entidades de interés público. Ni la huera autodefensa de Beatriz Paredes en la tribuna; ni la exigua, tardía y pedestre autocrítica de César Nava, el burlador burlado; ni las expresiones caballerescas que marcan el tono peculiar del cantinflismo gomezmontiano, acallan la sensación de que estamos ante la representación plástica, en vivo y directo, del final moral (pero también operativo) del grupo dirigente en el poder.
No entraré en los jugosos detalles de un escándalo que no deja títere con cabeza, pues, a querer o no, perjudica en grado superlativo al Presidente, pero también a los demás partidos que denuncian la injustificable coalición antidemocrática impulsada por Peña Nieto con la venia del gobierno federal y, al mismo tiempo, se rinden al cálculo de las alianzas sin principios con aquellos que desde el comienzo quisieron ahogarlos en la cuna
, antes de competir siquiera.
No deja de tener cierto simbolismo que a la hora de comenzar la discusión en torno a la reforma política, los jefes de los dos mayores partidos nacionales se encierren a decidir sin testigos incómodos, sin la vigilancia de la ciudadanía o la de sus propios órganos directivos, el destino de los impuestos y las alianzas electorales, temas cruciales para aclarar la empantanada agenda nacional. Pero ésa es la realidad que define el autoritarismo, aunque Gómez Mont edulcore lo sucedido hablando de espacios honorables
y acuerdos honrados
para evitarle futuras molestias a Peña Nieto, hombre fuerte de la Gran Coalición que, en definitiva, ha gobernado al país durante los últimos tiempos y ya, a estas alturas, no puede negar el alcance de sus compromisos.
Qué increíble democracia es ésta donde la bancada del partido oficial se entera por la prensa de los acuerdos con la oposición y donde se especula sobre si el Presidente estaba o no informado de las negociaciones, como si, en efecto, a la crisis institucional sucediera un estado de peligrosa anarquía que ya muy pocos identifican con la normalidad
del juego que algunos aún nombran democracia
.
En fin. Estamos ante la decadencia de una forma de hacer política que ha sobrevivido al régimen que la engendró. Lo increíble es que los encargados de resucitarla en parte vengan, justamente, de la oposición histórica y, por tanto, de una generación que nació a la vida pública educada en la fobia al PRI, a sus métodos y rutinas.
Los jóvenes políticos panistas involucrados en este penoso affaire ya se olvidaron por completo de las ilusiones doctrinarias que los guiaron a la militancia (desde la derecha) y ahora se esfuerzan en ser y parecer dueños del oficio que antes detestaban, en figurar como los primeros expertos en el arte del oportunismo que no hace más de una década decían repudiar. Se dirá que no hay nada nuevo, pues el PAN descubrió ese camino con Salinas y al parecer se siente satisfecho con dos sexenios de alternancia, pero éste, abandonado a sus propias fuerzas, no puede solo y depende, le guste o no, de los reflejos más rápidos de sus aliados que quieren volver a la posición dominante. ¿Quién iba a decir que el PRIAN, más que la caricatura inventada por sus detractores, sería la puesta en escena del ideal soñado por la política cupular y los intereses fácticos, aceitado por el declive de toda aspiración ética superior?
Es probable que una vez apagado el ruido mediático de las declaraciones, el asunto quede archivado, tal vez hasta que se vean cómo funcionan las alianzas en los comicios venideros. Pero una cosa resalta y se suma al arcón de las decepciones nacionales: los partidos, imprescindibles para la construcción de un régimen democrático, viven de la pelea pasada, son el legado de la larga marcha hacia la transición que la defensa de los grandes intereses convirtió en la odisea del gradualismo con su estela de conservadurismo.
El malestar que no siempre por las buenas razones se esgrime contra la clase política, sin distinciones, en parte tiene que ver con el inmovilismo y la voracidad –el hambre de cargos y recursos– que hizo crecer a los partidos, desarrollarse bajo la mirada complaciente del Estado y con la comprobación de que éstos no quieren cambiar, ajustarse a las necesidades de una sociedad en continua transformación. Pero el ciclo ha terminado y no hay esperanza de que las cosas vuelvan atrás. Se plantean grandes cambios, pero, ¿qué reforma puede esperarse de quienes han sido incapaces de impulsar su propia renovación? ¿Por qué habríamos de esperar la afirmación de nuevos valores democráticos allí donde cuatro personas con poder pueden decidir por sí mismos, conforme a su intereses y responsabilidades qué le conviene al país? ¿Son los partidos irreformables?
