Pedro Miguel
El modelo económico y
político impuesto al país desde hace décadas, la ley del más fuerte, se
proyecta también al ámbito electoral con la ausencia de una
institucionalidad capaz de establecer reglas equitativas y de arbitrar
entre los contendientes. Peña Nieto puede gastarse en propaganda una
suma equivalente al presupuesto de defensa de Estados Unidos, que nadie
le dirá nada. Los concesionarios televisivos postularon candidato
presidencial propio y se dedican a cuidarlo, a evitar que su bancarrota
intelectual trascienda, a minimizarle los daños (casi todos,
autoinfligidos) y a hacer pasar como deseable un retorno al priato cuya
mera posibilidad es llanamente impresentable.
En el curso de la semana pasada, ante el desplante del dueño de TV
Azteca, quien anunció que su empresa transmitiría un partido de futbol
en el horario previsto para el debate entre candidatos presidenciales
–ya Televisa había decidido pasar el encuentro al Canal 5, que no es el
de mayor cobertura–, el Consejo General del IFE, encabezado por Leonardo
Valdés Zurita, se plegó a tales decisiones, alegó carencia de
facultades para exigir una difusión mayor y dejó el asunto en una
humilde petición –
lo que sea su voluntad– a los concesionarios para que dieran un poquito más de difusión al debate. Posteriormente, el Tribunal Electoral se sumó a la claudicación.
Quien sí tiene instrumentos legales a su disposición para ordenar una
cadena nacional es el secretario de Gobernación, Alejandro Poiré, pero
ese funcionario tampoco se atrevió a tocar con el pétalo de una rosa a
la televisión y la radio privadas. El minimizar los impactos de una
confrontación de proyectos entre los aspirantes presidenciales se volvió
prioridad máxima para un frente institucional y corporativo conformado
por Televisa-Azteca, el IFE y la Segob. Contra la difusión nacional del
debate se echó a andar la especie de que constituiría un
atentado a la libertady una “imposición a los televidentes, como si alguna vez a éstos se les consultara la programación, como si no hubiera más horizontes, para ejercer esa libertad, que la disyuntiva debate-futbol, como si no fueran una imposición las cadenas nacionales ordenadas a discreción por el gobierno cada vez que a Felipe Calderón se le ocurre que debe salir al aire a decir alguna mentira, y como si el resultado de un partido –los hay por docenas cada mes– tuviera una trascendencia equiparable a la de informarse para decidir quién habrá de gobernar durante seis años. Un tuitero lo expuso así:
Pierde tu equipo y te arruina el día; llega a la Presidencia un mal candidato y te arruina el sexenio.
A la postre, Ricardo Salinas Pliego concedió la migaja de la
transmisión por el Canal 40. El mejor resultado de la polémica fue, en
todo caso, la gran difusión del debate, en tiempo real, por medios no
tradicionales. En los sitios web de los periódicos, en medios en línea y
en páginas de organizaciones independientes, el encuentro se transmitió
en forma masiva.
Ciertamente, el formato del intercambio venía de antemano mediatizado a un grado tal que da cierto pudor llamarlo
debate. Nada que ver con un verdadero debate político como el que protagonizaron, unos días antes de la elección presidencial del domingo, Hollande y Sarkozy (youtu.be/hnKcJprKalk), en el que realmente hubo un intercambio a profundidad de críticas, propuestas y reflexiones. El IFE, guardián del aparato político-mediático, llevó la banalización hasta el punto de meter en el encuentro, convertido en espectáculo –que es el terreno favorable a Peña Nieto–, a una modelo nalgona de Playboy. Por lo demás, las cámaras se tomaron la libertad –valga la expresión– de censurar imágenes presentadas por el candidato de la izquierda, rehuyeron en varias ocasiones a los ponentes y los operadores de audio les cortaron el micrófono antes de tiempo. Todo, con tal de impedir el contraste de ideas (o de la falta de ellas) y propiciar una trivialización para hacer de un diálogo de interés nacional un reality show. Después de eso, las encuestas pueden decir cualquier cosa.
En suma, el IFE, organizador y responsable de la producción y
difusión del debate, se evidenció como guardián de los intereses y de
los gustos televisivos, y los concesionarios tienen candidato propio: la
ley del (mediáticamente) más fuerte se ha impuesto y una vez más la
defensa de las reglas democráticas está en manos de la ciudadanía
organizada. De ella y de nadie más depende que la elección del 1º de
julio arroje resultados confiables y representativos. El árbitro tiene
preferencia, y no la oculta.
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