CIUDAD DE MÉXICO (Proceso).- La semana pasada se llevó a cabo en la
Secretaría de Relaciones Exteriores el seminario “México Global;
principios e intereses de política exterior”. El evento fue convocado
por el Instituto de Investigaciones Jurídicas de la UNAM, el CIDE y el
Instituto Matías Romero. No es frecuente el diálogo entre funcionarios y
académicos que caracterizó a esta reunión. A lo largo de dos días se
pudieron apreciar los puntos de vista de unos y otros así como extraer
algunas conclusiones sobre los retos conceptuales y prácticos que
enfrenta el diseño de una política exterior.
En el caso de México, analizar la política exterior lleva
ineludiblemente a reflexionar sobre los principios normativos de la
misma establecidos en la Constitución. Es un ejercicio riesgoso por el
efecto, no buscado pero frecuente, de llegar a una visión apologética,
puramente formal, de la política exterior. En efecto, guiados por
principios clave del derecho internacional, como la no intervención o la
igualdad jurídica de los Estados, no podríamos estar equivocados.
Semejante línea de pensamiento no contribuye al esclarecimiento de los
intereses reales que mueven toda política.
Nadie duda del gran valor que tuvo el apego al derecho internacional
en los años difíciles que siguieron al fin de la etapa armada de la
Revolución Mexicana. Tampoco hay duda sobre la utilidad de los
principios, en particular la no intervención, para dejar huella en los
grandes organismos, universales y regionales, establecidos con
posterioridad a la Segunda Guerra Mundial. Igualmente importantes lo
fueron para hacer predecible la política exterior lo que, aunado a la
continuidad del régimen político, permitió establecer un entendimiento
tácito con Estados Unidos para disentir de ellos en foros multilaterales
sin poner en peligro el buen entendimiento de la relación en su
conjunto.
Los cambios en el contexto internacional que tuvieron lugar al fin de
la Guerra Fría, las nuevas formas de articulación económica de México
con el exterior a partir de la firma del TLCAN, el surgimiento de nuevos
temas de la agenda internacional y la aparición de nuevas propuestas
para elaborar e implementar la normatividad internacional aplicable a
problemas globales cambiaron el panorama.
En la actualidad, la reflexión sobre los principios conduce a
advertir contradicciones y necesidad de reinterpretarlos o
actualizarlos. Por ejemplo, hay una diferencia entre nuestros principios
constitucionales, en los que está presente un claro acento
presidencialista, y la tendencia a enfrentar problemas globales mediante
políticas muy incluyentes; es decir que se formulan y ejecutan a través
de la activa participación de actores diversos gubernamentales y no
gubernamentales.
A diferencia de otras constituciones, las cuales incorporan
principios de política exterior en un capítulo especial o en el capítulo
relativo a las responsabilidades del Estado en su conjunto, en el caso
de México los principios de política exterior se situaron en el artículo
89 de la Constitución, relativo a las atribuciones del jefe del
Ejecutivo. Es al presidente de la República a quien van dirigidas las
normas allí establecidas. Tal tendencia corre en dirección contraria a
la “gobernanza global”, ese concepto tan en boga en el estudio de las
relaciones internacionales contemporáneas, que se refiere, justamente, a
evitar que la política exterior sea monopolio de los gobiernos, aun
menos de una sola de sus partes. Se trata, por lo contrario, de
formularlas a partir de las voces e intereses expresados por la sociedad
civil organizada y el sector privado.
La participación de la sociedad civil en las grandes conferencias
mundiales estuvo presente desde el siglo pasado. A comienzos del decenio
de los noventa su inserción en dichas conferencias ya era un elemento a
tomar en cuenta para asegurar su éxito o fracaso.
Al adentrarnos en el siglo XXI esa tendencia se aceleró. Ahora ya no
se trata de que la sociedad civil acompañe a los gobiernos sino de
convertirla en el sujeto clave para elaborar los acuerdos que se van a
aprobar y otorgarle un papel sobresaliente, tanto en su implementación
como en el seguimiento y evaluación de los mismos.
La Agenda de Desarrollo Sustentable 2030 es un ejemplo muy acabado de
un documento cuya elaboración exigió una coordinación estrecha entre
profesionales de la diplomacia y sociedad civil. Las metas y acciones
que en ella se establecieron perderían sentido si no son asumidas e
implementadas directamente por todos los sectores sociales.
Con tal antecedente en mente, uno de los participantes en el
seminario propuso un nuevo principio de política exterior: “Que al
conducir la política exterior, el presidente de la República incorpore
los puntos de vista de otros poderes del gobierno, sociedad civil
organizada y sector empresarial”.
Cumplir con tal principio no es una tarea fácil. Cierto que hay
decisiones de política exterior que han implicado un estrecho diálogo
con los grupos interesados, pero hay otras, en particular en el ámbito
de los derechos humanos, donde están presentes grandes divergencias
sobre cómo dar seguimiento a compromisos internacionales que se han
aceptado. No existe en los círculos oficiales una cultura de
participación en que las voces de la sociedad, no sólo la opinión del
presidente, son las que legitiman las posiciones que se adopten ante
señalamientos o demandas que sobre problemas de derechos humanos hacen
los organismos internacionales.
Los ejemplos en ese campo hacen ver hasta dónde principios e
intereses no son homogéneos en una sociedad tan plural, desigual y
desconfiada como la que tenemos en el México de hoy. La política
exterior podría ser un elemento de cohesión, opinan algunos. Obligada
por presiones externas e internas podría ser el crisol para fundir
divergencias que hoy parecen irreconciliables. Se cumpliría entonces el
anhelo de una política exterior de Estado, no del presidente en turno.
Tal fue una de las ideas que flotó en este evento tan poco común y
enormemente sugerente.
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