En Fuera de Satán (Hors Satan, L’empire), la propuesta mística que de nueva cuenta hace el realizador francés Bruno Dumont (La vida de Jesús, Hadewijch), ya no hay referencias abiertamente religiosas. La ambigüedad se apodera del relato; el personaje central no lleva nombre, es simplemente el hombre, y quien lo acompaña es también llanamente la mujer, como si de entrada el director los colocara en el edén mismo de la creación, un paraíso agreste y seco, donde un acto de bondad puede cumplirse por medio de un crimen.
Esta pareja de road movie espiritual semeja en más de un aspecto a los protagonistas del primer largometraje del estadunidense Terrence Malick, Mundos bajos (Badlands), donde el también enigmático asesino en serie interpretado por Martin Sheen mata al padre de la joven (Sissy Spacek), que imperturbable habría de seguirlo en su larga trayectoria de crímenes gratuitos. En Fuera de Satán, sin embargo, los actos de barbarie son parte de un ritual de expiación mística. Por piedad se pone fin a la agonía de un animal, o se frena el sufrimiento de una joven epiléptica; por piedad también se satisfacen los reclamos sexuales femeninos o se abrevia, con golpes mortales, la pena de algún pretendiente desdeñado. En el mundo primitivo que describe Dumont, apenas distinto al del Flandes de sus ficciones anteriores, no hay lugar para el escrúpulo moral. La sexualidad es animal y la complicidad afectiva un bien inalcanzable. En el mundo profano por el que deambulan los protagonistas, los aparentes milagros se producen sin esfuerzo, los muertos vuelven a la vida y los incendios forestales se apagan misteriosamente.
Como en la novela de Georges Bernanos, Bajo el sol de Satán, llevada a la pantalla magistralmente por el desaparecido Maurice Pialat, el mal recorre los territorios donde habitan las buenas conciencias, confundiéndolo todo con actos de caridad y con ambiguos empeños redentores. El diablo y el buen Dios, parábola sartreana, conviven aquí en un mismo individuo, perversamente benefactor, inasible como cualquier otra revelación divina. La película de Dumont posee una notable belleza hermética que sin duda desconcertará a muchos de sus espectadores, tal vez a esos mismos que antes sucumbieron a la poesía visual, más generosa, de la cinta Luz silenciosa, de Carlos Reygadas.
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