3/11/2010

Estas ruinas que ves....



Miguel Carbonell
Garantistas de ocasión

Hace unos días la Suprema Corte de Justicia de la Nación dejó ir una excelente oportunidad para enviar un mensaje claro de su compromiso con la defensa de los derechos humanos en México y con la vocación cosmopolita que debe animar, según creo, los debates constitucionales contemporáneos.

Por una votación de siete contra cuatro, la mayoría de los ministros decidió restringir de manera importante la capacidad de las comisiones de derechos humanos (la nacional y las 32 de las entidades federativas) para interponer acciones de inconstitucionalidad. En concreto, la SCJN —según la mayoría de su tribunal pleno— entiende que las comisiones pueden impugnar por esa vía las leyes que vayan en contra de la Constitución, pero no cuando dichas leyes “solamente” afecten derechos humanos previstos en los más de 100 tratados internacionales que en esa materia ha firmado y ratificado el Estado mexicano.

La minoría de cuatro ministros (Silva, Valls, Sánchez Cordero y Gudiño) opinó que la interpretación del artículo 105 constitucional debía hacerse de manera amplia, entendiendo que un tratado internacional de derechos humanos, al ser ratificado, se incorpora como parte del orden constitucional mexicano. Eso es lo que dice, precisamente, el artículo 133 de la Carta Magna, si se le interpreta correctamente. Es también lo que se desprende del carácter de “derechos mínimos” (irreductibles) que tienen las normas constitucionales que los contemplan, las cuales pueden y deben ser ampliadas por los tratados internacionales; en ese caso, los tratados resultan de aplicación preferente, siempre que protejan más ampliamente a los titulares de los derechos.

La ministra Sánchez Cordero, en un momento del debate, sostuvo que se debía hacer una interpretación garantista del tema bajo estudio. Fue duramente reconvenida por el ministro Cossío, quien (en una inusual salida de tono) le dijo a la ministra: “Con todo respeto, vamos a ser serios”. De eso se trataba: de ser serios, precisamente. Pero no solamente en las formas y en el tono del debate, sino sobre todo en el fondo del mismo.

Y en ese punto los ministros de la mayoría resbalaron de manera clamorosa. Dando un nuevo bandazo interpretativo, se quisieron ver muy literalistas. No es de extrañar de algunos de ellos, aficionados a la hermenéutica de la reducción siempre que se trata de defender derechos fundamentales. Lo llamativo fue que otros ministros, que se habían presentado como garantistas en el terreno académico, se sumaran a las primeras de cambio a una visión que ningún tribunal internacional de derechos humanos sostendría. La interpretación gramatical, cuando se trata de derechos humanos, arroja resultados bastante reducidos.

No se trata —en modo alguno— de saltarse la letra de la Constitución, sino de adoptar técnicas argumentativas que abran cauces de defensa de los derechos en vez de cerrarlos. No hace falta mucha imaginación para comprender lo anterior, que se basa en un principio esencial de la interpretación jurídica moderna: en caso de duda se debe optar por la interpretación que mejor proteja los derechos fundamentales, o que permita vías procesales más anchas para plantear demandas en su defensa.

Luego de la sentencia se escucharon críticas bien fundadas a la misma, por parte de Human Rights Watch y del presidente de la propia CNDH. Tienen razón: la Suprema Corte acaba de volver a una ruta que parecía haber abandonado en tiempos recientes y que la pone en franca oposición con las grandes líneas evolutivas del constitucionalismo contemporáneo. Siete ministros (repito: incluyendo a algunos que se dicen, o se decían, garantistas) vuelven a interpretar la Constitución como se hacía en el siglo XIX.

Esperemos que, ahora que deban resolver temas mucho más complicados, se tomen un tiempo para revisar incluso sus propios libros y que sean congruentes con todo aquello que escribieron hace tiempo y que, junto a otros méritos, les hizo llegar hasta la última instancia judicial mexicana.
No habrá otra llamada más importante, en toda su carrera judicial, que las sentencias que deberán dictar en materia de aborto y de matrimonios entre personas del mismo sexo. Ahí veremos, para citar al ministro Aguirre, de qué están hechos cada uno de ellos.

www.miguelcarbonell.com
twitter: miguelcarbonell
Investigador del IIJ-UNAM

De la intolerancia a la libertad de pensamiento

Patricia Galeana

Inmersos en la angustia cotidiana por no contar con la seguridad propia de un estado de derecho, no hemos advertido que los festejos de los Centenarios han dejado a un lado una efeméride fundamental.

Este año se cumplen 150 de la culminación de la Reforma Liberal que otorgó a la ciudadanía la primera de todas las libertades humanas: la de pensamiento. Se superó la intolerancia que había imperado desde la Conquista, al establecerse explícitamente la libertad de cultos. Esta medida constituyó una verdadera revolución cultural, indispensable para la laicidad del Estado y la secularización de la sociedad.

Benito Juárez y Melchor Ocampo se habían resistido a dictar las leyes de Reforma durante la guerra civil, para no dar elementos al clero para declarar una persecución religiosa, que no existía. No era una lucha para descatolizar a México, sino para que el clero respetara la autoridad del Estado. Era un problema político, no religioso. Por eso la ley de libertad de cultos se proclamó hasta el final de la guerra.

Esta ley establece que el catolicismo tendrá las mismas condiciones de protección por parte del Estado que los otros cultos que se establecieran en la República.

En la circular correspondiente, su autor, Juan Antonio de la Fuente, señaló la trascendencia de terminar con la funesta amalgama del Estado y la Iglesia, del derecho público con la teología y los cánones. Denuncia cómo la Iglesia aceptó la autoridad de los reyes de España y no la del gobierno de México; cómo León XII llamó al pueblo mexicano a reconocer a Fernando VII después de consumada la Independencia y Pío IX condenó la Constitución de 1857, mientras el clero patrocinó la guerra contra el gobierno constitucional.

Cabe recordar que los autores de las Leyes de Reforma eran católicos, excepción hecha de Ignacio Ramírez, quien a decir de Guillermo Prieto escandalizó a la sociedad retardatoria, poco ilustrada y fanatizada con su discurso No hay Dios, los seres de la naturaleza se sostienen por sí mismos. No obstante, El Nigromante fue también respetuoso de la religiosidad del pueblo mexicano, al expresar que la Reforma no hacía la guerra a la fe, sino a los abusos del clero y que su deber como mexicano no [era] destruir el principio religioso, sino los vicios o abusos de la Iglesia para que, emancipada, la sociedad, camine.

Durante el porfirismo, el mismo Ramírez alertó que si la Iglesia volvía a tener el poder en México no pararía hasta derogar todas las Leyes de Reforma.

Juárez fundamentó en breves líneas la necesaria laicidad del Estado: Los gobiernos civiles no deben tener religión, porque siendo su deber proteger imparcialmente la libertad que los gobernados tienen de seguir y practicar la religión que gusten adoptar, no llenarían fielmente este deber si fueran sectarios de alguna.

Los cambios culturales son lentos, llevan generaciones, muy poco a poco se ha ido superando la cultura de la intolerancia. Hoy los librepensadores mexicanos son apenas 5.2 por ciento de la población y todavía no logran la tolerancia de la mayoría católica.

A 150 años de que se estableció la libertad de cultos en México, ante las constantes violaciones a la laicidad del Estado, se ha hecho necesario reformar al artículo 40 para añadir la palabra laica a la definición de la República Mexicana. También se hace necesario reformar el artículo 24, para superar el concepto decimonónico de libertad de cultos por un concepto acorde al siglo XXI: el respeto a las diferentes concepciones éticas y filosóficas.


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