
.-Ciudad
de México.- Siendo mediodía en la línea verde del metrobús Tenayuca –
Balderas, al norte de la Ciudad de México, el espacio se percibe calmo;
las mujeres viajan en la zona exclusiva, la mayoría, adultas mayores que
descienden en la zona de clínicas del IMSS al sur de Cien Metros. Las
armas se bajan y con la certeza de que los asientos rosas son un
blindaje que nos aleja de todos los males del acoso sexual, la realidad
golpea en la cara cuando te conviertes en víctima, no sólo de
tocamientos, de humillación pública, sino también, de la falta de
protocolos al interior de uno de los sistemas de transporte capitalinos
que presume de mayor seguridad y vigilancia.
Ser víctima de
acoso en este espacio implica el rompimiento de la burbuja; el
quebramiento de saberte segura rodeada de otras mujeres. Y no porque eso
te exima de ser víctima de cualquier otro delito –como el robo o las agresiones físicas-,
sino porque las zonas reservadas del metrobús hacen bajar las manos.
Son el producto de una lucha insistente por crear espacios seguros y
que, parece, han comenzado a ser penetrados por otros frente a nuestros
ojos.
A las 12:20, con apenas unas 20 mujeres viajando en la
línea verde rumbo a Balderas, un hombre ocupó un asiento reservado; el
asiento vacío junto a mí. Extendió sus piernas y arrinconó hacia la
ventana, en ese primer contacto, rozó con su mano izquierda mi torso.
Con
tantos años redactando guías feministas sobre autocuidado en el
transporte público; artículos sobre cómo seguir el instinto y huir de
espacios que te producen incomodidad, lo mejor que pudo hacer mi cuerpo
-en lugar de levantarse-, fue quedarse inmóvil, arrinconado y pequeño.
El
contacto se dio cuando el hombre -entre los 20 y los 25 años- pretendió
entablar, lo que parecía, una conversación. Quería que sostuviera su
botella de agua de jamaica, la destapó para mí y la acercó a mi rostro
exigiéndome que bebiera.
Puse mi mano para evitar el contacto y
como en toda enseñanza bien practicada de pasividad feminizada, no opté
por la rabia de la que tantas veces he escrito, opté por sonreír y
pedirle que no insistiera. Expliqué que yo tenía mi botella guardada en
el bolso, en esta remembranza, resulta una obviedad cuestionar: ¿Por qué habría de darle explicaciones a un hombre que estaba completamente fuera de sí?
De
igual forma las di. Y no porque disfrute de compartir información con
desconocidos, sino porque era el mecanismo de protección más próximo, si
no actuaba de forma reaccionaria, entonces, tal vez podría bajarme con
tranquilidad a la siguiente estación. Fueron menos de 3 minutos de
interacción, cuando el segundo intento de tocar mis piernas se dio.
Apretó
el muslo derecho con fuerza y presencié, por primera vez, el tambaleo
de mis rodillas que se golpeaban entre sí; temblaban de miedo y las
respiraciones se volvían bruscas. Empujé su brazo con una fuerza débil y
con una voz -que en mi cabeza resonó fuerte, y más bien fue apagada-,
alcancé a esbozar: Suéltame. Me miró, soltó mi cuerpo y sin mediar nada
más, dio un trago grande a su botella de agua y escupió con fuerza en
todas direcciones.
Llevé mis brazos al rostro a fin de
cubrirme, pero todo ya había terminado. Mi camisa blanca, mi pecho, mi
cuello, mis manos y cabello goteaban. Lo miré y él se tapó los labios en
un intento de contener la risa por lo que había hecho; ¿ese era el
momento de pedir auxilio?, ¿de levantarme y gritar como aquellas mujeres
valientes que tantas veces veo en el transporte público? Probablemente
sí, pero en ese momento, no sentí la valentía correr, sólo unas inmensas
ganas de volver a casa.
Fue una mujer quien se levantó
rápidamente y dio aviso al chofer de la unidad. Para este momento,
probablemente habrían pasado sólo 5 minutos desde que el hombre había
ocupado su lugar junto a mí; fue sólo el cambio de una estación a otra,
lo que le dio el tiempo suficiente para cometer un acto desdeñable.
El
agresor sabía bien lo que había hecho, pues al llegar a la siguiente
estación, me exigió algo darle dinero para que se fuera «en paz»
y en cuanto notó que el policía apretaba el paso para llegar al camión,
el hombre se levantó rápidamente y pretendió huir. Las puertas se
cerraron y yo, con el agua goteando por el pecho, no bajé de la
estación; el momento se sentía como algo ajeno, las mujeres a mi
alrededor me miraban y sólo atiné a limpiar con mis manos las gotas de
agua que corrían de mis brazos.
