Cristina Pacheco
Chelina vino a avisarme
que un señor llevaba rato esperando que lo recibiera. Era mago. Quería
una oportunidad para trabajar en el circo. Llegó en mal momento. El
negocio anda pésimo. De milagro he podido conservar mi planta de once
actores. Unas semanas puedo pagarles, otras no. A pesar de esa
irregularidad, siguen trabajando, aunque cada vez más desganados.
De todas formas admiro su capacidad para cubrir todas las plazas: hay
noches en que la hacen de payasos, otras actúan en el trapecio o en la
pista bailando. Nunca me fallan. Si se lo pidiera a La Barranqueña, estoy segura de que aceptaría disfrazarse de Mujer Barbuda. La
auténtica, Monina, tomó un medicamento que, inexplicablemente, le dejó
la cara como nalguita de bebé con salpullido. Ahora se encarga de
componer el vestuario.
El único papel que ninguna de mis gentes quiere hacer es el de mago. Se sienten incapaces de igualar a Cipriano el Magnífico.
Era buenísimo, pero muy tomador. Una noche le advertí que si volvía a
presentarse borracho a la función, quedaba despedido. Muy digno, se
largó. Ahora da funciones en las escuelas y los fines de semana en los
mercados.
Me imagino que al Magnífico le va como a todos: ¡de la
chingada!, porque a cada rato me manda decir con Morenito que su sueño
es volver al circo. No pienso recontratarlo ni porque me haga falta,
sobre todo ya entrada la noche, cuando me calentaba bien rico los pies.
II
Aunque me doliera reconocerlo, tuve que aceptar que la
ausencia de Cipriano había sido causa de que bajaran todavía más las
entradas. Empezaron a disminuir cuando nos prohibieron la atracción
principal: los animales. Contra mi voluntad, tuve que deshacerme de los
grandes. A Chicha, la orangutana, me la recibieron en Puebla. A Pacorro,
el león, no me quedó más remedio que mandarlo a Villahermosa, con todo y
que sé cómo le afecta el calor. Conservo nada más las gallinas. Su
número sicodélico gusta muchísimo, pero no me atrevo a presentarlo por
miedo a que las autoridades me caigan y me acusen de explotadora o algo
más terrible.
Anoche no dormí pensando en que necesito un mago. Por eso esta mañana
la llegada del aspirante al puesto me cayó de perlas. Le pregunté a
Chelina qué aspecto tenía. Me dijo:
Bien, bien; sí, muy bien. O sea: quedé en las mismas. No me preocupé: lo que importaba era su trabajo. Decidí entrevistarlo y hacerle una prueba. Con eso no perdía nada y a lo mejor ganábamos los dos.
Estaba lista para cualquier sorpresa, menos para la que me llevé
cuando vi a un hombre de cabeza muy grande, sin cuello y muy bajo de
estatura.
Su sonrisa era lo único notable en su cara. Le pregunté su nombre: Jardiel.
¿A secas?
Sí.Por lo visto tendría que sacarle las palabras con tirabuzón. Le pedí que me dijera en qué escuela de magia había estudiado y si utilizaba aros, barajas, flores, mascadas, palomas o cajas. Abrió los brazos como si lo abarcara todo. Necesitaba comprobar su versatilidad. Le propuse que me hiciera una demostración en la pista, ante
la compañía.La palabrita debe haberle impresionado porque se puso encendido. Fingí no darme cuenta y le señalé el gancho donde estaban el turbante y la levita de el Magnífico.
III
Un cobrador me entretuvo. Llegué a la carpa unos minutos
después que mis colaboradores. Ojerosos, despeinados,
mal-vestidos-a-medias, no parecían muy interesados en la demostración de
magia. Para provocarlos, les mentí:
Aunque no lo crean, el tipo hace maravillas.No obtuve respuesta.
Como operador de sonido, Tadeo puso una, dos, tres veces las
fanfarrias con que principian las funciones. Jardiel no apareció.
Chelina tuvo que darle un empujón para que saliera. Tomado por sorpresa,
el hombre perdió el equilibrio, se enredó en los faldones de la levita
demasiado larga y cayó al suelo. Rápido se puso de pie y se acomodó el
turbante. Le quedó chueco.
Oí rumores. Los ignoré y le hice una señal a Tadeo. Él se acercó a las botellas musicales y tocó un trozo de Pimpón, la contraseña para que aparezca Mimí, la ex asistente del Magnífico
Sonriente, vaporosa, le entregó al aspirante diez aros cromados.
Jardiel los recibió sorprendido y luego se dedicó a frotarlos contra su
manga. Sus manos eran poco hábiles y los aros se dispersaron en todas
direcciones. En el afán de recogerlos, Jardiel corría de un lado a otro,
gateaba hasta que al fin, otra vez enredado en los faldones, cayó de
boca.
La escena no produjo rumores, sino risas que luego se convirtieron en
carcajadas. Jardiel no se molestó; yo sí, y mucho. Por más torpe que
hubiera sido, Jardiel no merecía tal escarnio y grité:
Por Dios, ¡dejen de burlarse de ese hombre! No es justo. Él sólo trató...
No estamos burlándonos, me interrumpió La Barranqueña. Me volví hacia ella:
Ah, ¿no? Entonces, explícame.
No sé los demás. Yo me reí porque necesitaba hacerlo.Enseguida escuché palabras muy semejantes.
Aún no entiendo bien esas reacciones. ¡Qué más da! Lo importante es
que volví a oír la risa de mis compañeros. Jardiel logró lo que parecía
tanto o más difícil que el más elaborado acto de magia: devolver las
ganas de reír a mi gente. Hace un rato, cuando nos despedimos, le dije
que sólo por eso para mí él era el mejor mago del mundo. Ignoro si
Jardiel me creyó, pero noté su sonrisa.
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