Cristina Pacheco
Ejército amarillo
I
En el escritorio junto a la
ventana tengo un tazón lleno de lápices Mirado del número 2: objetos
cien por ciento de fiar y con una muy especial vocación de servicio.
Esbeltos, amarillos como girasoles en plena floración, entre todos
forman una cerca que no deja escapar mi infancia. Días de escuela,
asombros, momentos de tedio, ingenuas confesiones en el cuaderno, cuyas
páginas empezaban con fechas que nunca más serán y corresponden a un
lunes perezoso, un jueves como tantos, un viernes que le puso punto
final a una semana interminable, un domingo de esperanzas inútiles, de
aguardo y llanto.
No bastan para borrar esa palabra –llanto– las gomas de mis lápices.
Esos apéndices esponjosos y rosados me recuerdan los poco atractivos
zapatos con suela de hule que asordinan el eco y el ritmo de los pasos.
En sus funciones originales, las gomas actuaban como magos que en dos
por tres hacían desaparecer –segundos antes de que fueran descubiertos
por otros– errores, osadías y pequeños desquites.
II
Sus puntas grises son afiladas lanzas con que libran
muchas batallas, entre otras contra la desmemoria. Conquistaron el
triunfo con facilidad, podría decir que a ojos cerrados, basándose en el
método que aplicaron en días lejanos para ayudarme (ayudarnos) a
memorizar que la
vde vaca no es la
bde burro y la
sde sopa no es la
zde zarza; a concederle la mayoría de edad de la
nponiéndole bigotes y de ese modo convertirla en
ñ; a descargarme (descargarnos) del peso de un fracaso obligándolo a salir de su escondite, desdoblarse y avanzar sobre las rayas del papel como un equilibrista que anda sobre la cuerda floja.
Al igual que el resto de los lápices, los que conservo en el tazón de
mi escritorio son comedidos, sensatos, no quieren disfrazarse de nada
ni presumen de sus conocimientos, aunque tienen muchos y diversos: saben
de literatura, algo de métrica, geografía, historia y hasta de
matemáticas. Cuando se lo proponen dibujan bien. A solas, entonan
canciones muy hermosas que tienen los registros de la infancia.
Dos tiempos
I
En el escritorio, atestado de notas y libros que son
buenos propósitos de lectura, conservo dos recortes de periódico. En uno
se ve a un policía que retira el cadáver de un niño sirio ahogado en
Bodrum (Turquía) en septiembre; en el otro, aparece Emma, la italiana
que acaba de cumplir ll6 años y está considerada la persona más longeva
del mundo.
En la primera imagen, el uniformado, un hombre que parece muy alto,
camina sobre la arena despacio, como si no quisiera despertar al niño
que lleva en sus manos y está muerto. Del cuerpecito exánime sólo pueden
verse el brazo izquierdo sobre el pecho, los pantalones oscuros, las
piernas ya sin fuerza y los tenis empapados por las aguas del mar Egeo.
Ese niñito, del que no logro recordar el nombre, fue uno de los cinco
menores que perdieron la vida en el desastre. No vi sus cuerpos
desmadejados, ni sus ropas, pero los reconozco en mi niño de
apenas tres años. En tan breve tiempo ¿cuánta vida cabe? La que puede
consumirse en 36 meses: casi nada. Me gustaría sustituir el amargo
destino de ese niño por una vida larga, aunque inventada. Empezando por
figurarme que llegó con su familia en la isla de Kos, asiste a una
escuelita improvisada, empieza a hacer amigos, se deshace en preguntas
todo el día y por la noche duerme tranquilo porque ignora lo que
significan palabras como
emigración,
naufragio,
miedo.
Instalado en su nueva vida, mi niño pronto cumplirá cuatro
años. Es alto para su edad. Hará falta comprarle pantalones más largos
que no se conviertan en sudario y tenis más grandes de los que nunca
escurra agua del mar Egeo: allí se ahogaron su confusión, su soledad,
sus lágrimas.
II
En el segundo recorte aparece Emma. La mujer que nació en
l899 en la frontera italiana con Suiza. Es saludable, enérgica, lucha
por conservar su independencia y protege a toda costa su intimidad: no
permite que nadie la vea desnuda, así sean sus cuidadoras. Si está de
buen humor, narra a los periodistas que la asedian (
en un idioma tan inextricable como el latín, según aclara la nota del diario) lo que recuerda de su vida: trabajó desde los 12 años en una fábrica de arpilleras, en 1926 se casó, tuvo un hijo que se le murió a los seis meses de nacido; en l938, con riesgo de ir a la cárcel, optó por separarse de su esposo maltratador.
Ignoro en qué momento, Emma se enamoró perdidamente de un hombre del
que nunca habla y que, según cree, murió en la guerra. En realidad –cosa
que no sabe ni sabrá– él logró mantenerse a salvo, regresó a buscarla y
al no encontrarla, desapareció.
Durante el día Emma reza tres rosarios. A decir de las cuidadoras,
sus noches son largas, en ocasiones insomnes. Dedica el tiempo a
contabilizar, una y otra vez, los billetes que guarda bajo la almohada. A
veces, con sólo descubrir una sombra en medio de la oscuridad, imagina
que alguien llega. ¿Su hijo? ¿El amante que partió a la guerra? Ellos
no, porque siempre han estado allí: entre la Emma de 116 años y la otra
del cuadro que mira a la distancia y apenas sonríe.
Desearía escribir en un cuaderno la historia de amor de Emma. En
la ficción haré posibles el rencuentro con su amante y una larga vida en
común, de tal modo que los dos estén cumpliendo ahora –¿por qué no este
domingo?– ll6 años de edad y celebrándolo con una copita de grapa
mientras la noche cae sobre el lago Maggiore. Si el relato no fluye
como quiero, lo borraré con la goma de uno de mis lápices amarillos,
esos que tengo en el tazón del escritorio, junto a la ventana.
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