Tomás Mojarro
El Santo, mis valedores, en el retablillo anual. Va aquí, para todos ustedes, el memorial con el que año con año me arrimo a la advocación de ese Santo de la santería popular que parió y crió la imaginería de la conciencia popular, y que permanece vivo en la memoria colectiva por gracia y milagro de esas vetustas películas de villanos y malandrines, atroces vampiros y una cohorte rozagante de Teres Velázquez y Reginas Torné en ropitas menores que convoca El Santo y la de plasma exhuma esta tarde y mañana también. Porque vivo está enmascarado, redivivo en la conciencia colectiva a contracorriente del tiempo que todo lo borra. (Hoy pudiera también referirme a algunas otras efemérides significativas, pero me parece ocioso evocar los años de 1857 y 1917 si a lo entonces ocurrido en la fecha de hoy nadie les concede la menor importancia. En fin.)
El Santo, El Enmascarado de Plata. Ocurrió hace 30 años, pero en tratándose del Santo tutelar de esa arena llamada México 30 años no es nada. Santo Señor de los menesterosos…
Fue un cinco de febrero de 1984, me acuerdo. Otro día el paisanaje amanecía huérfano porque de repente se le fue el Santo al cielo, el Santo de su devoción, Qué tiempos aquellos. Nosotros, los de El Santo, ya no somos los mismos, que afirma el poeta. Mis valedores: yo, al recuerdo del símbolo popular, este cinco de febrero entono mi endecha anual, y celebro el oficio de tinieblas porque se nos fue El Santo al cielo.
Y lo que es el poder de los símbolos. Este ya inscrito en la mitología popular y conservado en el formol de la imaginería de las masas permanece vivo en la memoria colectiva por gracia y milagro de esas vetustas películas de naftalina que una y otra vez la de plasma exhuma ante ustedes. Vivo está, redivivo a contracorriente del tiempo que, aliado fiel del Alzheimer, todo lo borra. El Santo, el Enmascarado de plata. A propósito:
Fue en día como el de mañana cuando el paisanaje amanecería huérfano porque de repente se le fue El Santo al cielo. El Santo de su devoción. A mí de repente se me llenan de remembranzas mente y pupilas en derredor de la vera efigie de uno de los que muy pocos, tal vez ni él mismo, identificaban como un tal Rodolfo Guzman Huerta, pero que todos conocíamos, quizá hasta él mismo, como el Enmascarado de plata. Qué tiempos. Nosotros, los de El Santo, ya no somos los mismos, que no es lo mismo El Santo que mil Konan después. En este nuevo aniversario de la fecha infausta en que se nos fue El Santo al cielo entono la endecha:
Santo, Santo, Santo, señor de los cuadriláteros. Santo Enmascarado de plata, te rogamos, óyenos. Sanchopancesco quijote de máscara y capa cirquera, ahí donde ahora tomas resuello tras de caer vencido en la rigurosa lucha a una sola caída y sin límite de tiempo, escucha a estos tus devotos, los que acá nos quedamos. Esto te lo digo porque eres Santo tutelar de la fanaticada de todas las arenas arrabaleras donde se creyó -se cree- en ti y en ti se confía como nunca en ninguno de esos luchadores rudos, villanos del golpe bajo, la trampa y el costalazo, que han dejado memoria ingrata en esa arena que se nombra México. Te lo digo también por lo que en mi gente eres de ánima y estilo, de amalgama e identidad, contraseña y memoria colectiva. Porque percibo que mueres al modo del Nanahuatzin del panteón náhuatl, requemado en la hornaza para revivir Quinto Sol, símbolo y Santo de la santería popular. Porque a tu advocación se arriman ésos que … (La endecha sigue mañana.)
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