Como reacción a este fenómeno, que en buena medida no es exclusivo de la arena política mexicana, hay voces que claman por la ciudadanización de la política y prácticamente proponen la desaparición de los partidos políticos, por inservibles
. La primera pregunta que me brinca es ¿de qué creen que están formados los partidos? ¿De marcianos? Los miembros de los partidos, tanto dirigentes como militantes de base, son ciudadanos, con similar calidad legal, moral y ética que quienes no militan en ninguna organización política. ¿O acaso se piensa que quienes no tienen militancia son arcángeles o querubines?
Se tiende a culpar a los partidos de las barbaridades que hacen sus dirigentes y se exculpa a sus militantes de base, en lugar de tomar en cuenta que la pasividad de éstos es lo que ha permitido que los dirigentes hagan lo que quieran, trampas incluidas. Se omite, asimismo, que la diferencia entre un ciudadano no militante en un partido y uno que sí lo es, radica en que el primero no se compromete con ninguna organización política (pero sí con otras), buena o mala, y el segundo sí. Está comprobado que quien milita en un partido tiene mayor compromiso y a veces mayor conciencia política que quien vive sólo para su trabajo, familia, cantina o televisión. El ciudadano común, no militante y sobre todo urbano es, además de mezquino, inmediatista y con alcances de miras muy limitados: su barrio, su comunidad, etcétera, que hace suyas sólo cuando carece de algo que en conjunto puede exigir (servicios, por ejemplo, o ayuda ante una catástrofe), pero que al mismo tiempo no se solidariza con las desgracias ajenas si él no las tiene.
Se apunta que los dirigentes de los partidos tienen intereses y que una vez empoderados, como está de moda decir, no quieren soltar su hueso. ¿Y quién no? ¿Acaso se piensa que los ciudadanos comunes no militantes no tienen intereses ni se dejan comprar si la oferta es buena y atractiva? ¿De quiénes creen –los defensores de la ciudadanización– que se nutren las organizaciones no gubernamentales de todo tipo y de diversas orientaciones políticas? ¿Y qué decir de los sindicatos empresariales como la Coparmex, la Concamin, la Concanaco, el Consejo Coordinador Empresarial y cientos más? ¿No son ciudadanos sus asociados? Y sin embargo, sus opiniones y sus convocatorias con frecuencia pesan más que las de quienes no son empresarios. ¿Y qué diríamos de los provida, de los católicos seculares fundamentalistas, de los enemigos del tabaco que digan lo que digan dan la nota en los periódicos, etcétera? Todos son ciudadanos, pero unos militan en partidos, otros en causas nobles
, otros en movimientos sociales
(como si hubiera otros), otros en grupos empresariales o en subcategorías como los Rotarios o los Caballeros de Colón, para no hablar de todos los religiosos sin hábito que militan en el Opus Dei o en los Legionarios de Cristo o en la Unión Nacional de Padres de Familia.
Los defensores de un México sin partidos y de candidaturas independientes parecen tener una noción muy irreal de la sociedad y de la ciudadanía. ¿Independientes de qué? ¿De los partidos? Éstos serían los menos. Los militantes de todos los partidos juntos, si acaso hubiera un padrón que los registrara puntualmente, no sumarían 10 por ciento de la población. Entre asociaciones civiles, organizaciones sociales y en general sitios no gubernamentales registrados en la Secretaría de Gobernación, hay miles, además de las no registradas, que las hay de todo y para todo, incluidas las mafias de literatos, científicos, etcétera, que niegan su existencia, pero ahí están y se expresan en los clubes (tampoco reconocidos) de elogios mutuos.
