Carlos Bonfil
Fotograma de la película dirigida por Robert Eggers, quien presenta un relato de horror muy contemporáneo
Días de ira. Robert Eggers, director y guionista de La bruja (The witch), tuvo el acierto de colocar a su primer largometraje el subtítulo sugerente de Un cuento popular de Nueva Inglaterra. Con esa precisión, el también realizador de dos cortometrajes fantásticos, uno de ellos adaptación del cuento Hansel y Gretel de
los hermanos Grimm, anticipa el clima sobrenatural que habrá de dominar
en su relato, una leyenda de horror ambientada en 1630, a pocos años de
la llegada de los primeros colonos a las costas del Atlántico norte.
Entre todos los personajes de ese puritanismo austero que llega a
América, Eggers destaca la figura del patriarca William (Ralph Ineson),
cuyo fundamentalismo religioso muy pronto lo aparta de su comunidad,
obligándolo a exilarse con esposa e hijos a una pequeña granja
solitaria, en los linderos de un bosque sombrío habitado, según rumoran
voces supersticiosas, por brujas desdentadas y desnudas que flotan por
los aires (salidas casi de un cuadro de Goya), y que ahí se libran, cada
noche, a siniestros rituales de adoración al maligno.
Ese bosque es una presencia tan enigmática y amenazadora como el mismo que aparece en Macbeth y que en algún momento habrá de cobrar vida y cumplir una profecía funesta. En La bruja, lo
único que ese bosque encierra es a los propios demonios de la familia
puritana que gradualmente se apoderarán de ella hasta enloquecerla y
conducirla a un colapso aterrador. La película es la crónica de esa
descomposición doméstica.
Todo empieza con la misteriosa desaparición de un bebé, mágicamente
raptado por el mismo bosque, o por las presencias malignas que lo
habitan. Sigue luego la seducción de Caleb, el hijo adolescente, quien
regresa a casa con su pureza mancillada y su cuerpo abatido, como un
autómata alucinado en plena agonía física. Y como en toda parábola sobre
los estragos de la intolerancia, hay una figura de víctima expiatoria,
el ser sobre el que recaen todas las acusaciones y sospechas, la joven
Thomasin (Anya Taylor-Joy), la hermana mayor encargada de las faenas
domésticas y el cuidado de los niños menores. Sobre ella se precipita la
ira de la madre que ve desaparecer o enloquecer a cada uno de sus
hijos, y también el recelo y la persecución del patriarca que no
distingue ya entre las atrocidades del fantasma demoniaco y los delirios
de su fe religiosa.
Posiblemente la imagen más aterradora de la película sea el desvarío
de los dos pequeños hermanos gemelos, Mercy y Jonás, quienes, bajo la
tiranía de la posesión maligna, calumnian a su hermana mayor, excitando
contra ella la cólera paterna, como una variante de La mentira infame (The children’s hour, Wyler, 1961, con guión de Lillian Hellmann) donde una niña provoca con sus calumnias el infortunio sobre un paria sexual.
Detrás de los engañosos artificios y clichés de una rutinaria película de horror, La bruja ofrece
una representación muy oscura de las intolerancias que hoy se ciernen
sobre la sociedad moderna. Algo similar señalaba la película The crucible (El crisol,
1996), de Nicholas Hytner, según la obra teatral de Arthur Miller, con
el hostigamiento y proceso a las brujas de Salem, en 1692, y su
vinculación con la cacería de brujas macartista tres siglos más tarde. O
el ya mencionado guión de Lillian Hellmann. Y situándonos en un terreno
más actual e inquietante, lo que con rigor denuncia Michael Haneke en El listón blanco (2009) sobre el autoritarismo familiar como fermento de los extremismos políticos.
Sin estas lecturas que ciertamente propicia el guión de Robert Eggers y su malicioso desenlace liberador, La bruja se
añadiría, sin mayor sorpresa, al gran número de películas de horror
–dramas o comedias– en las que las brujas tienen un papel predominante.
Lo notable aquí es el modo en que el cineasta crea sus atmósferas
inquietantes de encierro. La familia puritana aparece resguardada y
temerosa detrás de una barricada virtual, acechando siempre los peligros
circundantes. Su moral, a la vez rígida y en extremo frágil, no resiste
fuera de la comunidad de los colonos el embate de sus propias paranoias
y delirios enfermizos. El denso bosque donde supuestamente habitan las
brujas es sólo un reflejo de su miedo a la novedad y a lo desconocido.
El director ha manifestado en entrevistas su admiración por el cine de Kubrick, en particular por El resplandor (The shining,
1980). En el terreno social, las siniestras intuiciones de aquel
cineasta neoyorkino parecen concretarse hoy en una nueva era de
fanatismos mucho más letales. La bruja alude a ellos
dirigiéndose exitosamente a los públicos masivos que comienzan a
padecerlos y haciendo de su recreación histórica un relato de horror muy
contemporáneo.
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