La
decisión del presidente Enrique Peña Nieto de que las tropas sigan en
las calles, haciendo labores policiacas, es un desatino por partida
doble
La decisión del
presidente Enrique Peña Nieto de que las tropas sigan en las calles,
haciendo labores policiacas, es un desatino por partida doble: envía un
claro mensaje de que no le temblará la mano para poner en marcha una
represión como la que activó en el poblado de Atenco, siendo
gobernador; y deja sin efecto su ofrecimiento de que regresaría a sus
cuarteles a soldados y marinos. La promesa de que el retorno será
gradual no tiene sentido, porque la sola presencia de militares en las
calles seguramente provocará más violencia.
Vale tal señalamiento porque la inercia de los acontecimientos de los últimos seis años conduce a la continuación de la misma estrategia, no a un cambio que sería imposible en las actuales circunstancias. En este momento, lo urgente es crear condiciones que hagan renacer la confianza ciudadana en la capacidad gubernamental para establecer la paz pública, lo que no se logrará manteniendo la presencia militar en las calles, como si la República estuviera todavía en virtual estado de sitio. El mensaje que envía a la sociedad es el de que lo primordial en el sexenio será mantener la paz, pero la paz porfiriana de los sepulcros.
No es garantía de nada ordenar a las tropas que actúen con pleno respeto a los derechos humanos, pues como bien señaló el director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, José Rosario Marroquín, “pedirle a las fuerzas armadas que respeten los derechos humanos no tiene ningún valor, porque el encargado de eso no puede ser el mismo Ejército”. Por supuesto que no, mucho menos cuando es un contrasentido tal petición, ya que los soldados no están preparadas para velar por los derechos humanos, sino para matar.
Al ser recibido en el Heroico Colegio Militar, Peña Nieto se comprometió a fortalecer a las instituciones castrenses, con lo que demostró un vivo interés en sellar un compromiso de mutuas lealtades, porque así lo demandarán las propias circunstancias. En su discurso, anunció a los soldados que sabrá reconocer, premiar y estimular sus méritos, y sobre todo que habrá de mejorar “sustancialmente los haberes, que les permitan una vida digna y les proporcionen bienestar y certidumbre”. Una pregunta obvia se desprende de tal ofrecimiento: ¿Acaso se tiene la certeza de que la lucha de clases que se avecina, será tan brutal que se requerirá la firmeza del Ejército y la Armada como la única respuesta a las demandas ciudadanas?
Sería muy grave que así fuera, pues lo único que se conseguiría con el apuntalamiento de tácticas represivas, sería poner en marcha el motor de la violencia irrefrenable. Tal parece que las promesas de políticas públicas progresistas estarán condicionadas a un buen comportamiento de la ciudadanía, entendido como la plena aceptación del dominio de la oligarquía sobre la sociedad en su conjunto, aunque ello conduzca a una reducción mayor de la renta nacional, de por sí raquítica, que le corresponde a las clases mayoritarias. Y desde luego a su desmovilización, con el fin de que no haya riesgos de protestas, por justificadas que sean.
Muy pronto, pues, está Peña Nieto mostrando su verdadero rostro. Las consecuencias pueden ser funestas, porque la ciudadanía está esperando que las cosas cambien, que se ponga remedio a la catástrofe que dejó el desgobierno espurio del criminal Felipe Calderón, no que siga la misma inercia destructora del tejido social y de un avivamiento de las causas profundas de la violencia. Quedó claro, luego de seis años de un costoso y sangriento fracaso, que la violencia no fue provocada por la delincuencia organizada, sino por las acciones represivas del Ejecutivo. No de otra forma se explica que en vez de que amainara el fenómeno, al paso de los años se fue recrudeciendo.
El enemigo real no es una hipotética y poderosa delincuencia organizada, sino la dramática realidad que se vive en el país, totalmente injusta y contraria a la meta de propiciar condiciones de una vida democrática y más digna para las clases mayoritarias. De ahí que Peña Nieto desperdiciara una magnífica oportunidad para demostrar un verdadero interés político en modificar una estrategia antidemocrática que urge cambiar para bien del país. El mensaje ante las tropas debió haber sido liberarlas del compromiso de andar por las calles haciendo labores policiacas, agradecerles su lealtad a la Patria y confirmar el mandato constitucional referido a las obligaciones fundamentales de las fuerzas armadas.
