Denise Dresser
MÉXICO, D.F., 7 de diciembre.- “Este es el invierno de nuestro descontento”, anuncia el duque de Gloucester en la obra shakesperiana Ricardo III. Y vaya que lo es en México tras 10 años de gobiernos panistas en la Presidencia: 10 años con logros como la estabilidad macroeconómica, la expansión de las libertades, el crecimiento de la vivienda, la consolidación del programa Oportunidades, algunas reformas obtenidas en el Congreso. Logros sin duda, pero demasiado pequeños para el tamaño de los retos que México tiene enfrente y que ha ignorado. Mientras tanto, Felipe Calderón convoca a impedir la “tragedia” que significaría el regreso del PRI a Los Pinos, y las encuestas colocan a Enrique Peña Nieto a 40 puntos de ventaja sobre cualquier adversario.
La verdadera tragedia es que el PAN mismo ha contribuido a crear ese escenario. Lleva 10 años produciendo presidencias que no han podido o no han querido pelear por la modernización de México y han preferido conformarse con su inercia; celebrar su estancamiento; darse palmadas en la espalda por las crisis que evitaron y por los riesgos que no tomaron. Vicente Fox será recordado en gran medida por todo lo que pudo hacer y no hizo. Felipe Calderón, por la primacía que le dio a una guerra que no pudo ganar. Por todo lo viejo del antiguo régimen que sigue vivo entre nosotros.
Ambos se convirtieron en presidentes que no quisieron lidiar con los vicios del viejo sistema y erradicarlos. Dos líderes que no pudieron encarar a los peores demonios del PRI como forma de vida y encontrar la manera de exorcizarlos. Incapaces de entender que con la transición tenían ante sí la posibilidad de transformar y no sólo de preservar. Alguien como Vicente Fox, quien había denunciado a las tepocatas, a las alimañas y a las víboras prietas para después tomarse la foto junto a ellas.
Vicente Fox prefirió vender antes que gobernar. Prefirió promover antes que cambiar. Prefirió viajar a lo largo del país antes que comprender lo que debía hacer para echarlo a andar. Prefirió conformarse con la estabilidad macroeconómica, sin pensar en lo que tendría que haber hecho para construir una economía más dinámica sobre sus cimientos. Prefirió mirar el vaso medio lleno, sin ver que la mirada mundial lo ve cada vez más vacío. Un país económicamente estable pero paralizado, subsidiado por su petróleo y sus migrantes. Quizás mejor que ayer para algunos, pero igual que ayer para muchos.
Un país que –en términos de reformas profundas y necesarias– lleva 10 años dormido. Ignorando los retos que la globalización exige: una economía más competitiva, una mano de obra más productiva, una población más educada, un capitalismo más dinámico que genere riqueza y –al mismo tiempo– tenga los incentivos para distribuirla mejor. Un país con logros que palidecen ante el peso de los problemas que Vicente Fox y Felipe Calderón dejarán tras de sí.
Un México más libre pero más polarizado. Un México con más crédito pero con más crimen. Un México con más vivienda pero con más narcotráfico. Un México con más Oportunidades del cual un número creciente de personas decide emigrar. Un México con un Estado más descentralizado pero más acorralado por intereses particulares cada vez más poderosos. Un México con baja inflación y alta concentración de la riqueza. Un México dividido en un Norte violento y un Sur estancado. Un México que va perdiendo la ventaja competitiva de su cercanía con Estados Unidos, mientras lamenta el surgimiento del antimexicanismo que su letargo y su violencia han contribuido a desatar.
Quizás Vicente Fox y Felipe Calderón no son responsables de esta larga lista de sinsabores, ya que el PRI como partido mañoso y obstructor también carga con una parte de la culpa. Pero en muchos casos los presidentes panistas han exacerbado los problemas existentes. Por acción y por omisión. Por lo que hicieron y por lo que dejaron de hacer. Por las viejas reglas del juego que no modificaron y con las que permitieron que los poderosos y los privilegiados en México siguieran jugando. Por todo aquello frente a lo cual Vicente Fox cerró los ojos o volteó la mirada. Por la frivolidad desplegada que su propia esposa fomentó. Por las negociaciones difíciles que debió haber emprendido y eludió. Por el vacío de poder que produjo y que otros llenaron. Porque a lo largo de seis años Fox fue un candidato permanente pero un presidente intermitente. Fue un porrista de tiempo completo pero un jefe de Estado que llevó a éste a su debilitamiento.
Y ese probablemente es el peor legado foxista con el cual Felipe Calderón no ha podido lidiar. Un Estado que en rubros cruciales ha perdido la capacidad para serlo. Un Estado que existe para proteger la seguridad de la población pero no puede hoy asegurarla. Un Estado que existe para gobernar en nombre del interés público que ha sido rebasado por los intereses fácticos. Un Estado acorralado por las fuerzas que debería articular pero frente a las cuales se ha rendido. Un Estado arrinconado por los múltiples “centros de veto” que constriñen su actuación. Los monopolistas rapaces y los líderes sindicales atrincherados y las televisoras chantajistas y los empresarios privilegiados y los movimientos sociales radicales y los priistas saboteadores que ofrecen pactar pero sólo para diluir. Todos los que ejercen el poder informal en México. Todos los que han llenado el hueco que la Presidencia encogida deja allí.
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