El
problema entonces no será de falta de experiencia del gabinete, sino de
compromisos ineludibles que Peña Nieto estará obligado a enfrentar
Son
incontables los problemas que agobian al país, luego de tres décadas de
que las políticas fundamentales para la sociedad se toman en el
exterior. Solucionarlos no es un asunto de nombres en el gabinete de
Enrique Peña Nieto, sino de compromisos. Son éstos los que determinarán
finalmente el rumbo que seguirá el nuevo gobierno federal, así como las
vías para resolverlos.
La realidad nos muestra que Peña Nieto no tiene más que dos opciones: seguir los dictados de quienes mandan en el mundo, o tratar de seguir un camino propio en beneficio de los mexicanos. No hay otra disyuntiva y tendrá que decidir cuál rumbo tomar apenas al tomar posesión.
Vale adelantar que se inclinará por la primera opción, no sólo porque así le conviene a fin de no malquistarse con los poderes fácticos, nacionales y sobre todo extranjeros; sino porque sus intereses personales son fundamentalmente conservadores, ajenos a los prioritarios de la sociedad mayoritaria.
Esto se verá en las primeras semanas y meses, cuando encamine su estrategia económica que será esencialmente favorable al gran capital, no a las necesidades del pueblo mexicano. Para eso recibió total apoyo de los sectores oligárquicos, quienes lo estarán vigilando a fin de que no tenga intenciones “populistas” por ningún motivo.
La política estará encaminada con una finalidad prioritariamente disuasiva; no para buscar y formar consensos y equilibrios indispensables, sino para evitar que los conflictos se desborden y comiencen a enardecer una lucha de clases que, una vez en marcha, podría desembocar en una secuela de protestas cada vez más firmes y fundamentadas.
No hay duda que la sociedad sentirá, los primeros meses, un cambio en el estilo de gobierno, que verá incluso favorable por la experiencia de los principales personajes del gabinete político de Peña Nieto. Sin embargo, pronto empezaría un enrarecimiento del ambiente político nacional, al demostrarse en los hechos que la economía sigue estando al servicio de una minoría insaciable, y peor aún, al de una plutocracia internacional que mira a México como un botín muy apetecible.
El problema entonces no será de falta de experiencia del gabinete, sino de compromisos ineludibles que Peña Nieto estará obligado a enfrentar del único modo posible: entregando los bienes nacionales de acuerdo con reglas impuestas desde los centros de poder trasnacional. No le quedará otro camino porque necesitará recursos para poner en marcha un programa inicial de gobierno, de una magnitud que le permita buscar acuerdos con las diferentes fuerzas políticas del país, pero sobre todo con grupos empresariales autóctonos.
Ni que decir tiene que llegará con las manos atadas, incapacitado realmente para impulsar cambios favorables, ya no digamos a las clases mayoritarias, ni siquiera para el país como un todo. México es una nación hipotecada por los criminales desatinos de los gobiernos neoliberales, que Felipe Calderón agravó a extremos extraordinarios. Tal realidad sólo podría cambiarse con el total apoyo del pueblo, cosa impensable en este momento, cuando las clases populares han sido rudamente golpeadas, en sus bolsillos y sobre todo en su dignidad.
Esto lo saben los grupos de poder oligárquico, por eso actúan con tal soberbia, y hasta se dan el lujo de tener a quien ejerce el poder presidencial como un rehén imposibilitado de levantar tan siquiera la mirada. Peña Nieto no tiene un mínimo interés en oponerse a los designios de los poderes fácticos, motivo por el cual el gabinete político tendrá una enorme responsabilidad en sus manos: evitar que los conflictos derivados de la injusta estrategia económica se desborden a niveles inmanejables.
Así, mientras por la mañana los tecnócratas puros trabajarán para garantizar el enriquecimiento de los pocos que pueden hacerlo, por la tarde y noche los políticos lo harán a marchas forzadas para que las consecuencias de tal proceder de sus colegas no desborden los cauces institucionales. Labor muy compleja en las actuales condiciones del país, luego de un sexenio sangriento, caracterizado por una total falta de sensatez de quien encabezó el Ejecutivo, pero también por una corrupción que superó experiencias anteriores.
En tales condiciones, el arranque del gobierno de Peña Nieto será no sólo muy complejo, sino que estará en todo momento al borde de un profundo abismo. Las presiones que tendrá a toda hora podrían ahogarlo, si no tiene la suficiente inteligencia para controlarlas. Las cosas serían menos difíciles para el país en la medida que actuara con un elemental patriotismo, pero se trata de una actitud imposible de esperar de quien no ha mostrado preocupaciones a este respecto.
