Editorial La Jormada
El
martes, el pleno de la Cámara de Diputados aprobó una reforma al
artículo 27 de la Constitución, propuesta por la diputada priísta
Gloria Elizabeth Núñez Sánchez, que elimina la prohibición para que
ciudadanos extranjeros posean bienes inmuebles en las llamadas zonas
restringidas –una franja de 100 kilómetros en las fronteras y de 50
kilómetros en las playas– con la condición de que tales propiedades
sean destinadas a uso habitacional y no comercial, industrial o
agrícola. En la lógica de los legisladores que aprobaron dicha
modificación, pertenecientes a las bancadas de PRI y PAN, dicha
prohibición constitucional obedece a una circunstancia histórica hoy
superada –el riesgo de una invasión
cuerpo a cuerpode ejércitos extranjeros por las playas o por las fronteras–, que ha dado lugar a ejercicios de simulación en los que ciudadanos de otros países adquieren propiedades en esas franjas de territorio mediante fideicomisos o prestanombres.
que por virtud de la marea cubre y descubre el agua, desde los límites de mayor reflujo hasta los límites de mayor flujo anualesy establece una Zona Federal Marítimo Terrestre (Zofemat) que constituye un bien público, delimita el área propiamente habitable de la región costera y que
estará constituida por la faja de 20 metros de ancho de tierra firme, transitable y contigua a dichas playas. Esta última, sin embargo, no está mencionada siquiera en el dictamen aprobado por los diputados.
Así fuera cierto que en el mundo contemporáneo se hubiera desvanecido el riesgo de una invasión a través de las playas o de las franjas fronterizas, habría debido considerarse que hoy existen circunstancias socioeconómicas que habrían hecho necesario mantener la limitación eliminada por el pleno de San Lázaro.
En concreto, la eliminación de la prohibición referida puede generar una presión inmobiliaria y especulativa devastadora sobre las zonas hasta ahora restringidas, habida cuenta la asimetría enorme entre los ingresos de los habitantes de las regiones costeras y los de inversionistas extranjeros que quieran invertir en ellas.
El
deterioro socioeconómico y el abandono que padecen muchas comunidades
costeras tras cinco lustros de política neoliberal las ha colocado en
una situación de supervivencia, o casi, en la que les resultaría casi
inevitable sucumbir ante una demanda inmobiliaria exponenciada por la
brusca expansión del universo de compradores.
Acto seguido, los vendedores se enfrentarían a una tragedia semejante a la que afrontaron muchos de los ejidatarios que se deshicieron de sus tierras tras la reforma salinista al artículo 27 constitucional, que hizo posible enajenar las tierras ejidales: la pérdida simultánea del espacio laboral y del habitacional, la imposibilidad de transformar en capital productivo el dinero recibido a cambio –porque siempre es muy poco y porque no hubo ninguna planeación oficial que auspiciara esa transformación– y, a mediano plazo, una vez agotados los recursos de la venta, la reducción a una vida sin vivienda ni actividad económica, el tránsito a la informalidad, la mendicidad, la emigración forzosa o la delincuencia.
Por añadidura, la conversión de las tierras hasta ahora restringidas en áreas exclusivamente habitacionales, turísticas y, previsiblemente, lujosas, haría muy difícil la supervivencia de las pequeñas unidades productivas –cooperativas pesqueras, granjas acuícolas, prestación de servicios turísticos artesanales– que se desarrollan en esas zonas.
Si el propósito es evitar actos de simulación mediante los cuales algunos extranjeros burlaban la prohibición que se pretende derogar, lo pertinente es corregir y erradicar las prácticas fraudulentas correspondientes y hacer frente, de una vez por todas, a la vasta corrupción que las hace posibles.
En lo inmediato es procedente pedir a los integrantes del Senado que detengan la disposición y actúen con la sensatez, el sentido nacional y la visión de sociedad y de futuro que no tuvieron sus contrapartes en San Lázaro.
Acto seguido, los vendedores se enfrentarían a una tragedia semejante a la que afrontaron muchos de los ejidatarios que se deshicieron de sus tierras tras la reforma salinista al artículo 27 constitucional, que hizo posible enajenar las tierras ejidales: la pérdida simultánea del espacio laboral y del habitacional, la imposibilidad de transformar en capital productivo el dinero recibido a cambio –porque siempre es muy poco y porque no hubo ninguna planeación oficial que auspiciara esa transformación– y, a mediano plazo, una vez agotados los recursos de la venta, la reducción a una vida sin vivienda ni actividad económica, el tránsito a la informalidad, la mendicidad, la emigración forzosa o la delincuencia.
Por añadidura, la conversión de las tierras hasta ahora restringidas en áreas exclusivamente habitacionales, turísticas y, previsiblemente, lujosas, haría muy difícil la supervivencia de las pequeñas unidades productivas –cooperativas pesqueras, granjas acuícolas, prestación de servicios turísticos artesanales– que se desarrollan en esas zonas.
Si el propósito es evitar actos de simulación mediante los cuales algunos extranjeros burlaban la prohibición que se pretende derogar, lo pertinente es corregir y erradicar las prácticas fraudulentas correspondientes y hacer frente, de una vez por todas, a la vasta corrupción que las hace posibles.
En lo inmediato es procedente pedir a los integrantes del Senado que detengan la disposición y actúen con la sensatez, el sentido nacional y la visión de sociedad y de futuro que no tuvieron sus contrapartes en San Lázaro.
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