mercados. En el de la colonia San Felipe consiguió un puesto de cargador. Transportó costales, bultos, bolsas y canastas sobre el peso de todos sus años. El dolor de la pierna lo obligaba a renquear y conmovía a las mujeres: Tenga para su refresco
.
Le iba bien, pero no tanto como a los acomodadores de automóviles. En una zona carente de estacionamientos apenas se daban abasto para recibir y entregar los coches. Germán se ofreció a ayudarlos a cambio de que le dieran parte de las propinas. Todos lo rechazaron. La competencia estaba fuerte. Cada día llegaban más y más desempleados que, como él, pretendían ganarse unos centavos haciéndola de viene-viene
. Por eso y por la crisis económica sus ganancias habían disminuido. No estaban en condiciones de compartirlas ni dispuestos a ceder un milímetro de los territorios marcados con sus franelas grises, verdes, rojas: sus banderas.
Los comentarios sonaban como advertencias. Por la tarde Germán le dijo a Cándida que no volvería a la colonia San Felipe. Tomó como pretexto el deseo de trabajar por su cuenta: Manejo bastante bien, soy honrado. No me faltarán clientes. La cosa es saber en dónde
.
Cándida llevaba años limpiando casas y edificios en una colonia aristocrática. Recordó el disgusto de sus patronas cuando, por falta de estacionamiento, dejaban sus coches en las calles y sin miramiento alguno los grueros los arrastraban al corralón.
A la mañana siguiente, Cándida y Germán salieron juntos: ella para hacer el aseo en un edificio de Goldsmith y él rumbo al jardín. Lo eligió por el bullicio de sus alrededores, pero sobre todo porque ese punto le resultaba muy familiar: cuando era chico, los domingos sus padres lo llevaban a Polanco para que él se divirtiera agitando la quietud de los espejos de agua o corriendo alrededor de la estatua de Lincoln.
IV
Viene, viene, señito. Ahí déjemelo. Yo se lo acomodo y si veo que aparece la grúa doy la vuelta. Usted no se preocupe. Conmigo su cochecito se queda bien seguro.
Un rumor perforó la cotidianidad de esos saludos: Dicen que va a haber operativo. Para dentro de dos semanas la calle tiene que estar limpiecita, sin coches y sin acomodadores. Al que no se vaya lo multan o lo detienen, quién sabe
.
Germán no podía creer que fueran a perseguirlos como a delincuentes sólo por realizar un trabajo necesario. Se lo dijo al representante de la delegación cuando fue a verlos y le pidió que se pusiera en su lugar: A esta edad, en nuestras condiciones, ¿en qué vamos a ocuparnos?
La respuesta fue tajante: Son órdenes. Para el lunes todo esto tiene que estar bien limpiecito y si no, aténganse a las consecuencias
.
Cuando el representante se marchó los acomodadores se preguntaron qué harían ante la advertencia. La respuesta fue unánime: seguir allí, batallar hasta el último momento. El fin llegó con un impresionante despliegue de patrullas, grúas y uniformados vociferantes. Sorprendidos, temerosos, los perseguidos forcejearon, quisieron huir, pidieron entrevistarse con las autoridades. Todo fue inútil. Al cabo de unos minutos en las banquetas y en los prados sólo quedaron sus banderas: telas grises, verdes, azules.
V
Germán recuerda la escena mientras avanza en busca de la caseta telefónica. Va de prisa, con todos sus años a cuestas, el dolor en la pierna izquierda, una moneda y la franela roja en el bolsillo. Se alegra de haberla conservado. Con ella puede enjugarse el agua que le escurre por la cara. ¿Es la lluvia?
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