En ese tránsito hacia la
siguiente estación no se dio más que la reflexión sobre lo vivido; sobre
la culpa de no haber hecho más y la autoconsciencia de que, lo sucedido
minutos antes, no sólo había sido un desencuentro cotidiano, sino
constituía un acto más profundo. Un acto de violencia, de hostigamiento,
de agresión sexual que, en su momento, no pude trasmutar a palabras,
tras dos estaciones en un shock donde pretendía fingir que todo estaba
bien y que, tal vez, mi reacción de profundo llanto era exagerada –y hasta vergonzosa-, opté por volver al lugar de los hechos y encontrarme con el agresor.
Sin
pretensiones de que esto sea más extenso, la solución que brindó el
área de seguridad del metrobús fue, única y exclusivamente, una
disculpa. El agresor sólo habría sido escoltado hacia los torniquetes de
salida, por lo que, aunque yo hubiese bajado a la siguiente estación,
era imposible reencontrarlo.
«De cualquier forma, se le veía que estaba malito«,
refirió un elemento de seguridad mientras se tocaba la cabeza cuando le
pregunté sobre qué había sucedido con él. Me advirtió que, se le podría
buscar sin problema entre los alrededores pues «por ahí andaba«, sin embargo, explicó que, derivado de que se trata de una persona en situación de vulnerabilidad y adicciones «el proceso es más difícil con esas personas«, pues, además, les resultaría prácticamente imposible privarlo de su libertad.
Pregunté
sobre cuál era el protocolo de atención y qué solución se me podría
otorgar, sin embargo, la respuesta fue escueta y sólo se me pidió que,
cuando estas situaciones sucedan, se debe denunciar de forma inmediata y
bajar junto al agresor. De otra forma, no se puede hacer nada, aún,
cuando bajes a la siguiente estación, lo que apuntala a un debate serio
sobre los juegos de la revictimización y cómo, al ser víctima de acoso
sexual / agresiones, la autodefensa no es igual para todas las víctimas.
A algunas víctimas nos hiere a un extremo de permanecer congeladas sin
saber qué hacer; de no querer movernos de ese lugar porque la agresión
aún está fresca. Hay miedo y mucha rabia contenida; me tomó cinco
minutos espabilarme de ese trance y volver al lugar de los hechos, pero
fue inútil. En cuanto los agresores son bajados del metrobús, son
encaminados a la puerta de la estación.
¿Qué sucede con las
mujeres que son agredidas y que no bajan junto a su agresor en las
estaciones?, ¿qué sucede con esas adolescentes que viajan en la zona
separatista y aun así son tocadas por hombres que irrumpen en estos
lugares quedando petrificadas de miedo?, ¿el único protocolo vigente es
cazar y salir junto a tu agresor –que cometió algún abuso apenas minuto antes-, para después, acusarlo con el policía de la estación?
Tras
un buen rato de elementos de seguridad yendo y viniendo, mandando
mensajes y prometiéndome un reporte. El asunto no llegó a ningún lado,
cuestioné si existía algún registro de estas personas que agreden en el
espacio público y los elementos me refirieron que sí, que contaban con
una fotografía de mi agresor y que no me preocupara, pues quedaría un
antecedente donde tendrían más cuidado con él. Sin saber si esto era o
no mentira, no hubo más remedio; no desearon buscarlo por ser una
persona en condiciones vulnerables y tampoco, emprender otra acción más
contundente por haber tardado demasiado en hablar (menos de 10 minutos, sólo en lo que volví a esa estación).
Y
desde la tranquilidad de un espacio seguro, tras una jornada que drenó
emocionalmente, las reflexiones son múltiples y necesitan ser
desmenuzadas.
Desde la idea clara de que, muchas mujeres y adolescentes que usan diariamente el metrobús de la CDMX
consideran que, el acoso sexual se termina en cuanto bajan a su agresor
de la unidad, hasta la urgente necesidad de abolir cualquier
pensamiento que pretende suavizar estos hechos. Es decir, cuando esta
tarde vi al policía aparecer y a mi agresor escapar rápidamente de la
unidad, parecía que todo había terminado; era el final de lo que había
vivido y tal vez, no necesitaba hacer una tormenta de eso, ni señalarlo.
Me bastó con saber que ya no viajaba conmigo para quedarme callada y
desde esta reflexión, se abre una puerta para reconocer: No es suficiente y tampoco resana el daño que nos hacen.
Por esto, la política de que debes bajar con tu agresor al momento en
que lo vives, no sólo es débil, sino también, dolorosa, esto sin
mencionar que, entre las prisas laborales / académicas, no hay tregua,
sólo la comodidad de nuestro silencio para quienes cometen el acoso al
interior del metrobús.
