Ricardo Raphael
La ciudadanía es un estatus cargado de privilegios. Gracias a ella la persona tiene acceso a bienes y derechos. También obtiene reputación y dignidad dentro de la comunidad que se la reconoce. Se trata de un invento muy antiguo del ser humano para obligar a mirar en el otro a un semejante.
En sentido inverso, quien no tiene ciudadanía es un otro desnudo, indefenso, desposeído, marginado de los bienes de la comunidad. Sin ciudadanía no sólo se carece de derechos, también se vive privado de los mecanismos para exigirlos.
La ciudadanía es el criterio que determina si una persona vive fuera o dentro del cierre social, dentro o fuera de las murallas medievales, del ágora griega, de las fronteras nacionales. Sin importar época, cultura o vocablo para nombrarla, la ciudadanía es el artefacto que los seres humanos inventamos hace demasiados siglos para determinar, a la vez, pertenencia y extranjería.
Hannah Arendt escribió que era la llave para acceder a los derechos. Sin embargo, como tantos migrantes saben, la ciudadanía no sólo abre puertas, también las cierra. Sirve para incluir pero igual hace lo contrario.
En esta hebra de ideas no resulta extraño que la ciudadanía resulte un feroz campo de batalla; a veces retórico y otras incluso bélico. Un lugar donde se disputa algo más que la identidad social. A través de ella se ha guerreado por el acceso al alimento, por la libertad para comerciar, por la salud, la educación, el tránsito, la dignidad, el trato, la riqueza, la justicia, y un largo etc.
En la historia humana son numerosas las violencias impuestas para definir quién tiene acceso a qué, a partir de la ciudadanía. Viene a la cabeza la Guerra Civil estadounidense donde el desacuerdo entre la esclavitud y la ciudadanía de las personas afrodescendientes terminó cobrando decenas de miles de vidas.
Es moda reciente —hará cosa de 350 años— que la ciudadanía se define formalmente en las constituciones. No debe, sin embargo, cometerse el error de suponer que la ciudadanía se agota en su naturaleza legal; muchas veces la trasciende. Con todo, sirve a veces la ley para crecer su dimensión, para dibujarla como aspiración en el horizonte y para que pueda ser interpretada en un tiempo y lugar determinados. De ahí que los cambios constitucionales a propósito de la franquicia ciudadana sean igualmente objeto de aguerridas discusiones y muchas fracturas.
En México, durante los últimos veinte años, las batallas por la ciudadanía han sido intensas. Sirve mencionar, entre otros ejemplos, el derecho al voto efectivo, la prohibición explicita para discriminar, las reformas en materia de amparo, derechos humanos y acciones colectivas o la libertad de conciencia.
Al menos desde el plano legal, hoy son más ciudadan@s que hace dos décadas, homosexuales y lesbianas, las y los niños, personas adultas mayores, mujeres, consumidores, o quienes pertenecen a minorías religiosas. Las reformas que ha experimentado nuestra Constitución han mejorado también la defensa que las personas pueden hacer de sus derechos.
Cabe sin embargo insistir con que la realidad de la ciudadanía suele trascender al texto de la ley. En efecto, que la norma formal se transforme no siempre implica, al menos en el corto plazo, un cambio de la naturaleza ciudadana.
En México, continúan las y los indígenas excluidos de la ciudadanía mexicana. Lo mismo que quienes, por razones de clase o posición económica, padecen cotidianamente desigualdad de trato desde el Estado o la sociedad. Sufren una ciudadanía despojada los jóvenes que recibieron educación sin calidad, las trabajadoras del hogar que resienten indignidad, los niños explotados como trabajadores y limosneros, los pobladores de nuestras montañas, siempre tan alejados de la obra del gobierno, las mujeres sometidas a las recias reglas de la comunidad patriarcal y tantos más.
En estos días del aniversario de la Constitución bien vale precisar dónde han concluido cada una de las batallas por la ciudadanía mexicana. Si bien su evolución última merece reconocimiento, en México la institución ciudadana todavía desiguala más de lo que iguala. No sólo fueron necesarias las reformas constitucionales, necesitaríamos una gran reforma cultural (¿mental?) para poder abrir muy amplia la puerta de entrada a la polis y también para poner parejo el piso entre las personas que coexistimos en esta comunidad.
Twitter: @ricardomraphael
www.ricardoraphael.com
Periodista
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