Con su actitud, lo único que consiguió fue hacernos recordar a Calderón, cuando lo urgente e impostergable es enviarlo definitivamente a donde pertenece: el más rancio basurero de la Historia. Pero lo más grave de todo, es demostrar la imposibilidad real de que pueda actuar como un verdadero jefe de Estado, capaz de tomar determinaciones fundamentales para el futuro de los mexicanos.
Vale tal señalamiento porque la inercia de los acontecimientos de los últimos seis años conduce a la continuación de la misma estrategia, no a un cambio que sería imposible en las actuales circunstancias. En este momento, lo urgente es crear condiciones que hagan renacer la confianza ciudadana en la capacidad gubernamental para establecer la paz pública, lo que no se logrará manteniendo la presencia militar en las calles, como si la República estuviera todavía en virtual estado de sitio. El mensaje que envía a la sociedad es el de que lo primordial en el sexenio será mantener la paz, pero la paz porfiriana de los sepulcros.
No es garantía de nada ordenar a las tropas que actúen con pleno respeto a los derechos humanos, pues como bien señaló el director del Centro de Derechos Humanos Miguel Agustín Pro Juárez, José Rosario Marroquín, “pedirle a las fuerzas armadas que respeten los derechos humanos no tiene ningún valor, porque el encargado de eso no puede ser el mismo Ejército”. Por supuesto que no, mucho menos cuando es un contrasentido tal petición, ya que los soldados no están preparadas para velar por los derechos humanos, sino para matar.
Al ser recibido en el Heroico Colegio Militar, Peña Nieto se comprometió a fortalecer a las instituciones castrenses, con lo que demostró un vivo interés en sellar un compromiso de mutuas lealtades, porque así lo demandarán las propias circunstancias. En su discurso, anunció a los soldados que sabrá reconocer, premiar y estimular sus méritos, y sobre todo que habrá de mejorar “sustancialmente los haberes, que les permitan una vida digna y les proporcionen bienestar y certidumbre”. Una pregunta obvia se desprende de tal ofrecimiento: ¿Acaso se tiene la certeza de que la lucha de clases que se avecina, será tan brutal que se requerirá la firmeza del Ejército y la Armada como la única respuesta a las demandas ciudadanas?
Sería muy grave que así fuera, pues lo único que se conseguiría con el apuntalamiento de tácticas represivas, sería poner en marcha el motor de la violencia irrefrenable. Tal parece que las promesas de políticas públicas progresistas estarán condicionadas a un buen comportamiento de la ciudadanía, entendido como la plena aceptación del dominio de la oligarquía sobre la sociedad en su conjunto, aunque ello conduzca a una reducción mayor de la renta nacional, de por sí raquítica, que le corresponde a las clases mayoritarias. Y desde luego a su desmovilización, con el fin de que no haya riesgos de protestas, por justificadas que sean.
Muy pronto, pues, está Peña Nieto mostrando su verdadero rostro. Las consecuencias pueden ser funestas, porque la ciudadanía está esperando que las cosas cambien, que se ponga remedio a la catástrofe que dejó el desgobierno espurio del criminal Felipe Calderón, no que siga la misma inercia destructora del tejido social y de un avivamiento de las causas profundas de la violencia. Quedó claro, luego de seis años de un costoso y sangriento fracaso, que la violencia no fue provocada por la delincuencia organizada, sino por las acciones represivas del Ejecutivo. No de otra forma se explica que en vez de que amainara el fenómeno, al paso de los años se fue recrudeciendo.
El enemigo real no es una hipotética y poderosa delincuencia organizada, sino la dramática realidad que se vive en el país, totalmente injusta y contraria a la meta de propiciar condiciones de una vida democrática y más digna para las clases mayoritarias. De ahí que Peña Nieto desperdiciara una magnífica oportunidad para demostrar un verdadero interés político en modificar una estrategia antidemocrática que urge cambiar para bien del país. El mensaje ante las tropas debió haber sido liberarlas del compromiso de andar por las calles haciendo labores policiacas, agradecerles su lealtad a la Patria y confirmar el mandato constitucional referido a las obligaciones fundamentales de las fuerzas armadas.
Con su actitud, lo único que consiguió fue hacernos recordar a Calderón, cuando lo urgente e impostergable es enviarlo definitivamente a donde pertenece: el más rancio basurero de la Historia. Pero lo más grave de todo, es demostrar la imposibilidad real de que pueda actuar como un verdadero jefe de Estado, capaz de tomar determinaciones fundamentales para el futuro de los mexicanos.
Guillermo Fabela - Opinión EMET
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