¿Se han puesto a pensar los defensores de las candidaturas independientes de qué están hablando? Mi primo Juan, que apenas conozco, pues tengo 35 años de no tratarlo, ¿podrá ser candidato independiente? ¿Candidato de quién, aparte de su esposa y sus tres hijos? Obviamente no, aunque quién sabe. Pero sí podría ser alguien que ha destacado en los medios de información-comunicación o por un puesto que tuvo o tiene en alguna universidad o en un grupo de interés conocido generalmente como ONG. En otros términos, los candidatos independientes, digamos para la Presidencia de la República, no pueden ser otros que los pertenecientes a las elites y no mi primo Juan. Y si aceptamos que Juan no tendría ninguna probabilidad de ser candidato o votado como tal si no pertenece a un partido y es propuesto por éste, tendríamos que concluir que los únicos que tendrían presencia electoral competitiva serían los notables. Y una democracia donde sólo tienen oportunidad los notables se denomina democracia de elites. Es más fácil que de un partido resulte como candidato mi primo Juan que de una preselección realizada por las elites no partidarias. Las oligarquías no sólo se dan en los partidos, también en la sociedad no partidaria, ¿o es lo mismo un dirigente del Consejo Coordinador Empresarial o un ex secretario de Estado que un dirigente de barrio que vende merengues y gelatinas para sobrevivir?
Los famosos, positiva o negativamente –porque los hay de los dos tipos–, se deben a los medios que los publicitan (mi primo Juan no ha salido ni en la sección de cartas de un periódico). Si de entre los famosos van a surgir los candidatos independientes, pues ya sabemos a quién se lo tendrían que agradecer: al medio que los hizo famosos y, en este país (es bueno no olvidarlo) los más famosos son los que aparecen en la televisión. ¿Estamos dispuestos a dejar que la Tv elija a los candidatos independientes, además de los partidarios? Y, la pregunta obligada, ¿quiénes les harán la campaña y con qué recursos?
Los partidos, con todos sus defectos, fueron inventados para las sociedades numerosas y complejas. Si no nos gustan los existentes, bien po-dríamos pensar en refundarlos de verdad o en fundar otro con gente menos tramposa en su dirección.
En el segundo día de discusiones en la Cámara de Diputados en torno al acuerdo firmado en octubre pasado entre los dirigentes nacionales del PRI y el PAN –Beatriz Paredes y César Nava–, los integrantes de las bancadas tricolor y blanquiazul protagonizaron un espectáculo bochornoso y lamentable, que constituye un factor de agravio para sus representados y que deja entrever el colapso y la precariedad política que afecta a esa instancia legislativa.
A contrapelo de los llamados a preservar el respeto institucional que suelen acompañar los discursos del oficialismo, los legisladores del binomio partidista que cogobierna de facto en el país hicieron prevalecer los insultos, los gritos, los reclamos y las descalificaciones por encima de la civilidad y el diálogo, y confirmaron la percepción de amplios sectores de la sociedad de que carecen de los méritos y del oficio político necesarios para presentarse como representantes de los intereses de la ciudadanía: antes bien, el ríspido episodio de ayer, en adición al que se presenció el pasado martes en esa misma instancia legislativa, presentan una radiografía demoledora de una clase política logrera, carente de principios, consagrada a la obtención de los privilegios del poder y del dinero, ajena a las reivindicaciones populares y a los intereses nacionales y, para colmo, desprovista de los modales necesarios para ocupar las máximas instituciones del país.
A los intentos de cada facción por defender un acuerdo político ominoso e injustificable –porque se suscribió de espaldas a la ciudadanía y porque concluyó con el aval de una cascada de incrementos impositivos en perjuicio de las mayorías depauperadas–, se sumó ayer la lamentable pobreza argumentativa de ambas partes: desde el empleo de descalificaciones burdas, inaceptables y hasta homofóbicas –como la formulada por el vicecoordinador de la bancada del PRI en la Cámara de Diputados, Óscar Levín, en el sentido de que la alianza electoral entre el PRD y el PAN es pervertida, casi gay (sic)
–, hasta la disposición
manifestada tanto por Paredes como por Nava a someterse al polígrafo, o a cualquier tipo de prueba
, a fin de saber quién miente
, como si no fuera meridianamente claro que ambos institutos políticos engañaron, con la suscripción del convenio referido, a sus respectivos electores y a la sociedad en su conjunto.
