Cristina Pacheco
Hace
47 años, un Miércoles de Ceniza, que Teresa llegó a nuestra casa. Ella
fue la primera persona atraída por el anuncio que mi hermana Otilia y
yo pusimos sobre la puerta de nuestra casa, en la calle de Soto:
Se alquila recámara amueblada. Inexpertas, no agregamos especificaciones. En nuestras circunstancias –una pensioncita y muchas deudas–, el derecho de admisión era más que un lujo: habríamos recibido en calidad de huésped a cualquier necesitado de alojamiento accesible y limpio.
Para fortuna nuestra, quien apareció antes que nadie fue Teresa.
Siempre que pronuncio su nombre la recuerdo con el aspecto que tenía
cuando la conocí: muy alta, con los ojos saltones, las cejas hirsutas y
un bozo que sombreaba sus labios, en exceso delgados. Su cuerpo, largo
y plano, era como un perchero del que colgaban prendas de color pardo y
sin adornos.
Se presentó por su nombre completo. Sin que se lo preguntáramos,
justificó su interés por hospedarse con nosotras diciendo que trabajaba
en una peluquería de las calles de Cuba, y esa relativa proximidad le
significaba ahorro de dinero en el transporte.
Celebramos esa ventaja y nos ofrecimos a mostrarle la recámara que
hasta su muerte ocuparon mis padres. Era la última de la casa y daba a
la calle.
De día es un poco ruidosa, pero en la noche es bastante tranquila, dije. Mi hermana quiso compensar mi torpe intervención ponderando las cualidades del cuarto: buena luz, techo alto, paredes sin salitre. Por último mencionó la proximidad del baño. Para resarcirme de mi error agregué:
Siempre hay agua.
Puesta al tanto de lo más indispensable, sólo faltaba indicarle el
precio del alquiler. Al cabo de un breve regateo Teresa quedó conforme
con la mensualidad y prometió regresar con su equipaje el lunes
siguiente. Sin más que decir, la acompañamos hasta la puerta y
permanecimos allí hasta que desapareció. Apenas en ese momento nos
dimos cuenta de que no le habíamos pedido un adelanto que afianzara el
trato. De todas formas retiramos el aviso que significaba nuestra
salvación:
Se alquila recámara amueblada.
Otilia y yo pasamos el resto de la semana intranquilas. Por un lado
temíamos que nuestra posible huésped no reapareciera y por otro
tratábamos de imaginar la forma en que alteraría nuestra vida el hecho
de que se instalara en nuestra casa una persona ajena a la familia y de
quien sólo sabíamos el nombre y la ocupación. Por cierto,
malinterpretamos la palabra
peluquería. Teresa no era empleada de un salón de belleza, sino en un taller especializado en pelucas.
II
Contra nuestros temores, Teresa llegó a la casa el lunes por la
tarde. Le dimos la bienvenida y ella nos respondió con un gesto
equivalente a una sonrisa. Su único equipaje era un velís negro
cinchado con dos lazos. Se negó a que le ayudáramos a cargarlo y se
dirigió a la recámara, su recámara a partir de aquel momento.
Agobiada por el peso de la maleta, al caminar se bamboleaba como un
viajero que avanza por el pasillo de un tren en movimiento.
Esa noche Teresa compartió su primera cena con mi hermana y conmigo.
Sin saber qué nivel de familiaridad podríamos permitirnos con la recién
llegada, Otilia y yo hablamos mucho; ella, en cambio, poco y sin tocar
asuntos personales. Bajo esas restricciones la posibilidad de una
conversación era muy pobre, así que nos concretamos a preguntarle si
necesitaba algún cambio en su cuarto, tal vez otro mueble.
Respondió
que todo estaba bien. Sólo quería preguntarnos si estaríamos de acuerdo
en establecer horarios para evitarnos contratiempos. Aprobamos la
medida y enseguida nos informó que acostumbraba meterse a la regadera a
las seis. Propuso las ocho de la mañana para el desayuno y las nueve de
la noche para la cena. Respecto de la comida, seguiría haciéndola con
la dueña del taller, excepto sábados y domingos. Mi hermana sugirió las
tres de la tarde para comer.
Aquella noche Otilia y yo nos desvelamos; hablamos de nuestra
huésped, de sus evasivas, su frugalidad, su energía al restregar los
cubiertos antes de usarlos, la forma en que planchaba el mantel con su
mano y la lentitud con que bebía el agua o el café con leche haciendo
buchecitos.
Uniendo todos esos detalles acabamos por hacernos la imagen de una
Teresa discreta, solitaria, algo maniática, llena de tics inofensivos,
propios de las personas mayores. Eso nos llevó a preguntarnos qué edad
tendría nuestra huésped. No hicimos cálculos. Nos bastaba con haber
llegado a la conclusión de que una persona como Teresa no podría
cambiar nuestra forma de vida. Que nos hubiera impuesto sus horarios
era más bien tranquilizador, aunque a partir del día siguiente
tuviéramos que renunciar a los duchazos matutinos. Otilia dijo que,
bien vista, esa pequeña alteración era un retorno a la época en que mi
madre nos obligaba a bañarnos por la noche a fin de evitar que
llegáramos tarde a la escuela. Me emocionó el recuerdo; no obstante, me
pregunté cuándo se iría Teresa.
III
Su estancia en nuestra casa se prolongó quince años. En
todo ese tiempo fue puntual con las rentas, comedida, discreta; sin
embargo, aunque poco saliera de su cuarto, su presencia fue invadiendo
la casa. Empezó por dejar encima de los muebles sus herramientas de
peluquera y por tender en el baño los mechones de cabello natural que
lavaba antes de utilizarlos en las pelucas.
Luego, sin advertencia previa, trajo a la casa las cabezas de pasta
italiana –muy bellas, por cierto– que necesitaba para colocar las redes
en las que incrustaría las guedejas. Recuerdo con horror la primera vez
que encontré en la mesa de centro uno de aquellos maniquíes con ojos de
vidrio y una sonrisa eterna que dejaba al descubierto sus dientes de
porcelana. Esa expresión horrible apareció, y sigue apareciendo, en mis
pesadillas.
Ni Otilia ni yo nos atrevíamos a protestar ante los pequeños
avances. Aun cuando nuestra huésped estuviera ausente, los comentábamos
disgustadas (siempre en voz baja por el secreto temor de que alguien
pudiera escucharnos) pero después no nos atrevíamos a frenarlos. En vez
de hablarle francamente a Teresa, mi hermana y yo nos replegamos,
cedimos el espacio a las herramientas, los mechones y los maniquíes.
Un sábado, de buenas a primeras, Teresa nos dijo que se mudaba. No
le preguntamos a dónde ni el motivo de su cambio. Tampoco intentamos
retenerla. En cuanto se fue corrimos a su recámara. Al abrir
la puerta vimos sobre el tocador uno de aquellos maniquíes sonrientes.
Lo guardamos en una caja, seguras de que Teresa volvería a recogerlo.
Aún no lo hace y la recámara continúa cerrada.
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