A los 20 años de la guerra desatada por Occidente contra el difunto Saddam Hussein, la violencia bélica se aumenta en Irak y Afganistán, pero hay otra guerra que se extiende también, una que no tiene mucha difusión por televisión, radio y/o los periódicos. Esa guerra tiene su propia carnicería, sus pérdidas, sus perdedores y también sus ganadores.
Las y los perdedores han sido expulsados de sus hogares. Han sido expulsados de su trabajo. Algunos han sido llevados al borde de la locura y aún más allá. Hay muertos, pero otra vez, estos han sido escondidos por los medios de comunicación.
Es porque esta guerra ha sido en su fondo una guerra de clase ––una guerra contra las clases pobres y trabajadores por parte de las clases dominantes y la industria financiera. Las armas de esta guerra desatada dentro el país han sido el desempleo, las ejecuciones hipotecarias, y las cada vez más limitadas líneas de crédito. Y mientras el dinero se quita de las bolsas y los bolsillos de millones de personas, los fondos públicos se usan para llenar las arcas de los bancos, pero también para financiar las guerras desenfrenadas en el mundo – como los casi $3 trillones de dólares para financiar las incursiones en Irak y Afganistán, en muchos casos para apoyar a los corruptos gobiernos narco-cleptocráticos en poder.
Vale la pena repetir que trillones de dólares del erario público se gastan para financiar guerras contra otros países las cuales son totalmente innecesarias e injustificables. Cientos de billones se reparten entre los bancos privados e instituciones financieras, mientras el desempleo, la falta de vivienda y la desesperanza suben a niveles epidémicos que no se han visto durante muchas generaciones. Las escuelas se desmoronan si es que funcionan de alguna manera y esto raras veces, las bibliotecas están cerradas, los servicios públicos se evaporan como la lluvia sobre ladrillos en verano. Y las prisiones están atiborradas.
Las guerras siempre se pelean contra los dos lados ––los vencedores y los perdedores. Y en la época del complejo industrial militar, la guerra se vuelve el combustible para aumentar la riqueza de una estrecha franja de negocios. Pero tiene sus costos más allá de los ataúdes envueltos en banderas, las extremidades hechas añicos, los vientos que aúllan por mentes dañadas, y algo tan banal como el número de bajas de cualquier enemigo imaginario. Los resultados son los infortunios de la recesión instante: el desempleo, las ejecuciones hipotecarias, la falta de vivienda, y sí, la desesperanza. Es una guerra interna contra nosotras y nosotros mismos. Desde el corredor de la muerte soy Mumia Abu-Jamal.
Las y los perdedores han sido expulsados de sus hogares. Han sido expulsados de su trabajo. Algunos han sido llevados al borde de la locura y aún más allá. Hay muertos, pero otra vez, estos han sido escondidos por los medios de comunicación.
Es porque esta guerra ha sido en su fondo una guerra de clase ––una guerra contra las clases pobres y trabajadores por parte de las clases dominantes y la industria financiera. Las armas de esta guerra desatada dentro el país han sido el desempleo, las ejecuciones hipotecarias, y las cada vez más limitadas líneas de crédito. Y mientras el dinero se quita de las bolsas y los bolsillos de millones de personas, los fondos públicos se usan para llenar las arcas de los bancos, pero también para financiar las guerras desenfrenadas en el mundo – como los casi $3 trillones de dólares para financiar las incursiones en Irak y Afganistán, en muchos casos para apoyar a los corruptos gobiernos narco-cleptocráticos en poder.
Vale la pena repetir que trillones de dólares del erario público se gastan para financiar guerras contra otros países las cuales son totalmente innecesarias e injustificables. Cientos de billones se reparten entre los bancos privados e instituciones financieras, mientras el desempleo, la falta de vivienda y la desesperanza suben a niveles epidémicos que no se han visto durante muchas generaciones. Las escuelas se desmoronan si es que funcionan de alguna manera y esto raras veces, las bibliotecas están cerradas, los servicios públicos se evaporan como la lluvia sobre ladrillos en verano. Y las prisiones están atiborradas.
Las guerras siempre se pelean contra los dos lados ––los vencedores y los perdedores. Y en la época del complejo industrial militar, la guerra se vuelve el combustible para aumentar la riqueza de una estrecha franja de negocios. Pero tiene sus costos más allá de los ataúdes envueltos en banderas, las extremidades hechas añicos, los vientos que aúllan por mentes dañadas, y algo tan banal como el número de bajas de cualquier enemigo imaginario. Los resultados son los infortunios de la recesión instante: el desempleo, las ejecuciones hipotecarias, la falta de vivienda, y sí, la desesperanza. Es una guerra interna contra nosotras y nosotros mismos. Desde el corredor de la muerte soy Mumia Abu-Jamal.
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