Desde una perspectiva más general, los penosos desmanes observados ayer en el recinto legislativo de San Lázaro exhiben una institucionalidad política socavada desde adentro y colocada en una nueva escala de descomposición y deterioro por quienes supuestamente debieran resguardarla. Tal descomposición, ciertamente, no se originó ayer, ni se circunscribe únicamente al ámbito del Legislativo; ese proceso se hizo particularmente visible a raíz de los comicios presidenciales de 2006, y al día de hoy afecta por igual al Poder Ejecutivo, a las autoridades electorales, a las instancias de procuración e impartición de justicia y a los órganos autónomos del Estado, por mencionar las instituciones más destacadas.
Por último, es de llamar la atención que los involucrados en este episodio se empeñen en justificar sus acciones con el argumento de que éstas obedecen a un pretendido interés por garantizar la gobernabilidad
–así lo dijo anteayer la propia Beatriz Paredes y lo reiteró ayer mismo el titular de la Secretaría de Gobernación, Fernando Gómez Mont, quien fungió como testigo de honor
en la firma de ese acuerdo, secreto por impresentable– cuando las actitudes comentadas contribuyen justamente a lo contrario: como se señaló ayer en este mismo espacio, resulta difícil imaginar una mejor vía para dañar la estabilidad política del país, de suyo precaria, que abonar al hartazgo y la desconfianza de la ciudadanía respecto de sus representantes y sus gobernantes. Frente a estos elementos, cabe preguntarse si el presente episodio no derivará en un estado de ánimo popular similar al que se manifestó en Argentina en 2001, y que se vio reflejado en la consigna que se vayan todos
.
Lo malo es que aquí no se trata de frases ingeniosas. La oportunísima encuesta del periódico EL UNIVERSAL no sólo es reveladora, sino un gritote de alerta sobre los ánimos nacionales: una mayoría cree que la situación política es muy inestable, lo cual implica la incertidumbre como constante de sobrevivencia; aunque hay un rechazo a la dictadura, uno de cada tres la preferiría al actual estado de cosas; ya son mitad y mitad los que difieren en que haya un gobierno respetuoso de la ley y acotado por el Congreso, frente a los que estarían de acuerdo en un gobierno todavía más autoritario y al que le venga guango lo que piensen y hagan senadores y diputados.
La encuesta revela también múltiples razones para este hartazgo generalizado: el abuso de poder sigue lastimando a una ciudadanía permanentemente ofendida; la voracidad de la corrupción no ha disminuido con los gobiernos panistas, que tanto criticaron por ello a los priístas, sólo que aquéllos eran cínicos simpáticos y éstos, mustios insoportables; el incumplimiento de las promesas de campaña es otro factor de desaliento, ya las palabras no son lo que eran antes; los sainetes entre partidos, que solían ser divertidos, ahora son francamente patéticos, como la tragicomedia pinochesca del pacto de Bucareli.
A propósito, está muy claro que son precisamente los actores políticos los que no sólo degradan la política, sino atentan contra la fe en la democracia. Son sus trácalas, sus abusos y sus corruptelas las que deprecian las estructuras democráticas que tanto ha costado edificar. Sin embargo, para muchos resulta difícil discernir el valor de la democracia en su sentido más amplio y el uso indiscriminado y perverso que de ella hacen quienes —desde el poder— la demeritan cada día.
Aun a riesgo de la injusticia que implican las generalizaciones, hoy podemos afirmar que la calidad de nuestros gobernantes y representantes está muy por debajo de los altísimos ingresos y canonjías que perciben como contraprestación a un trabajo no sólo mediocre sino, con frecuencia, abusivo y hasta corrupto. Hay, por desgracia, una visión cortísima del futuro, una carencia de valores y una falta de patriotismo exasperantes en la gran mayoría de nuestros políticos. De ahí la mediocridad de su actuación, la pobreza de su lenguaje y la falta de resultados tangibles, de soluciones viables, a los grandes problemas de la nación y a los pequeños desafíos de cada uno.
Por eso la distancia entre gobernantes y gobernados es no sólo cada vez más grande sino más riesgosa. El alejamiento y la marginación se acercan, paradójicamente, a la violencia.
Retomando el principio: no se trata aquí de una desilusión, que alguien diría se cura con una nueva novia; lo que alerta es la irritación, porque de ahí al coraje y a la furia ¿y luego? qué sigue.
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