Algo que resonó muy fuerte, cuando el policía me apuntó que esto pasaba mucho: «Es que nunca se bajan con ellos y así no nos dan elementos«.
¿Y si es bien sabido que la mayoría de las mujeres guardan silencio
cuando bajan a los agresores, entonces, por qué no se está produciendo
un cambio?, ¿cuál es la verdadera cifra de mujeres acosadas sexualmente
al interior de las unidades del metrobús?
Una mirada hacia el metrobús y el acoso en el transporte
Hay
información vasta sobre el acoso que viven las mujeres diariamente al
interior del metro; el transporte público más utilizado por personas
usuarias del Valle de México. Sin embargo, nombrar el nexo entre el
metrobús y el acoso sexual es un lugar sombreado; hay datos escasos y
ninguna cifra pública exacta sobre cuál es la cantidad precisa de este
fenómeno.
Además, sólo el
2.9% señaló sentir miedo en este transporte, mucho menos que otros
espacios públicos. Por ejemplo, las mujeres suelen tener más temor en
parques, plazas, paraderos, mercados o taxis, un dato importantísimo
sobre la enorme brecha de confianza que se tiene en el transporte que
goza de espacios separatistas, elementos de seguridad y cámaras, además
de presumir en su sitio oficial de preparar a los policías con
perspectiva de género. Sin embargo, queda una profunda insatisfacción de
no saber con precisión cuántas mujeres han enfrentado en silencio el
acoso en alguna unidad del metrobús; sin datos públicos, ni mujeres
denunciando, no queda más que vacío informativo.
Hay que recordar
que el acoso sexual en espacios públicos es una forma de violencia que
conlleva abuso de poder respecto de la víctima, sin que medie relación
alguna con la persona agresora. Se manifiesta a través de una conducta
física o verbal de connotación sexual no consentida ejercida sobre una o
varias personas, en espacios y medios de transporte públicos, cuya
acción representa una vulneración a los derechos humanos.
Según la
Encuesta Nacional sobre la Dinámica de las Relaciones en los Hogares
2016, las agresiones contra las mujeres ocurridas en la calle son
principalmente de tipo sexual, y 8 de cada 10 indicaron que la persona
responsable de estas agresiones había sido un desconocido. Se desprende
que la vía pública y el transporte público son los lugares donde las
mujeres son frecuentemente violentadas.
Además, vulnera los
derechos humanos de las mujeres, impide su libre desarrollo y tránsito
en el espacio público, pues son forzadas a modificar de ruta hacia su
casa o destino final, evitar ciertas áreas de la ciudad, cambiar de
vestimenta, no salir de noche y cambiar de residencia, lo que incide
negativamente en la posibilidad de acceder a mejores condiciones de vida
y a vivir una vida libre de violencia.
Según, la Encuesta de
Seguridad Pública Urbana (ENSU) realizada en junio del 2024, el 68.3 %
de las mujeres expresó sentir inseguridad en el transporte público,
mientras que el 55.5 % de los hombres sintió esa preocupación.
Daniela
Flores González (quien trabaja en la empresa WhereIsMyTransport,
enfocada en el desarrollo de soluciones tecnológicas enfocadas en la
movilidad), externó en conferencia de prensa el pasado junio del 2024
que, el 54 por ciento de los viajes realizados en transporte en la
capital mexicana y la Zona Metropolitana son realizados por mujeres. De
estos viajes, según datos del Banco de Desarrollo de América Latina, 3
de cada 10 están relacionados con labores de cuidado; también 3 de cada
10 tienen que ver con trabajos remunerados y 2 de cada 10 con el
estudio.
Esto apunta a una diversificación de opciones de vida de
las mujeres. No obstante, como estas opciones rompen con el rol que el
patriarcado les asignó, la respuesta que muchas de ellas tienen de parte
de los hombres es la violencia, y el principal rostro de estas
agresiones es el del acoso sexual expresado a través de miradas,
palabras y acercamientos físicos. De acuerdo con Daniela Flores, 6 de
cada 10 mujeres en la Ciudad de México han experimentado acoso en el
espacio público; la cifra para los hombres es de 6 de cada 100.
Del
total de mujeres víctimas de esta violencia, el 55 por ciento ha sido
agredida dentro del transporte público. El 37 por ciento ha vivido acoso
en la calle, el 31 por ciento en paraderos o paradas de camiones y el
19 por ciento en alguna estación del Metro o del Metrobús. Esto quiere
decir que el acoso permea todo el proceso de movilidad de las mujeres en
la Ciudad de México y las coopta del libre tránsito.
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