Editorial La Jornada
En
los días posteriores al sábado primero de diciembre surgieron diversos
elementos que prueban la conducta injustificada de los efectivos
policiales durante la represión de las protestas por la toma de
posesión de Enrique Peña Nieto como presidente, así como documentos que
sugieren la connivencia entre agentes del orden y sujetos que ese día
protagonizaron actos de vandalismo en el Centro Histórico de la
capital: videos, testimonios, declaraciones e inconsistencias en las
versiones oficiales indican, por una parte, que los cuerpos del orden
actuaron en forma errática, en el menos peor de los casos; que algunos
de sus efectivos lesionaron deliberadamente a varios manifestantes; que
muchas de las detenciones fueron efectuadas en forma arbitraria y sin
que hubiera flagrancia, y que pudo haber una vinculación operativa
perversa entre autoridades no identificadas y provocadores usados para
crear un ambiente de confrontación.
De lo anterior se desprende, por una parte, que buena parte de los
67 detenidos que hasta ayer aún continuaban presos por los desmanes en
el primer cuadro de la ciudad son inocentes de los cargos que se les
pretende imputar y, por el otro, que existió un descontrol, un designio
de atizar la violencia, o ambas cosas, en las corporaciones federal y
capitalina.
Ayer, Amnistía Internacional se sumó, mediante un comunicado, a la
demanda que enarbolan diversas organizaciones sociales y humanitarias
del país de poner en libertad a los ciudadanos manifiestamente
inocentes que fueron capturados el sábado anterior y pidió que se
investiguen los excesos represivos cometidos por las fuerzas policiales.
Los
reclamos resultan procedentes por cuanto muchos ciudadanos se
encuentran hoy en la cárcel sin haber cometido delito alguno y en la
medida en que ni las instancias federales ni las capitalinas han
manifestado, hasta el momento, una intención verosímil de investigar
los excesos policiales perpetrados el sábado pasado.
Justamente ayer, en momentos en que Miguel Ángel Mancera tomaba
posesión como nuevo gobernante de la ciudad, familiares, amigos y
compañeros de los detenidos se manifestaron afuera de la Asamblea
Legislativa del Distrito Federal. El hecho es significativo, porque el
nuevo jefe de Gobierno hereda un conflicto que deberá encarar y
resolver en forma prioritaria, por cuanto la continuidad que ofreció en
su discurso inaugural no debe convertirse en encubrimiento de abusos de
poder.
Otro tanto ocurre con el gobierno federal que asumió el día de los
hechos: el nuevo procurador, Jesús Murillo Karam, tiene ante sí la
obligación legal de esclarecer las agresiones policiales que dejaron a
un manifestante en estado de coma, a otro sin un ojo y a varios más con
lesiones de diversa gravedad. De otra manera, los sucesos del primero
de diciembre se convertirán en una marca inaugural negativa para la
administración de Peña Nieto y en la confirmación de los temores
externados por muchos sobre los riesgos del regreso del priísmo a la
presidencia.
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