Después de entristecer a mis lectores con tantas tragedias, quiero alegrarlos con un poco de comedia. Que la gozosa desnudez de Talía sustituya, al menos por hoy, el grave ropaje de Melpómene.
(Aclaro que esto está escrito para personas que tengan sentido del humor, no para los pesa’os, sobre todo los insolentes fanáticos del imperio que aquí en Miami se molestan por todo, hasta de ellos mismos. Aquí no hay ofensas, lo que hay es humor, aunque humor negro, con algunos párrafos serios. La semana que viene todos serán serios)
1-. La Ciudad de los Niños (Boys Town)
Lo mejor que tiene Miami es que aquí me siento como si fuera un niño pequeño, a pesar de que ya cumplí los setenta. Aquí todo el mundo es viejo, vieeeeejo viejo, no chavalillo como yo; lo único que no es viejo es la ciudad, que no hace mucho era sólo un pantano. Tal parece como si todos hubiesen llegado a la vejez de pronto sin antes haber pasado por las distintas etapas del envejecimiento. Santovenia se hubiera hecho aquí más rico que Rockefeller. Los barberos cortan el cabello con espejuelos oscuros para que el blancor de las canas y el brillo de las calvicies no refleje la luz solar y no le corten a alguien la punta de una oreja.
Así como aquí se ve primero a Atila montando a caballo que a alguien leyendo un libro, asimismo es más fácil ver a Leonardo da Vinci bailando una rumba frente al Versailles que a un niño pequeño. Y cuando se le ve, de puro milagro, es hijo de una indocumentada que trata de quedarse en el país porque en el suyo pasaría aun más hambre. Los fabricantes y vendedores locales de muñecas, soldaditos, teteras y azabaches se han arruinado mucho antes de esta ruina.
2-. Panzas macabras
Los funerarios se enriquecen y los ginecólogos andan por ahí manejando taxis los fines de semana para pagar la renta.
En todos los países del mundo los velorios son de noche. Aquí no. Aquí hay cinco tandas de velorio, las veinticuatro horas del día, y en una de ellas estaré sin que pase mucho tiempo, y no para velar a nadie. Los velorios son los lugares más alegres de la ciudad, a los que asisten todos los viejos para enterarse que son ellos los que velan no a los que velan. Observen que cuando un viejo llega a un velorio lo primero que hace es ir, directamente, al muerto para cerciorarse de que esa noche va a dormir en cama, no en ataúd. Y las carrozas andan por la calle unas detrás de otras como si hubiese habido una masacre.
Los funerarios son viejos de panzas gigantescas que no pueden abrocharse los cordones de los zapatos y por eso siempre andan por ahí con mocasines. Tampoco pueden abrirse la portañuela cuando van a mear y tienen que hacerlo sólo cuando se están bañando.
A veces, cuando caminan entre los muertos que los maquillistaspreparan para presentar en el velorio, chocan con las mesas y algún muerto cae al suelo, pero ninguno, hasta ahora, se ha quejado. Cuando uno los ve caminar por ahí como si estuviesen a punto de dar a luz quintillizos, no puede menos que sentir cierta pena por los seis o siete infelices que dejaron de comer ese día por culpa de ellos. En el cine tienen que pagar también por el asiento de alante y cuando regresan a sus hogares, el ombligo les llega cuatro minutos antes.
Las calles están llenas, sin embargo, de gente más que canija esmirriada, que carga unas maleticas todas rotas. Son los desamparados que parecen que llevan el esqueleto por fuera porque otros comieron lo que ellos debieron haber comido y no le dejaron ni la raspita.
3-. El Museo de El Cairo
Cuando veo las fotos de las crónicas sociales de Miami compadezco a los antropólogos que se han pasado toda una vida en el Valle del Nilo para encontrar una sola momia. Aquí hubiesen encontrado la mayor colección de momias de la historia. Algunas son de la primera dinastía, como Menes, otras son ‘jóvenes’, ya de la época romana, como los últimos Ptolomeos.
Todas se exhiben en esas crónicas, casi a diario, y no en féretros ni envueltas en lienzos todos cubiertos de polvo, sino con tragos en las manos y hasta con sombrero y muertas también, de risa. Siempre se ven los mismos rostros surcados por zanjas milenarias.
El monstruo creado por el doctor Frankenstein aprendió a hablar un poco en la segunda película, la de su novia, pero no a leer periódicos. Si ve esas fotos, se desmaya.
A cada rato aparece en ellas un viejo dirigente estudiantil que fue a Hollywood hace años a servirle de modelo a los maquillistas de Spencer Tracy en la película del hombre-lobo. Se ve, además, aunque con rareza, por razones obvias, la foto de un locutor que también fue a Hollywood, pero para trabajar en las películas de Tarzán. Cuando Lex Barker sustituyó a Johnny Weismuller, él vino a vivir a Miami. Es el único chimpancé de la historia que habla por radio las veinticuatro horas del día.
Hay una señora que sale casi todos los días en la crónica que se parece mucho más a Drácula que Drácula. Si la hubieran visto a tiempo no habrían traído a Bela Lugozi de Transilvania y se hubiesen ahorrado el maquillaje. Quizás ya la conocían y prefirieron contratar a Lugozi por miedo a que en los cines pudiera producirse una estampida hacia la calle en que pudiese haber muertos y heridos.
Los cronistas sociales siguen las costumbres que ya tenían en la Cuba de ayer. A la que le paga más le dirán “la bellísima dama Anacleta Cantimplora, esposa del exitoso empresario don Floripondio Tentenpie”, y pasan por alto el hecho curioso de que, tal vez, la buena señora tenga una sola oreja y un racimo de forúnculos verdes en la punta de la nariz.
Si la fealdad es aun más escandalosa, entonces la llaman “la cultísima dama Apolodora Juncadella, feliz esposa del gran empresario y antiguo vicepresidente del Havana Yacht Club, Joseph McClellan. Este Joseph se llamaba en Cuba José Pérez García y le decían Pepitopé; pero, como al hacerse ciudadano de Estados Unidos la persona puede ponerse el nombre que le dé la gana, se puso así.
4-. Noche de farra
Una noche que me dejé vencer por el masoquista impulso de ver todas esas fotos de la crónica social, me fui a beber después unas copas a un centro nocturno para calmar los nervios. Me senté en una de sus barras y pedí un trago. Estaba solo. En las discotecas de South Beach hay alegría porque hay juventud y, sobre todo, mucho perico (los cubanos le decimos perico a la cocaína porque quien la usa habla mucho, como un perico), pero en los clubs de Miami sólo hay tristeza, o sea vejez. Hace 40 años en estos lugares las mujeres se parecían a Cleopatra, hoy se parecen a los restos de Cleopatra. Las barras complementan la crónica social porque en ellas las fotos toman vida.
Al poco rato se me acercó una vieja que tenía un párpado caído, y me invitó a bailar. Tuve que decirle que en la planta del pie izquierdo tengo un callo más grande que el dedo gordo y que cada vez que bailo lo hago no como si bailase sino como si cantase un cante jondo.
Me da la impresión de que estas personas que tienen un párpado caído no lo tienen de nacimiento, sino que durmieron muchas horas y después se les despertó un solo ojo porque tomaron dos pastillas de dormir en vez de una. La amable señora sonrió, triste el párpado, y se me alejó. Así como en las barras de South Beach no permiten que los jóvenes entren con los pantalones por la mitad de las nalgas, debían exigir en las de Miami que nadie entre con los párpados en la mitad de los ojos.
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