El patriotismo, para los tecnócratas, es un asunto intrascendente, anacrónico, fuera de tono y de lugar. No cabe en un mundo dominado por intereses plutocráticos que rebasan fronteras y nacionalismos; un mundo de libre comercio, aunque tal libertad sólo la puedan ejercer unos cuantos: los pocos titiriteros que mueven los hilos del poder en el mundo.
La realidad nos muestra que Peña Nieto no tiene más que dos opciones: seguir los dictados de quienes mandan en el mundo, o tratar de seguir un camino propio en beneficio de los mexicanos. No hay otra disyuntiva y tendrá que decidir cuál rumbo tomar apenas al tomar posesión.
Vale adelantar que se inclinará por la primera opción, no sólo porque así le conviene a fin de no malquistarse con los poderes fácticos, nacionales y sobre todo extranjeros; sino porque sus intereses personales son fundamentalmente conservadores, ajenos a los prioritarios de la sociedad mayoritaria.
Esto se verá en las primeras semanas y meses, cuando encamine su estrategia económica que será esencialmente favorable al gran capital, no a las necesidades del pueblo mexicano. Para eso recibió total apoyo de los sectores oligárquicos, quienes lo estarán vigilando a fin de que no tenga intenciones “populistas” por ningún motivo.
La política estará encaminada con una finalidad prioritariamente disuasiva; no para buscar y formar consensos y equilibrios indispensables, sino para evitar que los conflictos se desborden y comiencen a enardecer una lucha de clases que, una vez en marcha, podría desembocar en una secuela de protestas cada vez más firmes y fundamentadas.
No hay duda que la sociedad sentirá, los primeros meses, un cambio en el estilo de gobierno, que verá incluso favorable por la experiencia de los principales personajes del gabinete político de Peña Nieto. Sin embargo, pronto empezaría un enrarecimiento del ambiente político nacional, al demostrarse en los hechos que la economía sigue estando al servicio de una minoría insaciable, y peor aún, al de una plutocracia internacional que mira a México como un botín muy apetecible.
El problema entonces no será de falta de experiencia del gabinete, sino de compromisos ineludibles que Peña Nieto estará obligado a enfrentar del único modo posible: entregando los bienes nacionales de acuerdo con reglas impuestas desde los centros de poder trasnacional. No le quedará otro camino porque necesitará recursos para poner en marcha un programa inicial de gobierno, de una magnitud que le permita buscar acuerdos con las diferentes fuerzas políticas del país, pero sobre todo con grupos empresariales autóctonos.
Ni que decir tiene que llegará con las manos atadas, incapacitado realmente para impulsar cambios favorables, ya no digamos a las clases mayoritarias, ni siquiera para el país como un todo. México es una nación hipotecada por los criminales desatinos de los gobiernos neoliberales, que Felipe Calderón agravó a extremos extraordinarios. Tal realidad sólo podría cambiarse con el total apoyo del pueblo, cosa impensable en este momento, cuando las clases populares han sido rudamente golpeadas, en sus bolsillos y sobre todo en su dignidad.
Esto lo saben los grupos de poder oligárquico, por eso actúan con tal soberbia, y hasta se dan el lujo de tener a quien ejerce el poder presidencial como un rehén imposibilitado de levantar tan siquiera la mirada. Peña Nieto no tiene un mínimo interés en oponerse a los designios de los poderes fácticos, motivo por el cual el gabinete político tendrá una enorme responsabilidad en sus manos: evitar que los conflictos derivados de la injusta estrategia económica se desborden a niveles inmanejables.
Así, mientras por la mañana los tecnócratas puros trabajarán para garantizar el enriquecimiento de los pocos que pueden hacerlo, por la tarde y noche los políticos lo harán a marchas forzadas para que las consecuencias de tal proceder de sus colegas no desborden los cauces institucionales. Labor muy compleja en las actuales condiciones del país, luego de un sexenio sangriento, caracterizado por una total falta de sensatez de quien encabezó el Ejecutivo, pero también por una corrupción que superó experiencias anteriores.
En tales condiciones, el arranque del gobierno de Peña Nieto será no sólo muy complejo, sino que estará en todo momento al borde de un profundo abismo. Las presiones que tendrá a toda hora podrían ahogarlo, si no tiene la suficiente inteligencia para controlarlas. Las cosas serían menos difíciles para el país en la medida que actuara con un elemental patriotismo, pero se trata de una actitud imposible de esperar de quien no ha mostrado preocupaciones a este respecto.
El patriotismo, para los tecnócratas, es un asunto intrascendente, anacrónico, fuera de tono y de lugar. No cabe en un mundo dominado por intereses plutocráticos que rebasan fronteras y nacionalismos; un mundo de libre comercio, aunque tal libertad sólo la puedan ejercer unos cuantos: los pocos titiriteros que mueven los hilos del poder en el mundo.
Guillermo Fabela - Opinión EMET
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