Javier Aranda Luna
Las
aves, por su vuelo unen el cielo con la tierra. Se echan a volar sobre
el planeta y desde lo alto ven lo que nadie. Son mensajeras de los
dioses, puente entre éste y el otro mundo. Por eso son también como
quería Emily Dickinson
la cosa con plumas que se posa en el alma.
No debe extrañarnos que despierten con su vuelo en ciertas personas el secreto arte de la ornitomancia como quiso Ibn Haldun. Tampoco que los griegos y los romanos buscaran descifrar el destino hurgando en sus entrañas.
Posadas en el árbol cósmico para algunos pueblos africanos, las aves canoras se posan en el árbol del mundo. Cantan lo que ven desde lo alto o los mensajes que les dictan los dioses.
Oumou Sangare es un ave canora de Malí, de esa periferia donde el hambre se ceba y el sida y el paludismo se multiplican. Su abuela fue cantante y también su madre nos dice, después de haber participado en una ceremonia otomí. Abandonada, su madre como tantas otras, cantó en las calles para sobrevivir hasta que la tristeza por el abandono le impidió cantar y ganarse la vida de esa manera.
La pequeña Oumou Sangare tomó su lugar. Y su canto fue tan sonoro que la invitaron a grabar unas canciones y después otras ya no en Malí, sino en París. Por eso la conocemos.
Escuchar a Sangare alegra el corazón, como dicen y nos cambia el semblante. Esa música de no sé dónde, con acordes tan diferentes a los que escuchamos encaja su sonoridad en el oído. Pero si la música atrapa, la letra sorprende. Sus letras son verdaderos manifiestos contra la poligamia y a favor de la mujer. Crónicas de lo que pasa y no debe ocurrir, sobre los migrantes que abandonan sus pueblos, y sobre los huérfanos y los pobres que multiplican las guerras. Pero sus canciones, que escribe durante el día y a veces atrapa entre los sueños, no sólo tocan esos temas: también reflexionan sobre la muerte y lo efímero de la vida y sobre el amor que aproxima los cuerpos y hace que las jóvenes se pongan perlas en los muslos para resaltar las curvas de sus nalgas.
Oumou SangareFoto Ed Alcock/ Cortesía Discos CoraSon
Le
pregunto si el carácter social de sus letras no demerita su música, si
no encuentra resistencia en algunos sectores. Me dice que lo importante
es hacer música y que los que no quieran escucharla (que generalmente
son los viejos), que no la escuchen. Pero la escuchan y bailan con
ella. Las aves canoras cantan, me asegura, para que se escuchen lejos.
Dice por ejemplo que canta a los padres para que no casen a sus
hijas antes de que tengan senos porque no han madurado. Si lo hacen
arruinan su vida, la desperdician, les quitan la esperanza, la dignidad
y el respeto. Casarse es para ella y debiera ser para todos una
decisión personal
que las muchachas decidan. Un pie no camina solo y se debe caminar, dice, con la gente que uno quiere.
Para ella, como ave que canta y canta la música de lo que pasa las
mujeres y los hombres deben marcar su tiempo, señalarlo, trabajar con
sus dones, no andar sin rumbo sino dejando un rastro indeleble.
Qué nos enseña la muerte, nos pregunta en otro de sus cantos: que
hay que vivir sabiamente. Hablar y discutir y no llegar a la guerra
porque las guerras no sólo arrebatan a una persona sino arrastran a
familias enteras a la miseria.
Fallecer no es lo más difícil/ fallecer sin dejar nada/ detrás, es lo más difícil.
Las aves canoras se posan en la cima de ese gran árbol que es el
mundo. Su fuerza es el espíritu, por eso, como escribiera Shelley
aún cantando te remontan y remontándote no dejan de cantar.
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